Revista Cultura y Ocio

Ariel, por Sylvia Plath

Publicado el 12 julio 2015 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg
Ariel, por Sylvia Plath Editorial Hiperión. 197 páginas. 1ª edición de 1965, ésta es de 1995. Traducción y notas de Ramón Buenaventura.
Ya comenté la semana pasada que tras leer sobre la obra y la vida de Sylvia Plath (Boston, 1932 – Londres, 1963) en algún suplemento cultural de los años 90, compré su libro de poemas más famoso, Ariel. Lo hice en la Fanc de Callao, en las Navidades de 1998; justo después de haber ganado en Móstoles, mi ciudad, un segundo premio de poesía, que –aunque no se llegó a publicar en su momento- sí que me reportó un no desdeñable aporte económico. Así que con el dinero fresco del premio compré entre otros libros este de Ariel, con una edición bilingüe, traducida por Ramón Buenaventura. Hasta este marzo de 2015 ha sido uno de los volúmenes más antiguos de mi montón de libros inleídos. Un post-in marcaba que llegué hasta la página 57 y lo devolví a la estantería para mejor ocasión. Sin embargo, ha sido un libro del que nunca me he querido desprender, ha permanecido en mi montón de inleídos casi dos décadas pero me ha acompañado en todas mis mudanzas. Creo que por fin mi concienciación sobre el número de libros que compraba y la necesidad de acercarme a los que tengo en casa sin leer está dando sus frutos.
Si no recuerdo más, dejé en 1999 este libro sin terminar porque no acababa de conectar con la propuesta surrealista de Sylvia Plath, además de que trataba de leer los poemas en inglés y esto contribuía a que no disfrutara de ellos. Creo que es una buena idea acercarse a la poesía de esta autora cuando se conocen los principales hechos de su vida, o se ha leído su novela La campana de cristal. La edición de Hiperión, a cargo de Ramón Buenaventura, me ha parecido más que correcta, comenzando con sus explicaciones sobre las modificaciones que el marido de Sylvia Plath, el poeta Ted Hughes, realizó sobre su obra tras la muerte de Sylvia, a la edad de treinta años, cuando se suicidó introduciendo la cabeza en el horno de su casa de Londres. A continuación tenemos un cuadro cronológico con los principales sucesos en la vida de Sylvia Plath, que me ha servido para comprobar que muchos de los hechos narrados en La campana de cristal y atribuidos a su personaje –Esther Greenwood- son en realidad autobiográficos (como la muerte del padre cuando Sylvia tenía ocho años). Los poemas se presentan el inglés en la página de la izquierda y en español en la de la derecha, algo que beneficiará a los grandes conocedores del idioma inglés, que podrán disfrutar de los poemas en su idioma original.
En las páginas finales existe un apartado de “Notas a los poemas”, que ayudan a entender algunas de sus claves, y que me ha resultado bastante útil consultar (creo que en mi primera aproximación a este libro, hace ya más de quince años, se me pasó la existencia de estas notas); y el libro finaliza con la bibliografía de la autora.
Existe una relación bastante estrecha entre los poemas de Ariel y la propuesta narrativa de La campana de cristal, lo que ha hecho que sea una buena idea para mí acercarme a las dos obras de forma consecutiva. Sylvia Plath es poseedora de un asfixiante mundo propio; y tanto en sus poemas como en su novela las referencias a la muerte o los hospitales son bastante frecuentes. De hecho en Ariel existe más de una referencia a “la campana”, en el mismo sentido que se daba en la novela, como metáfora del aislamiento. En Ariel nos podemos encontrar versos como los siguientes:
En mí vive un grito. Por la noche aletea, buscando, con sus garras, un objeto de amor.
Me aterroriza el algo oscuro que duerme en mi interior. (pág. 51)
En la página 110 podemos encontrar una referencia directa al intento de suicidio (fuente narrativa de La campana de cristal): “A los veinte traté de morir.”
Además de las metáforas hospitalarias, se juega aquí, metafóricamente, con la simbología religiosa: “cordero dominical”, “oro sagrado”, “herejes de sebo” (pág. 105)
En algunos de estos poemas se puede rastrear el poso autobiográfico que los impulsa, pero muchos de ellos parecen proceder de lugares poco iluminados de la psiqué de Sylvia Plath, y a mí, que la poesía que me gusta suele ser narrativa (a lo Jaime Gil de Biedma) o reflexiva (a lo Wisława Szymborska), me deja más de una vez indiferente. Por ejemplo, no consigo conectar con poemas como el siguiente:
OVEJAS EN LA NIEBLA
Las colinas ponen pie en la blancura.
Alguien, o estrellas me mira con tristeza: los estoy defraudando.
El tren deja un trazo de aliento.
Oh, demorado caballo del color de la herrumbre, 
cascos, campanas dolorosas...
La mañana se pasó la mañana oscureciéndose,
flor suprimida.
Los huesos se me apropian de una quietud; lejanos
campos me funden el corazón.
Amenazan con llevarme hasta un cielo,
sin estrellas, ni padre: agua lóbrega. 
Como bien apunta Ramón Buenaventura, el penúltimo poema del libro debería ser realmente el último. Un poema escrito el 5 de febrero de 1963, el último poema que escribe alguien que se va a suicidar el 11 de febrero. Unos versos en los que la poeta se está despidiendo del mundo y que resultan estremecedores:
FILO
La mujer alcanzó la perfección. Su cuerpo
muerto muestra la sonrisa de realización; la apariencia de una necesidad griega
fluye por los pergaminos de su toga; sus pies
desnudos parecen decir: hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes, uno a cada pequeña
jarra de leche, ahora vacía. Ella los ha plegado
de nuevo hacia su cuerpo; así los pétalos de una rosa cerrada, cuando el jardín
se envara y los olores sangran de las dulces gargantas profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse, mirando con fijeza desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas. Sus negros crepitan y se arrastran.
Voy a dejar a continuación el poema que más me ha gustado del conjunto, se titula Amapolas. Según las notas de Ramón Buenaventura, está escrito tras sufrir una operación de apendicitis, pero dado el historial de hospitales de Sylvia Plath me parece bastante simbólico. Como suele ocurrir, el poema que más me gusta es largo, narrativo y de versos más claros que en otras composiciones:
TULIPANES Los tulipanes son demasiado emotivos; aquí es invierno.
Mira qué blanco está todo, qué tranquilo, qué nevado.
Estoy aprendiendo paz, yaciendo sola, tranquilamente,
como yace la luz en estas paredes blancas, esta cama, estas manos.
No soy nadie: nada tengo que ver con estallidos.
He entregado mi nombre y mi ropa de diario a las enfermeras
y mi historial al anestesista, y mi cuerpo a los cirujanos.
Me han apuntalado la cabeza entre la almohada y el embozo,
como un ojo entre dos párpados blancos que se niegan a cerrarse.
Estúpida pupila: tiene que dar entrada a todo.
Las enfermeras van y vienen, no suponen ninguna molestia,
van como van las gaviotas hacia la tierra, con sus cofias blancas,
haciendo algo con las manos, todas lo mismo,
de modo que resulta imposible averiguar cuántas son.
Mi cuerpo es un guijarro para ellas: lo cuidan como el agua
cuida a los guijarros por encima de los cuales tiene que fluir, puliéndolos suavemente.
Me traen el sopor con sus agujas relucientes; me traen el sueño.
Ahora que me he perdido a mí misma, estoy harta de equipajes…
Mi maletín de charol, como un pastillero negro;
mi marido y mi hija, que me sonríen desde la foto familiar;
sus sonrisas se me enganchan a la piel, sonrientes anzuelitos.
He dejado las cosas correr; carguero con treinta años a cuestas,
que testarudamente se aferra a mi nombre y dirección.
Me han hecho un lavado de asociaciones afectivas.
Despavorida y desnuda en la camilla verde con almohada de plástico,
veía mi juego de té, mis aparadores de ropa blanca, mis libros,
que se hundían hasta perderse de vista;, y el agua me cubrió la cabeza.
Ahora soy monja; nunca fui tan pura.
No quería flores, sólo quería
yacer con las palmas vueltas hacia arriba y hallarme totalmente vacía.
¡Qué libre se siente una! No tienes idea de lo libre…
La paz es tan grande, que te deja aturdida,
sin pedir nada a cambio: la tarjeta de identificación, bagatelas.
A ella se agarran los muertos, al final; los imagino
metiéndosela en la boca, como una hostia.
Los tulipanes son, ante todo, demasiado rojos: me hieren.
Ya a través del papel de regalo los oía respirar
ligeramente, a través de sus blancos pañales, como a un bebé malísimo.
Su rojo le habla a mi herida, que corresponde.
Son sutiles: se diría que flotan, pero en realidad me hunden,
contrariándome con sus súbitas lenguas y su color:
una docena de rojos lastres de plomo a mi cuello.
Nadie me observaba antes, ahora estoy en observación.
Se vuelven hacia mí los tulipanes, y también la ventana
donde una vez al día la luz, poco a poco, se va ensanchando y adelgazando,
y me veo, tendida, ridícula; sombra de recortable
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes;
y carezco de rostro: he querido borrarme.
Los vívidos tulipanes se me comen el oxígeno.
Antes de que ellos llegaran el aire permanecía tranquilo,
yendo y viniendo, respiración por respiración, sin alboroto.
Los tulipanes lo llenaron enseguida, como un grito agudo.
Ahora el aire se enreda y se arremolina en ellos, del modo en que un río
se enreda y se arremolina en una máquina sumergida, roja de herrumbre.
Me acaparan la atención, que estaba tan feliz
jugando y descansando, sin comprometerse.
También las paredes parecen estar calentándose.
Los tulipanes tendrían que estar entre rejas, como animales peligrosos;
están abriéndose, como la boca de un gran felino africano,
y yo pendiente de mi corazón, que abre y que cierra
su escudilla de rojas florescencias –porque me quiere mucho.
El agua que pruebo, igual que el mar, es de calor y de sal,
y llega de un país tan lejano como la salud.
Sylvia Plath no llegó a ver los poemas de Ariel publicados en vida. Ariel es uno de los libros mejor vendidos de la poesía anglosajona y no es, desde luego, un poemario de fácil lectura. La imagen de mujer joven y bella, de vida atormentada y suicidio romántico, han contribuido, sin duda, a la difusión de esta poesía. Una poesía a veces bastante hermética, siempre visceral y oscura. Con más de uno de sus poemas me ha costado conectar, y con otros sí que he disfrutado; un poemario que ha ampliado mi lectura de La campana de cristal y que, en cualquier caso, recomendaría leer con calma.

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