Hay una foto de Norma Jeane Baker, la actriz Marylin Monroe, que siempre me ha cautivado. Es esa en que aparece leyendo las últimas páginas del Ulises de James Joyce. Evidentemente es una pose, pero resulta significativo en sí mismo que la hicieran posar con esa lectura en sus manos. Una lectura difícil y compleja, sin duda, pero gratificante. Yo he tardado exactamente veintiún años en leerla. La compré en octubre de 1989 y recomencé su lectura en innumerables ocasiones sin conseguir pasar del primer capítulo. El pasado 3 de noviembre me lancé de nuevo a la aventura y esta vez, sí, he podido concluirla a pesar de alternarla con otras muchas de variada condición, como es mi costumbre, algo en lo que sigo a mi admirado Michel de Montaigne.. Sirva como conclusión al esfuerzo, que me ha sido absolutamente dichosa; ojalá lo hubiera leído mucho antes, pero bien está lo que bien acaba.
He disfrutado especialmente de los dos últimos capítulos de la novela. El 17.º, que relata la vuelta de Leopold Bloom a su casa, entre la una y las dos de la madrugada, acompañado de Stephen Dedalus, escrito en forma de preguntas y respuestas en un tono objetivo y exhaustivo, de impersonalidad científica, capítulo del que el propio Joyce confesó que era su predilecto. Y el último, el 18.º, que es el monólogo interior de la esposa de Bloom, Molly, en una especia de duermevela -escrito de un tirón, sin signo alguno de puntuación a lo largo de sus treinta y siete páginas- tan libre de inhibiciones morales que Joyce dijo de él que "era la carne que siempre afirma".El Ulises que yo he leído (Lumen, Barcelona, 1989) es el prologado y traducido por Jose María Valverde, traducción que le valió el Premio Nacional de Traducción en 1976. Y reconozco que el impulso definitivo para animarme a hacerlo me lo provocó la lectura de una frase del poeta y ensayista norteamericano Ezra Pound que el editor reseña en su introducción, que dice que Dublineses, el Retrato del artista adolescente y Ulises forman un ciclo unitario, que quien no fuera tonto debería leer por gusto, y quien no lo leyera, no debería ser autorizado a enseñar literatura". Yo no soy profesor de literatura -aunque me hubiera gustado- y desde luego no me atrevo a afirmar que no sea tonto, pero si me apasiona la buena literatura, y la obra de Joyce lo es, sin duda alguna.En esa misma introducción, José María Valverde explica cual es la sencilla trama del Ulises: contar lo que les ocurre a los dos personajes centrales de la novela, Stephen Dedalus y Leopold Bloom, en su deambular por la ciudad de Dublín entre las 8 de la mañana del jueves cuatro de junio de 1904 y las 2 de la madrugada del siguiente día. Y añade el editor que "aunque Joyce no se propone hacer novela social, su Dublín se hace tan palpable como el Londres de Dickens o el París de Balzac o el de Zola, sin ningún ánimo especial -añade- de exponer luchas por el dinero o el poder, o simplemente, por la subsistencia, como los clásicos de las novelas decimonónicas, pero sí sumergiéndonos directamente en las sensación de estrechez de la pequeña clase media dublinesa con el alcohol, la música, y tal vez, la mujer, como únicas aperturas de evasión y olvido".El sábado pasado saqué de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas el Dublineses de Joyce, una serie de relatos cortos que retratan lo que él mismo definió como la vida paralítica de sus conciudadanos y que algunos críticos consideran con mucho como su obra maestra. Ya había leído con anterioridad el último de ellos, Los muertos, que comenté en el blog en su día en la entrada titulada "Sexo, amor y otras soledades compartidas" y a cuya lectura les remito. Me resultó extraordinariamente atractivo. En estos momentos estoy disfrutando de Dublineses, y espero tener ánimos suficientes como para comentarlo más adelante en el blog. Hasta entonces, sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt