Fotografías cedidas por el Teatro de la Maestranza
Se presenta con querencia por la espina de la rosa, despojado de afecto por la palabra del inquisidor, desierto de prejuicios, con la suerte de los sentidos bien alerta a la vida. Un cantaor sin más límite que el respeto y la propia apetencia. Un hereje flamenco, Arcángel, con sus benditas presuntas herejías. Sus últimos dos saltos mortales son, precisamente, ese último disco que agarra por título esa vitola misma del desertor, cantando la palabra y la música, ad hoc traídas al mundo para su cante, por grandes figuras del pop, el rock, el indie o la poesía. Y, el segundo, el espectáculo en directo que presentó sobre las tablas de un Teatro de la Maestranza engalanado y hasta la bandera: Bel Cante.
Rodeado de una elegante cuadrilla de altura: la guitarra de José María Gallardo del Rey, principal compañero en esta aventura lírica; una rica sección de cuerdas, el Quinteto Tótem Ensemble (dos violines, viola, violonchelo y contrabajo); y la percusión flamenca de un cómplice habitual, Lito Mánez. Inició a capela la faena, frente al oscuro abismo que se abre en la soledad del filo del escenario, como quien, de antemano, ya advierte saberse caminando sobre el alambre al salir a tal plaza. Quien avisa no es traidor. Tampoco hereje.
Siempre cae de pie el cantaor onubense. Se enfrenta a un toro arriesgado, desempolvando piezas de un altísimo valor artístico y un lenguaje diametralmente opuesto al flamenco. La ópera, la zarzuela. Y sale victorioso. Arriesgando con un repertorio muy exigente técnicamente, al que tampoco se incorporó forzando un papel que no le corresponda. Encontró su lugar, el espacio perfecto para su voz, su forma de cantar estas obras que alumbraron los líricos de finales del s. XIX y principios del XX. Generoso en valentía y depurado de prejuicios, llevó el cante a donde mejor permitió a la pieza lucirse.
Encontró inspiración en los cantaores de principios del siglo pasado, con sus muy característicos timbres, notablemente líricos. Y el resultado fue sorprendente, más que natural. Sin imitar el cante clásico ni desechando lo clásico que tiene la pieza. Era un camino a explorar; son múltiples las aproximaciones que han vivido música clásica y flamenco, por ejemplo, en el ámbito de la guitarra. Desde Paco de Lucía a Juan Carlos Romero. Pero es un terreno más virgen si de la voz hablamos. Por más que el onubense tenga una voz privilegiada y un registro de oro. Jugó con los trueques y los recovecos típicos del flamenco, sin caer en la reiteración. Sin excesos ni tirabuzones. Y aplicando, eso sí, el ritmo y la métrica flamenca. Prescindiendo del rubato, llevando a la pieza en volandas de la matemática flamenca en pos de imprimirle su carácter y su expresividad.
Fue un concierto estéticamente hermoso, estructuralmente preciso, casi cinematográfico (si hablamos de estos tiempos). Con una sucesión de actos, escenas, que sin ser explícitos se palpaban. El cantaor entraba y salía del escenario. La formación se modificaba. Todo el conjunto. Sólo el quinteto. Guitarra y voz. Dos guitarras. Una pieza exigente venía precedida de un instrumental arrabalero y elegante. La iluminación sobria y crepuscular. Y la sencillez, el peso más ligero pero igual de profundo para estas composiciones, regalando un buen puñado de hermosos descubrimientos.
Sonaron Bella enamorada (El último romántico, Reveriano Soutullo y Juan Vert), el pasodoble taurino del Gato Montés y Preludio y Pavana (Manuel Penella), la Romanza de Leandro a la tabernera (La tabernera del puerto, Pablo Sorazábal), la Canción del fuego fatuo (El amor brujo, Manuel de Falla). Puccini, Donizetti. Y la clausura triunfante con la canción del toreador de Bizet, Votre toast, je peux vous le rendre, de la ópera Carmen; y el homenaje siempre pertinente que el cantaor brinda a sus orígenes, cerrando por fandangos del Alosno y, en honor a la ciudad que le acogía, con las sevillanas de Pareja Obregón. Tal vez, muchos escuchamos alguna de estas piezas líricas por primera vez en la voz de Arcángel. Al menos, en directo. Acercando un mundo a otro que se nos vuelve ajeno. Poniendo el do de pecho más flamenco en el templo sevillano de la ópera.
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