Los refranes son sabiduría popular acumulada a lo largo de siglos de experiencias personales y generacionales. No siempre aciertan, pero deberíamos tomarlos en cuenta. Por ejemplo, ese que dice, que "sabe más el diablo por viejo que por diablo". Que traspuesto al lenguaje académico podría traducirse en el conocido aforismo de que "los pueblos que no aprenden de su historia están condenados a repetirla". En eso, los españoles, nos hemos pintado solos: en no aprender. Parece que lo habíamos comprendido y aceptado por fin con la tan denostada, hoy, "transición a la española" (ni siquiera me atrevo a ponerla con mayúscula, lo confieso, por miedo a parecer un carcamal) que llevó hasta la Constitución de 1978, manifiestamente mejorable, pero en absoluto inservible como algunos pretenden. Pero la realidad es que yo participé en ella con entusiasmo (en la Transición), no reniego de sus objetivos ni de sus logros, y me siento orgulloso de pertenecer a la generación que la protagonizó.Se preguntarán los lectores, con razón, ¿y esto, a qué viene? Pues viene a que acabo de terminar de leer hace unos minutos el libro que me ocupaba desde unos días atrás y del que he venido hablando, a salto de mata, cogiendo la oportunidad por los pelos cuando me era posible y venía al caso. Me refiero, como no, a "Los señores del poder y la democracia en España: entre la exclusión y la integración" (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2013), del profesor José Varela Ortega. A esas lecturas me he referido en sendas entradas de fechas 7 de junio y 28 de mayo, respectivamente, y a ellas remito a los interesados.Quizá no sería desmesurado por mi parte reconocer que me ha provocado un profundo impacto el libro del profesor Varela. No es normal en una persona (perdónenme la presunción) que lleva leyendo libros de historia, como mínimo, desde hace cincuenta años, y que algo "sabe" de ello, del estudio de la Historia, aunque solo sea por deformación profesional y pasión personal.
Nada más alejado de mi intención que el adoctrinamiento. Nunca he tenido la menor intención de convencer a nadie de nada, y menos, cuando me declaro escéptico confeso y mártir de mis propias creencias, si es que tengo algunas. Mi padre, que también lo era, decía con sorna que "solo creía en Dios, en el bicarbonato y en la Guardia Civil". Yo ya no creo ni en el bicarbonato, así que imagínense lo que pienso de las otras dos...
A pesar de ello, quiero guardar un poso de esperanza en la inteligencia de la gente común, de mis conciudadanos españoles y europeos, en que comprendan que la dialéctica del enfrentamiento cainita de unos contra otros no nos lleva a ningún lado, que la democracia es un fin, pero también un procedimiento y unas reglas que se basan en algo tan sencillo como aceptar que "los otros" también pueden tener razón; que "si no la tienen" tampoco es razón suficiente para eliminarlos; que "la mayoría" está autorizada a gobernar, pero que la "minoría" tiene derecho a existir, expresarse libremente, oponerse a la mayoría y, llegado el momento a sustituirla.
En las últimas páginas (474/475) de su libro, dice el profesor Varela: "Quizá, no sería un resumen muy desenfocado aparejar la historia política de la España contemporánea desde 1812 en torno a tres ejes fundamentales, por más que tan heterogéneos como complementarios; a saber: libertad, alternancia y democracia" (nunca del todo realizados, o realizados bien, precisamente hasta el último cuarto del pasado siglo, apuntillo yo), para concluir con una frase no por lapidaria, más afortunada: "No es infrecuente que la democracia sea una construcción de exiliados para no volver a ser desterrados".
Por favor, no volvamos a poner la democracia, a España y a los españoles entre corchetes. Nunca más... Y sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν": Nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt