Los ciudadanos de centroizquierda de Argentina y Brasil viven un similar momento de angustia colectiva ante el repliegue en que se sumen hoy sus fuerzas, resultado del vuelco hacia otros sectores de una parte grande de su electorado, la persecución judicial contra los referentes populares y un arsenal de políticas brutales contra las mayorías.
Es cierto que, mientras que Dilma Rousseff cayó empujada por un juicio político, Cristina Fernández de Kirchner pudo completar su mandato sin una crisis institucional —aunque Macri apuesta hoy la propia supervivencia política a perseguirla judicialmente—. Por otro lado, también es cierto que, mientras que Rousseff logró un triunfo electoral contundente, el candidato de Kirchner perdió: las mayorías no favorecieron al kirchnerismo en las legislativas de 2013 ni en las presidenciales de 2015.
¿Cómo pudo haber sucedido? ¿Cómo entender que a la Década Ganada, un período que, fuera de toda exageración, asistió a una ampliación de derechos para los sectores populares, le siguiera el vuelco ciudadano a favor de una derecha brutal?
El politólogo Andrés Malamud sostiene que los electores premian o castigan a sus presidentes por causas ajenas a su gestión. Cita un estudio de Campelli y Zucco según el cual basta considerar el precio internacional de los recursos naturales —valor de las exportaciones— y la tasa de interés estadounidense —precio del crédito y la deuda— para pronosticar si un presidente latinoamericano será reelecto o no. En otras palabras, la soja y el petróleo son el padre de la voluntad política y la madre es China.
Malamud lo afirma en su interesante libro ¿Por qué retrocede la izquierda?, donde admite que, si la década pasada fue próspera para todas las economías latinoamericanas por el alto precio de sus materias primas, las economías de los países gobernados por la centroizquierda crecieron más que el resto por su enérgico impulso al empleo y al mercado interno.
Si buena parte del electorado no vota la gestión y, por lo tanto, no premia aquellos avances, cabe preguntarse entonces qué movió a una mayoría argentina —leve, apenas superior en algo más de dos puntos a los votantes del kirchnerismo— a mudar su voto. Y es oportuno hacerlo cuando en unos meses el Gobierno derechista de Mauricio Macri tendrá su primer plebiscito al cumplir sus veintidós meses de gestión fulminante: velocidad récord de endeudamiento, fuertes transferencias a los sectores más concentrados, aumentos superiores al 500% en las tarifas de los servicios públicos, despidos masivos, inflación acelerada al 40% el primer año, escándalos de corrupción que salpican a gran parte del gabinete y al propio presidente, perseguidos políticos —como la dirigente social Milagro Sala, detenida preventivamente desde hace más de un año con acusaciones de escaso sustento—…
Puedo pensar con mayor fundamento lo que sucedió con el gobierno de los últimos doce años en la Argentina (2003-2015). Y, al hacerlo, quizás encontremos pistas para imaginar el futuro cercano.
Una primera desventaja electoral radicó en que el candidato presidencial por el kirchnerismo en 2015 no era Cristina Fernández, que concluyó su mandato con muy alto apoyo, sino su aliado, el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli, que despertó dudas entre los sectores más cercanos al riñón kirchnerista. De cualquier modo, la derrota hay que enmarcarla en un cuadro regional en el cual últimamente los Gobiernos de izquierda se fueron debilitando electoralmente; son los casos de Venezuela, aún con Maduro en el poder; Bolivia, donde Evo perdió un reciente referéndum, y Ecuador, donde hay incertidumbre sobre el resultado de la segunda vuelta. Además, en los últimos años la crisis mundial golpeó muy fuertemente a las economías de la región, con la consiguiente caída brutal de precios de las materias primas que exporta América Latina.
Así y todo, en mi país suele explicarse la derrota poniendo un acento obsesivo en el impacto negativo que ha tenido sobre el gobierno popular el ataque sistemático ejercido por los grandes medios de información. Y, efectivamente, las operaciones de denuncia tejidas entre los grandes medios y sectores del poder judicial son enormes. Sin embargo, el Gobierno de Cristina Fernández ha coexistido desde su primer día de 2007 con la hostilidad cotidiana de los grandes medios, sin que eso le impidiera lograr triunfos electorales como el tan contundente de la reelección en 2011, cuando obtuvo casi el 55% de los votos. El impacto de los grandes medios es efectivo solo al conjugarse con los otros factores negativos.
Es necesario revisar también los cambios de humor en las clases medias, que afrontaron una mayor presión impositiva por el impuesto a las ganancias en un proceso en que se transfirieron recursos hacia los sectores más vulnerables: asignación universal por hijo, más de dos millones de jubilaciones otorgadas a mayores que no habían completado sus aportes a causa de los incumplimientos patronales en una economía con alto porcentaje de informalidad, planes crediticios para la compra de vivienda, ayuda estudiantil…
Ahora bien, aun enojada la clase media, ¿cómo ha tenido tanto éxito la operación de demonizar a la expresidenta como si encarnara el mal absoluto? Quizás fue favorecida por la enorme centralidad de su figura, mezclada con la misoginia de algunos sectores refractarios a que una mujer concentre mucho poder —un caso distinto es el de su tenaz opositora Elisa Carrio, hoy aliada de Macri, quien parece a salvo del mismo rechazo porque siempre juega a ser una figura del llano, diputada impugnadora, ajena a toda gestión de gobierno—.
Hay que señalar también que en los últimos años la bonanza económica creó nuevos problemas: una parte de los trabajadores afiliados a los gremios más poderosos —un 12%— quedaron por sus altos sueldos alcanzados por el impuesto a las ganancias, lo que se tradujo en un malestar generalizado y huelgas. La fuerte reactivación de la economía trajo un gran crecimiento de la demanda de servicios: millones de trabajadores encontraron empleo y demandaron más y más oferta de transporte en un sistema de concesionarios que no reinvertían; también se lanzaron a la compra masiva de aires acondicionados y aumentó notablemente la demanda de automóviles y motocicletas y más combustibles, mientras que las empresas proveedoras y concesionarias de servicios no realizaban las inversiones necesarias para mejorar la oferta.
El marco económico de desregulación legal dejado por la década de Carlos Menem no puso fácil al Gobierno presionar con éxito a los monopólicos proveedores de servicios. En ese contexto conflictivo tuvo lugar la estatización dispuesta por el kirchnerismo de Aguas Argentinas, de YPF y de los ferrocarriles, no sin que los incumplimientos de los empresarios fueran desgastando al Gobierno. El ejemplo más dramático fue la tragedia ferroviaria de la estación Once en 2012, con un saldo de 51 muertos.
La fuerte reactivación de la economía y la apuesta oficial por el consumo como motor de la actividad generaron expectativas muy altas en la población, pero se frustraron por la mezquindad de la oferta oligopólica, el agravamiento de la crisis mundial y, en particular, los efectos de la caída económica del Brasil, el principal comprador de la Argentina. El país había logrado un éxito financiero internacional al conseguir en 2005 y 2010 renegociar muy favorablemente su deuda externa —que en 2002 lo había precipitado al impago— mediante un acuerdo con el 93 % de los acreedores, un éxito virtualmente inédito.
Era un mal ejemplo al mundo para el capital financiero, que se ocupó, a través de los compradores de bonos impagados —llamados buitres—, de trabar la normalización económica argentina, tan bien pergeñada. Y para ello consiguió la ayuda de un juez de poca monta de Nueva York, que falló como quieren los dueños de esa gran plaza financiera, y de un Gobierno estadounidense que no neutralizó la acción de los buitres.
Llegados a la campaña presidencial de 2015, hubo un muy notorio contraste. Por un lado, la desmesura de las promesas de Mauricio Macri: pobreza cero, lluvia de inversiones, protección de todos los derechos adquiridos en los doce años, bajar la inflación, cuidado de los docentes y de los investigadores científicos, etc. Por el otro lado, la campaña del candidato oficial, Daniel Scioli, que modestamente prometía “cuidar lo logrado”.
El candidato triunfante de la derecha lleva quince meses gobernando sin haber cumplido una sola de las promesas, salvo la de pagar a los buitres sin negociar, devaluar y bajar la carga impositiva a los productores rurales. Su imagen ha sufrido un fuerte menoscabo, pero no está claro aún si en las próximas elecciones legislativas de octubre habrá un vuelco de electores hacia la única oposición activa, el peronismo kirchnerista —donde nadie iguala la imagen de la expresidenta, pero hay más de una línea interna que resiste un acuerdo con ella—, o si los desencantados con su voto macrista optarán por la alternativa del Frente Renovador de Sergio Massa, a quien se califica de opoficialista por la docilidad con la que acompaña con su voto legislativo todas las iniciativas de Mauricio Macri.
En el libro de Malamud se señala que esa izquierda popular latinoamericana de la década pasada deja un capital de imagen por la bonanza que produjo en amplios sectores. En Argentina, la fabricación de causas artificiales contra la gobernante Kirchner entre los medios dominantes y sectores de la Justicia ha tenido éxito en velar por muchos los logros de la década al presentarla como la jefa de una banda delictiva.
En lo personal, creo que más importante para explicar ese rechazo de la mitad de la población es la fuerte gestión igualitaria del kirchnerismo, que rompió un orden desigual de un modo que provoca la reacción de sectores altos y medios, que se sienten amenazados, y genera imitación en otras franjas de la ciudadanía.
En mi prolongada experiencia de vida no he conocido otra circunstancia de odio más parecida a la actual que aquella que disparó en los años 50 la aparición del peronismo y sus políticas de “justicia social”. Como lo señala el sociólogo francés Francois Dubet, no todos quieren la igualdad. Claro que el rechazo puede desvanecerse tan pronto como los impulsores de ese orden desigual hagan colapsar a la clase media. Desiguales sí, pero no tanto.
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