Somos un país subdesarrollado y despoblado al que,
encima, en el 2035 se le termina el mejor bonodemográfico que ha tenido en su historia. ¿Lo hemos aprovechado?
¿Qué significa un fenómeno de este tipo?
Argentina está inmersa en un proceso de transición demográfica
en el que la población en edad de trabajar es mayor que ladependiente (niños y adultos mayores) y, por tanto, el potencial
productivo de la economía es mayor. El escenario es el siguiente:
pocos niños, pocos adultos mayores y mucha gente en edad de
trabajar.
¿Y si es el momento para que millones de individuos ahorren,
inviertan, produzcan y generen riqueza, por qué todavía parece no
reflejarse en la realidad cotidiana? Porque somos una nación que
sigue creyendo que lo que la hará progresar son sus
recursos naturales, cuando en realidad el 70% del crecimiento
de un país —la evidencia empírica no deja dudas—
es fundamentado por su capital humano.
¿Y qué sucede con nuestra materia gris? ¿Cómo está y en qué
contexto se desenvuelve? No se la cuidó como se debía y las
consecuencias están a la vista. Trata de despegar con turbulencias,
pero hay complicaciones, que recién hoy se dimensionan, que le
impiden llegar a la altura óptima de vuelo. La fotografía nos muestra
un territorio de medianos ingresos, pero si no actuamos con celeridad
en todas las áreas vitales, la escena final de la película nos ilustrará
aún más empobrecidos.
Sin más metáforas, vamos a los datos. La pobreza general afecta al
25,7% (Indec), pero la pobreza infantil, en la franja etaria de 0 a 17
años, es de 62% (UCA). Detrás de esta última cifra se esconden
deudas con la infancia y la juventud que vale la pena enunciar. -Un niño que está al cuidado de un jefe de hogar que no completó la
educación primaria tiene un nivel de pobreza monetaria cuatro veces
más elevado que aquel cuyo adulto a cargo tiene secundaria
completa o un nivel superior. -La situación de inseguridad alimentaria afectaba en 2015 al 19,5%
de la infancia y adolescencia urbana, y al 7,7% en niveles graves. -El 8,3% de la población total del país es menor de 5 años. Provincia
de Buenos Aires alberga el 38,8% de este grupo y supera cinco
veces a Córdoba, que ocupa el segundo lugar, con el 7,8 por ciento. –El 30,5% de las mujeres embarazadas sufre anemia y
solamente el 54% de los niños menores de 6 meses recibe
lactancia materna exclusiva. -En la década del 70, la diferencia entre el 10% más pobre y el 10%
más rico en materia de ingresos era de 7 a 1; en 2001, pasó de 44
a 1, y hoy es de 22 a 1. -El 42,4% de los menores vive en condiciones de hacinamiento en
nuestro país. Una cifra que en provincias como Formosa trepa al
58,8 por ciento. -Un chico de Formosa tiene 100 veces menos posibilidad de tener
un título universitario que uno de Ciudad de Buenos Aires. -El 45% de nuestras escuelas secundarias no tiene un edificio
adecuado. -Un niño chileno con apenas cuatro años cursados en la escuela
primaria ya tuvo más horas de escolarización que un niño argentino
en todo su ciclo primario. -Cinco de cada diez chicos no comprende un texto básico y siete de
cada diez no pueden resolver un cálculo matemático sencillo. -Uno de cada dos jóvenes no termina el secundario. -Cada hora, 49 jóvenes dejan el secundario. Tenemos más de 500
mil adolescentes que han abandonado el secundario. -De cada 100 niños que ingresan a la escuela primaria estatal,
llegarán a graduarse en la universidad apenas 7, mientras que,
en el caso de los niños que han cursado en escuelas primarias
privadas, se graduarán en la universidad nada menos que 33 de
cada 100. -Del 1,1 millón de estudiantes universitarios matriculados, 483 mil
no llegaron siquiera a aprobar dos materias después de un año.
Solamente el 30% de los que ingresan a la universidad se
terminan graduando. Stephen Malcolm Gillis, siendo presidente
emérito de la Universidad de Rice, sentenció al mundo al decir:
"Hoy día, más que nunca en la historia de la humanidad, la riqueza
o la pobreza de las naciones dependen de la calidad de la enseñanza
universitaria". Como si esto fuera poco, en todos esos crudos y tristes resultados
se esconde un porcentaje elevado de desnutrición y allí está el mayor
obstáculo que debemos enfrentar como sociedad. Se ha estimado,
por ejemplo, que entre 1946 y 2009 la desnutrición habría causado
120.265 muertes, de las cuales 108.231 corresponden a personas
que en 2010 tenían entre 15 y 64 años, formando así parte de la
población en edad de trabajar. Eso es una tragedia inmensa que
debimos haber evitado, pero cabe preguntarse también: ¿Cuántos
quedaron con capacidades intelectuales limitadas, lo que les
imposibilitó salir de un círculo vicioso de pobreza y marginalidad?
Estoy convencido de que donde no están satisfechas las carencias
más elementales indefectiblemente aparecerá la desnutrición infantil;
y si esta no se recupera en los primeros mil días de vida, el niño
estará condenado a bajos resultados escolares que lo llevarán al
abandono de los estudios, por lo que no podrá escapar del
subempleo o el desempleo y será incapaz de hacerse de recursos
suficientes para progresar socialmente. En esa instancia, se sentirá
un marginal que tratará de que alguien lo asista y, con el tiempo, si
aquello no sucede, sus opciones de supervivencia serán pocas. A su
vez, cada año postergado hará más hostil el universo tecnológico que
los desnutridos no pueden comprender ni detener. Expresado lo anterior, debo decir que, si bien las implicancias médicas
y jurídicas de la despenalización del aborto no son de mi competencia
profesional, siento la potestad de fundamentar mi visión ética y
económica sobre el asunto. Me parece éticamente inaceptable
la posibilidad de evitar contra su voluntad que nazca el que no
tiene voz pero sí humanidad. El más indefenso, quien está en el
seno materno, está imposibilitado de hacerse oír, por lo que me
cuesta comprender que otros decidan si va a vivir o no. Sumar o
restar semanas para justificar una acción violenta contra un individuo
que nacerá indefectiblemente si nadie atenta contra él es por lo
menos curioso. Por supuesto que también entiendo el peligro de las
madres que se practican un aborto clandestino, como las 43 mujeres
que fallecieron en el 2016. Es inaudito que aquello suceda cuando el
Estado invierte el 8,5% del PBI en materia de salud. Si se exponen a
un riesgo de esa envergadura, es porque previamente falló cualquier
política de prevención anterior. ¿Deben dolernos esos fallecimientos
y hacernos reaccionar para que ninguna vida se nos pierda? Sí y en
la misma magnitud que las 171.365 defunciones femeninas restantes
que informó el Ministerio de Salud aquel año. No puede ni debe haber
muertes de primera y de segunda. Por otro lado, hemos dilapidado la oportunidad de aprovechar
al máximo nuestro bono demográfico, ¿cómo podemos
entonces promulgar una ley que acelerará el envejecimiento
poblacional debido a que hará descender la tasa de natalidad?
Necesitamos más niños, no menos niños. Y simultáneamente
procurar que cada uno de ellos tenga una escuela de calidad donde
ir, un agente sanitario que lo asista y una dieta equilibrada que le
posibilite un desarrollo físico y mental adecuado, diría el doctor Abel
Albino. Si no lo hacemos, seguiremos como hasta ahora, a los
golpes: porque no existe probabilidad alguna para los territorios
emergentes de aprovechar su bono demográfico, mejorar la
escolaridad, elevar el PBI per cápita, acrecentar su calidad
institucional, entre otros beneficios socioeconómicos, si de una vez
y para siempre no se erradica la desnutrición infantil. En esas dos
palabras se encuentra lo que nos tiene atados y anclados al crónico
atraso sudamericano. Lamento escribirlo y sufrirlo como habitante
del suelo argentino, pero a la realidad la expongo para enfrentarla,
no con discursos demagógicos, sino con observaciones científicas y
evidencias empíricas. Puede que alguno me diga: "¿Querés más nacimientos en este país
donde están todos los problemas que describiste?", Por supuesto.
Hoy logramos exportar alimentos para 400 millones de personas y
tenemos capacidad potencial para alimentar a 1500 millones. Acá no
faltan alimentos, lo que falta es vergüenza. Si hasta nos damos el lujo
de desperdiciar 16 millones de toneladas de alimentos al año (12,5%
de lo que produce), lo que representa aproximadamente 400 kg por
persona al año, más de un kilo por día por persona. Lugar hay de
sobra, porque somos el octavo país más extenso del orbe, lo que falta
es voluntad y coraje para cambiar una realidad decadente. Otros me dirán: "Afloje con el optimismo y deme un caso de éxito
cercano". A eso mismo me remitiré ahora. En 1950, Chile tenía 6
millones de habitantes y el 50% de su población bajo la línea de
pobreza. Pasaron 18 años y todo se seguía agravando. Su servicio
nacional de salud informó que los niños menores de un año que
murieron en 1968 fueron 22.807, es decir, 1900 cada mes, 63 por
día, 2 por hora. Eran tantos que ni siquiera se les hacían autopsias,
porque las causas eran sabidas: bronconeumonía, diarrea,
gastroenterocolitis, meningitis o tuberculosis, todos problemas
asociados con la miseria y la desnutrición. ¿No era lógico pedir en ese período que se interrumpieran los
embarazos y se practicaran abortos? ¿Para qué traerlos al mundo
si el 48% de los nacidos vivos morirían antes de cumplir 15 años?
¿Qué mente perversa podía exponer a recién nacidos a que se
sumaran a la lista e hicieran crecer ese porcentaje que indicaba que
la desnutrición afectaba al 63% de los menores de 5 años? Los
chilenos decidieron no pactar con la muerte. Salvador Allende fue
el primero y, década a década, gobierno tras gobierno,
ejecutaron un plan perfectamente diseñado sin distinción de
ideologías. Había una sola idea en común que primó: cuidar a
cada criatura como una joya. Hoy ya no son 6 millones sino
más de 17 millones y la pobreza descendió a un dígito ¿Dónde está la explicación mayor? Que hubo un hombre llamado
Fernando Mönckeberg, que, fundando Conin en los años setenta,
decidió que trabajaría con todos los gobiernos hasta erradicar la
desnutrición infantil y lograr así un cambio en sus compatriotas para
que fueran ellos lo que provocasen el milagro y el progreso chileno.
Hizo que se entendiera que cada vida vale la pena y que nadie está
condenado a la miseria, la pobreza y la injusticia eterna. Buscó
alegatos morales y científicos, pero, cuando no bastó, los expuso
desde la óptima más utilitaria. Preguntaba en aquel tiempo: "¿Es
medible el daño económico que desangra a un país en donde no
todos los habitantes pueden desplegar su potencial genético? Desde
un punto de vista puramente económico, el fallecimiento de un infante
constituye un pesado lastre que arrastrarán los que están y los que
vendrán. ¿Por qué afirmo esto? Debido a que la primera etapa de la
vida de un hombre es improductiva y significa una fuerte inversión
tanto para la familia como para la sociedad, que posteriormente se
debería ver compensada cuando el hombre alcanza la etapa
productiva de la vida y es capaz de devolver a su entorno lo que de
él ha recibido. Los investigadores Latika y Spielgeman consideran
que esta etapa improductiva se extiende, como promedio, hasta los
18 años. Estos autores calculaban que una familia norteamericana
con un ingreso anual de 2500 dólares invierte en un niño durante
ese mismo período la cantidad de 10 mil dólares. Guardando las
proporciones, podemos imaginar el tremendo derroche que la
muerte prematura significa para los países en desarrollo, cuando la
persona aún no ha alcanzado la edad productiva". A partir de demostraciones de este tipo, la sociedad comenzó a
apoyar políticas tendientes a aumentar la natalidad y a lograr que
los daños cerebrales y la muerte de menores disminuyeran. De esa
forma, el desarrollo fue una consecuencia. Dando una lección de eficacia y profesionalidad, los chilenos
destruyeron la causa cardinal que les retardaba su despegue. A
medida que fue disminuyendo la desnutrición crónica y la
mortalidad infantil, el ingreso per cápita, entre otros
beneficios socioeconómicos, alcanzó un volumen que
cincuenta años antes era impensado. El recurso humano
recuperado a tiempo fue educado con éxito y esas mismas
personas, con sus conocimientos y sus capacidades
cognitivas plenas, hicieron que su tierra sea próspera; no
solo para ellos, sino también para los que fueron naciendo con los
años. ¿Es posible conseguir epopeyas de este tipo en el suelo argentino?
Sin lugar a duda que sí. El actual Gobierno nacional ha dado un
primer gran paso: ha tomado parte del Plan Conin y su ayuda está
permitiendo que 71 de los 110 centros puedan aumentar su escala
de atención. A su vez, está realizando obras de saneamiento
ambiental, que incluye la provisión de servicios de cloacas, agua
potable y electrificación de las viviendas. Si se lograse un 100% de
cobertura en 5 años más, el 50% del combate de la desnutrición
estará ganado. No obstante, si existen 4228 villas en Argentina y
más de la mitad de los menores de 17 años son pobres, cifra a la
que se le agregan 18 mil niños cada 30 días, debemos incrementar
sustancialmente lo hecho hasta ahora. La mujer embarazada es
quien nos da un ciudadano más capaz de hacer de este país un lugar
más digno. Ese es el concepto que debe guiarnos. No hay que
desesperarse por más que se necesiten 4 mil centros de prevención
para desnutridos leves y moderados (para atender el porcentaje que
se encuentra dentro del 1.500.000 de niños pobres menores de 5
años) y 15 hospitales para desnutridos graves que, de no intervenir
sobre ellos, morirán como los otros cinco niños (perdón por no poder
encontrarlos) que lo hacen a diario hace 70 años. Insisto: no elijamos por los pobres. Ni mucho menos hacerlo por
menores, a los que se les habla de muerte cuando ellos ni siquiera
pidieron nacer. ¿Por qué nos preocupamos por los que todavía no
pueden expresarse si no oímos a los que hoy no tienen algo tan
básico en el siglo XXI como el acceso al agua potable? ¿Es
hipocresía o cobardía? Cosa rara pensar en los que vienen cuando
no nos ocupamos de los que ya están. ¿Dónde está el humanismo
que nos legaron nuestros antepasados? ¿Qué dirían los que
recibieron seis millones de inmigrantes cuando esto era solamente
un desierto? Había lugar, al igual que ahora. Había voluntad y
esperanza; quizás la ausencia de esta última es la que nos hace
razonar así. El autor es magíster en Economía por la Swiss Management
Center University de Suiza. Licenciado en Administración de
Empresas (UCA). Director de Desarrollo de Fundación Conin. Fuente: infobae.com