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Falta vocación de casi toda la dirigencia política para discutir objetivos hacia los cuales encaminar la acción de gobierno.
Las elecciones de octubre para designar un nuevo gobierno ya están atrayendo la atención de la opinión pública. Las candidaturas comienzan a delinearse con más claridad, lo mismo que las afinidades o conflictos entre las principales fuerzas políticas. Sin embargo, el vacío conceptual en el que se desarrolla el proselitismo no sólo no ha cambiado de tamaño, sino que las campañas lo han vuelto más visible.
Las principales figuras que se han puesto en carrera no han conseguido, al menos hasta ahora, transponer el umbral de las definiciones tácticas, las confesiones de afinidades o antipatías personales, la manifestación de objetivos de carácter individual. En el mejor de los casos, aparecen críticas o apologías de algunas medidas oficiales. La elaboración de propuestas de alcance colectivo está, con la excepción del programa que acaba de presentar la Coalición Cívica, ausente por completo.
Esta carencia de quienes aspiran a representar a sus conciudadanos debe ser lamentada por muchas razones. La más importante es que la sociedad argentina está siendo amenazada por problemas complejos que sólo serán superados al cabo de un ejercicio sistemático de estudio y discusión. El aumento de la marginalidad y la pobreza; la inseguridad y el protagonismo creciente del crimen organizado, en particular del narcotráfico; el rezago en la carrera educativa; la dependencia extrema de los buenos precios de algunas commodities ; la presión impositiva sin precedentes, en especial sobre el sector exportador; la urgencia de un nuevo pacto federal que devuelva a las provincias la autonomía fiscal perdida; la gigantesca incógnita energética, y el aislamiento de las corrientes de inversión internacional son algunos de los desafíos que sólo se resolverán al cabo de un inteligente intercambio de ideas.
La política no ofrece hoy un dispositivo analítico adecuado para ese inventario de acechanzas y dificultades, y esa indigencia es una de las razones de la declinación que exhibe el país cuando se lo compara con sus vecinos. Quienes ejercen funciones de gobierno y los candidatos que aspiran a reemplazarlos parecen encapsulados, con muy contadas excepciones, en la burbuja del corto plazo. Allí reinan las encuestas, instrumentos sacralizados mediante los cuales la dirigencia identifica las preferencias del público para suscribirlas a través del marketing. Con este juego demagógico el liderazgo renuncia a una de sus dimensiones esenciales: la capacidad para convocar a la ciudadanía detrás de objetivos ambiciosos, cuyos beneficios acaso no resultan evidentes para todos.
La carencia de una oferta programática está en la raíz de muchas deformaciones de nuestra vida pública. Muchos candidatos prescinden de una propuesta rigurosa porque obtienen el voto por otros medios: los compran. No hace falta insistir desde esta página en lo extendido que está el clientelismo, es decir, el canje de sufragios por beneficios materiales, en la democracia argentina.
Hay también dirigentes que renuncian a las propuestas conceptuales llevados por un pragmatismo que linda con la inmoralidad. Figuras que se resisten a ofrecer precisiones sobre lo que piensan porque están dispuestas a hacer una cosa o la contraria según la conveniencia del momento. Esta abstención ha permitido a muchos políticos argentinos, por ejemplo, apoyar las privatizaciones en una década y, con el mismo fervor, denostarlas en la siguiente. A veces los plazos de esas mutaciones son más breves: en el Congreso sobran los legisladores que ingresaron en las listas de la oposición pero hoy votan con el oficialismo, sin que haya mediado una causa visible para esa conversión. La aridez conceptual de la política se corresponde con un tipo de dirigente que no se ata a una idea sino al disfrute mecánico del poder.
La ausencia de definiciones en el debate electoral rompe el contrato entre el representante y los representados. Mal se le puede reprochar el incumplimiento de una promesa a un candidato que no fijó posición alguna. Hay muchas formas de fraude electoral y ésta es una.
Estos males se extienden tanto en el Gobierno como en la oposición. El kirchnerismo pide el voto a cambio de "profundizar el "modelo". Pero los rasgos de ese modelo permanecen imprecisos. ¿Serán el cesarismo institucional, el aumento incesante de los precios, el acoso a la prensa, el avance de la corrupción y de los delitos complejos, la integración bolivariana, la extensión de negocios a las empresas amigas? Si es por los niveles de crecimiento que alcanzó la economía, en países vecinos se registraron las mismas marcas, pero sin inflación y con índices de desarrollo social muy superiores a los nuestros.
La oposición tampoco ofrece alternativas demasiado nítidas. Cuando se indaga a sus principales candidatos comienzan a aparecer afinidades insospechadas con propuestas del Gobierno. En este acuerdo secreto se puede vislumbrar otra razón para el páramo intelectual en el que se mueve la campaña: hay poco debate de ideas porque existe una coincidencia inconfesada entre quienes ejercen el poder y quienes procuran su reemplazo. Buena parte de la dirigencia argentina sigue arraigada en una imagen del mundo y del país, de la economía y de las relaciones internacionales, que se configuró en los años 40 y que apenas ha sido revisada. La competencia, la creación de riqueza, la inserción en el mercado global, la apertura a la inversión externa, la mejora en la productividad y el mérito de la iniciativa privada, siguen siendo objeto de sospecha entre muchos políticos que simulan competir entre sí.
Este consenso perezoso lleva a buena parte de la oposición a liquidar su programa en el mero reclamo de un voto castigo contra las características más abominables del Gobierno. Es posible que quienes ejercen el poder merezcan, por muchos motivos, ser castigados. Pero si el acto electoral se reduce a aplicar una sanción, quedará desprovisto de toda dimensión proyectiva. El castigo es, por definición, retrospectivo. Hace muchos años que la ciudadanía argentina vota castigando. Hace ya muchos años que se priva, por lo tanto, de adherir a un programa, a una imagen del futuro, a un horizonte que la saque de un presente que, de tan inmóvil, parece eterno.
La falta de vocación de casi toda la dirigencia política para discutir delante de la ciudadanía un conjunto de objetivos hacia los cuales encaminar la acción de gobierno podría ser comprensible, aunque no justificable, si esa prescindencia otorgara alguna ventaja electoral. Pero tampoco eso sucede. La Argentina carece hoy de un líder que despierte el fervor de franjas mayoritarias de votantes.
¿Por qué no pensar que quien levante la vista de la cotidianeidad y de la táctica para arrojar sobre el país y sus problemas una mirada estratégica, terminaría sacando, además, una ventaja electoral sobre sus competidores?
Al cabo de 200 años de existencia, el país está reclamando una nueva visión de sí mismo que sea capaz de generar entusiasmo. Un programa capaz de sacarlo de un estancamiento que lo condena a la insignificancia. Una visión del futuro frente a la cual individuos y sectores descubran la conveniencia de renunciar a alguna ventaja o privilegio inmediato a cambio de retomar la senda perdida del progreso.
Fuente: lanacion.com.ar