Pedro Paricio Aucejo
En 1622 se produjo la elevación de Teresa de Jesús a los altares. A pesar de que la trayectoria de esta causa se desenvolvió en un contexto de disputas internas en la Orden Carmelita Descalza –fundada por ella– y de crisis de la monarquía española, su glorificación fue proclamada con el apoyo de varios reyes europeos –no solamente los españoles–, nobles, obispos, letrados e instituciones políticas y culturales.
Ello fue debido a la fama de santidad de que gozaba la monja abulense ya en vida, a la irradiación extraordinaria de sus milagros y doctrina mística, a la rápida divulgación de sus fundaciones y de su obra escrita, pero también a que la apertura del proceso informativo iniciado por el obispo de Salamanca en 1591 –nueve años después de su fallecimiento– agitó los medios religiosos y universitarios de su época hasta convertir a la descalza en un fenómeno socio-religioso.
La expansión de su figura en todas las capas sociales de la época se constata –según Julen Urkiza¹– en el más de un millar de testigos que declararon en los cerca de 60 procesos de beatificación y canonización, si bien sólo se conoce a unos 769 testigos del total de 41 procesos conservados.
La bula ´Omnipotens sermo Dei` –firmada por el Papa Gregorio XV y hecha pública el 12 de marzo de 1622– repasa algunos aspectos de la vida, virtudes y milagros de la carmelita española por los que se la debe reverenciar, venerar y tener por Santa. Así, se dice que “con tanta firmeza y verdad creía y confesaba los Santos Sacramentos de la Iglesia y los demás dogmas de la Católica Religión, que no podía, como muchas veces ella aseguraba, tener mayor certeza de otra ninguna cosa”. De esta forma, en numerosas ocasiones “veía clara y distintamente con los ojos del entendimiento el cuerpo de Jesucristo en la sacratísima Eucaristía, y afirmaba que no tenía cosa alguna que envidiar a los que habían visto al Señor con los ojos corporales”.
Este documento pontificio resalta también las excelencias de sus virtudes. En primer lugar, el amor de Dios, que fue la principal de ellas, hasta el punto “de hacer siempre lo que entendiese era más perfecto y más conducía a la mayor gloria de Dios” (“en tanto grado resplandeció en su corazón, que los confesores suyos admiraban y celebraban su caridad como propia, no de mujer, sino de un querubín inflamado”). En segundo lugar, el amor al prójimo, manifestado principalmente en “el gran deseo y anhelo con que pretendía la salud de las almas”, llorando “con perpetuas y continuas lágrimas las tinieblas y el poco conocimiento de nuestra fe de los infieles y herejes, y por su reconocimiento y conversión, no tan solamente hacía muchas oraciones, sino también ofrecía ayunos y disciplinas, y con otros exquisitos tormentos afligía y maceraba su cuerpo”.
Y, en tercer lugar, la bula acentúa su dimensión como escritora, que, junto a otros dones y gracias (milagros, candidez de ánimo y demás excelencias), le permitió esparcir “los rocíos de la celestial sabiduría” en los fieles, que obtenían con ellos “abundantísimos frutos para el alma”, siendo así “elevados y guiados a la patria celestial”.
En definitiva, la radicalidad de estos argumentos papales no hace sino anticipar la visión que, siglos después, tendría san Juan Pablo II (1920-2005) de Teresa de Jesús como modelo de una santidad que “[ha] sido siempre fuente y origen de renovación en las circunstancias más difíciles de la historia de la Iglesia”.
¹ Cf. URKIZA TXAKARTEGI, Julen: “La canonización de santa Teresa de Jesús”, en Anuario de Historia de la Iglesia, Pamplona (España), Instituto de Historia de la Iglesia de la Universidad de Navarra, 2020 (29), pp. 229-260. Disponible en <https://revistas.unav.edu/index.php/anuario-de-historia-iglesia/issue/view/1375> [Consulta: 20 de mayo de 2021]. También en <" rel="nofollow">https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2021/03/15/hacia-el-iv-centenario-de-la-canonizacion-de-santa-teresa-de-jesus/>.