Revista Cultura y Ocio

Arantxa Rochet: La náusea

Publicado el 19 marzo 2019 por Libros Prohibidos @Librosprohibi2
Arantxa Rochet: La náusea

Mi hermana está atada a la mesa de la cocina. Soy yo la que le ha colocado las cuerdas en las manos y los pies. Ella se revuelve, eleva el cuerpo como si estuviera poseída. Pero no lo está. Ojalá fuera eso.

Dice algo como "lo debía hacer" o "suéltame". No la entiendo bien. La voz reverbera, un eco en el fondo de un cuerpo vacío. Su boca parece de silicona, sus ojos tienen el brillo artificial del plástico. Volteo la cara para no ver más de lo que quiero ver y ahogo una náusea. No quiero vomitar. Siempre lo he odiado.

Mi hermana mayor, Alina, tan joven aún, y ya no la reconozco. Intento recordar cómo era antes y las imágenes del pasado vienen y van en mi cabeza como un barco a la deriva. Se me nubla la vista. La náusea ya nunca me abandona. Me tambaleo y toco a Alina sin querer y su piel es fría. No es natural, los cuerpos son calientes. El frío es muerte, es invierno. El invierno que se esconde en las habitaciones.

-Sabes que queda muy poco. Suéltame. No quiero hacerte daño.

Su voz intenta ser suave, ahora la entiendo mejor. Algo me dice que sí, que debo soltarla, que es mi hermana. Pero no puedo. No puedo permitir que vuelva a hacer nada parecido a lo que ya ha hecho. Me siento a su lado, en una silla, mientras ella forcejea. Retengo la náusea de nuevo, el sudor en las manos.

No sé cuántos años han pasado. Podrían ser tres, pero tal vez hayan sido diez. No importa. No sé si estoy preparada para la verdad. Porque esta vez se trata de mí. Y ya no soy una niña, como cuando mi hermana enfermó. Sí, yo era una niña entonces. Alina era mayor que yo. Lista y guapa como solo lo pueden ser las hermanas mayores. Creo que la admiraba y envidiaba a partes iguales en aquella época, cuando nuestros padres decidieron no contarme qué le pasaba. Dejó de ir al colegio y yo, detrás de las puertas cerradas, apenas podía escuchar con la oreja pegada a la madera algo sobre mi hermana y el plástico que habitaba en su estómago.

Ahora lo recuerdo. Recuerdo que entonces creí que tal vez aquello era lo que había que hacer para ser adulto: comer plástico. No me preocupó el llanto de mis padres. Todos los padres lloraban o gritaban o se enfadaban por aquella época cuando uno hacía cualquier cosa que no les gustaba. Eso pensé que era mi hermana, una rebelde que se encerraba en su habitación después de cada comida, que apenas probaba, para llevarse a la boca los tapones cortados de las botellas de agua o las tapas azules de los bolígrafos. Casi podía verla levantándose por las noches, yendo a la nevera y acabando con todo: con los envoltorios del embutido, las bolsas donde viene la fruta o el pan. Que lo partía en trozos muy pequeños y se lo comía. Y que lo masticaba despacio, a veces acompañándolo con un poco de miga de pan, para que el plástico más duro no le hiciera daño en la garganta. Como hacíamos cuando nos tragábamos sin querer una espina de pescado.

Yo también lo intenté. No quería ser menos y tal vez así podría librarme del colegio. Primero con un tapón, pero me resultó duro en exceso. Así que robé de la basura el envoltorio de una cajetilla de tabaco, un plástico suave que hizo mucho más fácil esa primera vez. No sé cuántos envoltorios me comí antes de que el estómago me empezara a doler. Al final, mis padres me llevaron al hospital. Tuve que confesar lo que había hecho. Estuve unos días ingresada y a partir de ahí mis ganas de comer plástico se acabaron para siempre.

A mi hermana, por el contrario, siempre la recuerdo de ida y vuelta al hospital. Solo guardo algunas imágenes en mi memoria: Alina mirando durante horas por la ventana del salón, con los ojos brillantes, como si estuvieran hechos de un material impermeable y translúcido; Alina viniendo alguna noche a tumbarse en mi cama, agarrándome la mano y contándome que tenía siempre náusea. Así, en singular. Una náusea de cuerpo entero que empezaba a sentir todas las mañanas por los dedos de los pies, subía por sus piernas y se le agarraba al estómago. De ahí iba al pecho, luego al cuello, y reptaba por dentro de la laringe hasta alcanzar la boca con un sabor perpetuo de yeso alcalino. Eso decía.

Yo no sabía lo que era el yeso alcalino. Solo se me ocurría sugerirle que dejara de comer plástico y ella entonces reía. Era una risa hueca, como si en el fondo de su garganta no hubiera más que vacío. Luego le daba la tos y, cuando corría al baño a vomitar, yo aprovechaba para rebuscar en su cuarto, con la idea de tirar a la basura los plásticos que tuviera escondidos para comérselos. Nunca encontré ninguno.

-Cuando me sueltes, te mataré. Porque me soltarás. Lo sabes.

Alina se revuelve con más fuerza en la mesa de la cocina. Logra librarse de una de las cuerdas del pie y me da una patada que me hace caer de la silla. Grita, se lacera las muñecas intentando zafarse. Me levanto corriendo y la ato de nuevo, pero me tiemblan las manos y esta vez, cuando toco su piel, ya no me resulta tan fría como antes.

Grita y sus chillidos de metal se meten en mi cabeza mientras pongo la silla en pie y me vuelvo a sentar. Me gustaría hacer algo. Correr a la habitación de mis padres. Matar a Alina para que no vuelva a hacer nada como lo que ha hecho. Pero la náusea me lo impide. La náusea me retiene sentada, me nubla la vista y solo me deja recordar en determinados momentos. Momentos lúcidos como este.

Recordar a nuestros padres, que se esforzaban por conseguir alimentos que no vinieran envueltos en plástico. Dejaron de comprar los paquetes del supermercado e iban con un tarro de cristal a la tienda de la esquina, donde había grandes sacos llenos de legumbres que se vendían por peso. Nuestro padre le pedía al dependiente que le echara el kilo de lo que fuera en el bote. Yo esperaba a su lado, entretenida en seguir con los ojos la trayectoria de un garbanzo que había escapado del saco y rodaba hacia la calle. Así fue durante un tiempo. Así fuimos. Los excéntricos que se paseaban con el carrito de la compra lleno de tarros de cristal que tintineaban al rodar este por la acera.

Hasta que dejamos de ser los únicos que íbamos a todas partes con los tarros y pedíamos las cosas sin el film plástico, por favor, sí, no importa, échelo aquí dentro. Hasta que dejamos de ser los únicos que recorrían el barrio entero buscando rollos sueltos de papel higiénico o un jabón de lavadora en un envase de cartón.

Porque de pronto Alina dejó de ser la única enferma.

-Hay que acabar con todos. Son sentimentales, blandos. Son débiles.

Intento contestar, pero solo me sale una náusea que consigo ahogar poniendo la cabeza entre las piernas. No quiero verte, Alina.

Y sin embargo.

Los recuerdos.

Alina dejó de ser la única enferma. Cuando iba al colegio empecé a percibir cada vez en los ojos de más personas el mismo brillo plástico, impermeable, de los de mi hermana. Me perseguían mientras caminaba. Se clavaban en mi espalda y los sentía, jadeantes, hasta que echaba a correr y no paraba hasta cruzar la valla de rejas rojas de la escuela. Algunos niños de mi clase también desaparecieron. Cada semana había una baja nueva, y entonces todos sabíamos que había enfermado.

Polimerosis.

De pronto aquello tuvo un nombre.

Un nombre que no sabía ni pronunciar y que volví a escuchar cuando mis padres me llevaron al médico a mí también, hace ¿cuánto? Unos meses o tal vez unos años, el tiempo se me confunde. Yo estaba nerviosa, eso sí lo sé. Esperé en una sala blanca. Otra vez las frases detrás de las puertas cerradas. Plástico en el estómago, plástico en la sangre. No era posible. Juré que yo no comía plástico a escondidas, que salvo aquella vez que quise imitar a mi hermana, nunca me había llevado a la boca nada más.

Mi madre me acarició el pelo como a una niña pequeña y me dijo que ya lo sabía.

Que ya sabía que yo no comía plástico, y que mi hermana tampoco.

Todo se precipitó entonces. Recuerdo que me hablaron de los microplásticos. De cómo invaden el cuerpo, más deprisa cuanto más joven eres. Antes si aún eres un niño que si eres adulto. A través del agua, del jabón, de los alimentos. Están en todo, por todas partes. Son imposibles de evitar. No se conocían las consecuencias, no se sabía cuánto plástico podía aguantar el cuerpo humano.

Ahora ya se sabe.

Alina ha asesinado a nuestros padres esta mañana. Me los encontré al levantarme, después de toda una noche de náusea. Me asomé a su habitación y los vi, más amarillos que blancos, restos de vómito y sangre en la almohada.

Me enfadé, por eso la até a la mesa. ¿Fue eso? Me enfadé. Ya no sé qué significa eso, ya no sé qué significa nada. La niebla en los ojos. La náusea. Los recuerdos se me cierran de pronto como un pozo ciego.

-Ellos nunca serían como nosotras. Han vivido demasiado tiempo como otros.

Siento que si abro la boca vomitaré.

-Enfermedad. Salud. Todo es relativo. Una opinión, al fin y al cabo.

Miro mis manos y son plásticas, como de goma. Ya no hay sudor, no sé si son frías. Ya no noto la temperatura. La náusea de pronto se intensifica. Corro hacia el cuarto de baño. Y entonces, mientras elevo la tapa del váter, mientras vomito por fin y las arcadas ondean mi cuerpo y lo obligan a expulsar todo lo que ya no necesito, lo entiendo.

Un cuerpo nuevo.

Mis ojos son brillantes como dos piedras y mi cara es blanca, de yeso alcalino. Vomito y me araño con unas uñas que ahora son rígidas la piel satinada de la cara, pero no siento nada, resbalan sin dejar marcas. Vomito, no sé por cuándo tiempo. Y cuando acabo, me siento mejor. Me limpio con la mano los restos de la comisura de la boca y me miro en el espejo.

Solo soy un cuerpo bello, perfecto.

Un cuerpo nuevo.

Una nueva especie.

Tiro de la cadena del váter y los últimos restos desaparecen. Cuando salgo del baño, veo a través de la puerta entreabierta de la habitación los cadáveres de mis padres.

Ya no significan nada.

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Foto: Dustan Woodhouse. Unsplash.


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