Revista Arquitectura
"Aun cuando el nombre de “Faber” significa en todo el mundo fabricación de lápices, yo sólo tengo noticia de la existencia de dos fábricas pertenecientes a miembros de la familia Faber, siendo una de ellas la de esta ciudad. El Faber de Nuremberg tuvo la complacencia de mostrarnos su establecimiento y explicarnos, con la obra a la vista, los detalles de la fabricación. Por suerte, a más de hablar francés este amabilísimo y distinguido caballero, uno de sus empleados hablaba español y los dos, rivalizando en cortesías y colmándonos de obsequios, convirtieron nuestra inspección en una visita de placer.
No sé si a todos sucede lo mismo; yo experimento un verdadero contento cuando veo cómo se hace un instrumento u objeto familiar de uso diario: un lápiz, por ejemplo. Me era muy conocido el nombre de Faber y tenía gratitud a los que lo llevaban por haber puesto al servicio de la humanidad, y al mío propio, sus excelentes lápices, famosos en todo el mundo; por esto, con sumo interés y verdadero entusiasmo, con cariño más bien, me acerqué al señor Faber, autor, padre, productor de los abnegados utensilios que con el sacrificio de su vida, dejándose cortar los flancos y afilar las puntas hasta consumir su cuerpo entero, me han ayudado en mis trabajos de redacción.
Gracias a ello puedo escribir acostado, de pie, caminando y de cualquier manera; borrar, corregir, reponer, alterar las palabras sobre el mismo papel, sin echar borrones ni ensuciarme los dedos con tinta, ni necesitar papel secante, ni pluma, sin suspender la tarea para soparlo, sin tener que mojarlo siquiera para mojar las letras.
¿Alguien dudará ahora de la inmensa ternura con que fui a visitar la cuna de mis lápices, a sorprenderlos en germen, luego en embrión; a contemplar su desarrollo, observando los mecanismos que los engendran y les dan forma, a ver a los recién nacidos, por fin, antes de su primera salida en falange por docenas?
Veo primero en un patio una montaña de madera olorosa, escogida, en gruesos tirantes; en otra parte ya está en listones, luego en varillas más finas, después en otras aún más delgadas y con una canaleta. Entré en seguida en un salón donde todo es negro; allí se cocina el grafito; primero está amontonado como carbón, más tarde es polvo y tras de eso una masa caliente; la masa se vuelve hilos gruesos, blandos, enroscados unos sobre otros; más allá, en una mesa, se los ve estirados en líneas rectas paralelas; así entran en los hornos; cuando salen están duros y se meten como en un sarcófago en las canaletas de las varillas de madera. A la sazón vienen unos listones finos untados con cola y cubren las canaletas encerrando el grafito. El lápiz ya está hecho; pero no educado; falta pulirlo, vestirlo, acomodarlo. Una máquina toma los listones rellenos y sólo los suelta cuando están transformados en cilindros o en tallos de sección hexagonal. Unos van a los talleres de pintura y de barniz, otros se quedan con el propio color de su madera, pero bien pulidos.
La oficina de expedición los recoge, los cuenta, los clasifica, los agrupa, los empaqueta, los pone en cajas y los deja listos para emprender el viaje alrededor del mundo, con su precio marcado por todo pasaporte.
Pero lo dicho no es sino un extracto sumario de las mil operaciones necesarias para convertir un árbol y un trazo de carbón en ese universal y utilísimo instrumento, indispensable ahora en la vida del hombre civilizado.
La fábrica hace toda clase de lápices, naturales y mecánicos, baratos y de lujo; manufactura también otros objetos de escritorio en armonía con su industria principal.
Una buena colección de diversos ejemplares de sus productos fue el regalo de despedida con que nos obsequió el señor Faber."
Faber (1896). Wilde, Eduardo.
En: Wilde, Eduardo. Escritos literarios. Buenos Aires, Hemisferio, 1952. Selección y prólogo de Félix Weinberg. pag. 208
Seleccionado por el arq. Gustavo Brandariz