Los vaivenes del bus me estaban dejando seco; nada peor que una fiebre para perder mi tradicional aprecio por el transporte público. Pero el 133 enfilaba ya la Carretera de La Coruña, y apenas me quedaban veinte minutos para llegar a las mantas salvadoras de mi cama y a una aspirina bien cargadita.
Para mi desgracia, al instinto periodístico (o simple tendencia al cotilleo) no lo tumba ni Dios, y mucho menos unos grados de más: Al pasar por delante del Palacio de la Moncloa (sede de gobierno español, según los más optimistas) vi congregados enfrente a un nutrido grupo de personas con carteles, debidamente “contenidas” por un cordón de Policía Nacional. No pude por menos de solicitar parada y bajarme a toda prisa.
¿Quiénes eran y qué querían esas muchedumbres cabreadas? La pregunta ya se la había hecho el conductor del autobús en voz alta, y ahora yo, escalando la cuesta que pasa por delante de la Facultad de Historia y desemboca en la Moncloa, no podía dejar de repetírmela. Bastaron cinco minutos para atravesar un frondoso césped color esmeralda y llegar al montículo donde se encontraban apretujados nuestros cabreados conciudadanos.
Poca averiguación hizo falta para darse cuenta de que se trataba de los habitantes de un pueblo andaluz. El Gobierno amenazaba con quitar el PER (subsidio destinado a que los jornaleros puedan mantenerse durante la parte del año que no se recoge cosecha) a aquellos que no pudieran justificar veinte jornales. Pero con la situación actuá –me comentaba uno- hay musho que no encuentran ni eso.
Este pueblo, al más puro estilo Fuenteovejuna, había peregrinado hasta la capital y no sólo eso; hasta el mismísimo Palacio de Gobierno, para formalizar su petición ante el Presidente, Mariano Rajoy. Desconociendo quizá que nuestro mandamás supremo sólo escucha si se le habla en alemán. Pero como en una fábula del Siglo de Oro, esta multitud barroca se concentraba frente a Palacio con carteles reivindicativos, y coreando: ¡Rajoy! ¡Somo obrero! ¡No queremo sobre!
De repente, barullo y confusión. ¡Hagan do fila! Y tengan cuidao no le den demasiao abrazo que viene el pobre muy cansao! ¿De quién hablaban, a quién se preparaba el pueblo entero para recibir, con excesivo riesgo de abrazeo según proclamaba el aguerrido sindicalista del altavoz? (Aguerrido es poco, el hombre tenía la piel más cuarteada por el sol que la tendría un lagarto. Y el megáfono tampoco presentaba un aspecto mucho mejor). En unos minutos el pueblo entero se había organizado formando dos filas, un “pasillito” para recibir a quien fuera. Mientras tanto, escenas de caos y ternura: una andaluza de pro llamándole la atención a su madre –Mamá que tehtá perdiendo mira que noehtá a lo quehtá- y un correctísimo jornalero que preguntaba: “¿Cree que me dirán algo si apago este pitillo en la acera?” Evidentemente, estaba poco familiarizado con las sucias costumbres de la capital.
No pude resistirme más y me puse a preguntar. Resulta que el Alcalde Hidalgo, sacrificado servidor público donde los haya, había decidido recorrerse a pata la distancia desde el pueblo hasta la Moncloa. Cuatrocientos kilómetros, allí donde los ven. Ahora era recibido como un héroe por sus gobernados, que habían hecho el viaje también para poder acogerle enfrente de Palacio con los brazos abiertos.
Pocas veces he visto una cara de cansada felicidad como la de aquel alcalde. Cuando dobló el recodo que le separaba del montículo, las dos filas de andaluces estallaron en aplausos. “¡Arcarde Hidalgo, tu pueblo ya ha llegao!”. Y por todas partes: ¡Nuestro arcarde sí eh honrao! ¡Nueh-troar-carde! ¡Sié-hon-rao! A despecho de las advertencias del megáfono, todos le abrazaban efusivamente, le estrechaban la mano. El alcalde, un hombre joven pero calvo y con sonrientes ojos azules, se dejaba querer. Estaba en su momento de gloria.
Finalmente, se calmó el jaleo. El sindicalista gritó: “Un poco de silencio, que nos va a entrevistar la tele”. Inmediatamente, el pueblo entero enmudeció, y simplemente permaneció cerca de la cámara, alzando sus carteles en alto. En ese momento, comencé a sentirme algo ajeno a todo aquello. Los del pueblo me habían aceptado y la poli no me había molestado tampoco, pero la escena ya se desarrollaba para sus protagonistas, y yo había cumplido sobradamente mi papel.
Comencé a volver sobre mis pasos, notando esta vez el zumbido de la fiebre en la cabeza. A mis espaldas, el Palacio de la Moncloa permanecía mudo y sordo a todo lo que se desarrollaba ante sus puertas.