Esta ha resultado ser en casa tigre la semana temática de la conciliación laboral y familiar. Ayer, como en cualquier campaña electoral que se precie, tocó jornada de reflexión. De las de verdad. De las rebuscar muy dentro de ti, más allá de donde se hacen fuertes las excusas y los reproches, para llegar al meollo de la cuestión e intentar comprender qué es lo que está fallando en este set-up teóricamente tan fantástico que se ha convertido en una pesadilla insostenible para propios y ajenos.
Fue una reflexión al uso. Me tiré de los pelos, me rebelé contra mí misma y contra los demás, me achanté, derramé alguna lágrima de impotencia y me vine arriba en lo que vino a ser a una sinusoidal de las de aquella asignaturas de quinto de carrera que no recuerdo ni cómo se llama ni para qué diantres servía. Algo digital. Creo. Todo esto adornado con cuatro niñas con la gastroenteritis más dolorosa que hemos sufrido en esta casa. Con sus llantos, sus diarreas, sus sobrecitos de lactobacilus y su sesión de películas encadenadas con merendola de arroz blanco. Y yo con estos pelos. Sin lavar.
Partía yo de la premisa de que ante todo y sobretodo soy madre y amante esposa de este padre tigre que soporta mis desvaríos estoicamente. Pero pensaba yo para mí, hubo una época en la que esto funcionaba. A su manera. Con sus conferencias programadas en las siestas infantiles y sus reuniones con lactante al pecho. Pero funcionaba. Hasta que se rompió el encanto.
Haciendo memoria diría que la cosa empezó a perder lustre cuando uno de los socios fundadores dejó su trabajo para dedicarse a tiempo completo a nuestra empresa. Fue una bendición para la operativa de la empresa pero rompió la baraja de la paridad. No de sexos, que también, sino de implicación.
Dejamos de ser una panda de gente con ilusión arañando horas para sacar esto adelante y nos convertimos en un señor sentado muchas horas solo en una oficina que gradualmente se fue hartando de llamarnos a los demás y que en ese momento no pudiéramos atenderle. Esta situación de desigualdad manifiesta, sumado a que aquí pagamos todos por trabajar como mandan los cánones del emprendimiento, supone que uno siente que lo hace todo, los otros que nunca hacen suficiente y aquí no hay recompensa para nadie. Esto con buena disposición y muchos gracias y nohaydequés se sobrelleva dignamente.
Hasta que un día te sientas en una reunión con un Business Angel (de esta especie de la fauna y la flora empresarial ya hablaremos largo y tendido algún día) y te mira el bombo con una cara muy rara que muda a espanto sin disimulo cuando le cuentas que en efecto es La Cuarta y que tú además de diseñar unas aplicaciones financieras fetén limpias culos con una diligencia pasmosa. Ese día tu socio y carne de tu uña empieza a verte con otros ojos y tu maternidad pasa a ser un bulto incómodo en la sala de reuniones.
Así comienza a rodar la bola que se va haciendo grande mientras tú te sientes cada vez más culpable. Por ser madre. Por querer seguir siéndolo. Por tener una hija detrás de otra. Por ocuparte de ellas personalmente. Por haber metido a tanto friend&family en este fregado y no estar a la altura. Por mirar a tu start-up y pensar que este era un hijo que no tenías porqué haber parido. Al otro lado del aparato tu socio se siente cada vez más solo. Como el padre de la criatura cuya madre se ha largado con otro dejándole con el pañal lleno de mierda y el biberón sin calentar.
Ya están las cartas sobre la mesa. Todas. Soy una madre. A mucha honra. Además cuadro números que da gusto verme. Y lo hago requetebién. Y lo voy a decir a bombo y platillo. Con mis niñas colgando. Siempre. Si esto tiene cabida en una empresa de estas tan modernas y con tanto potencial y tanto angel revoloteando. Bien. Y si no. También. Pero al que no le guste verme con la camiseta manchada de mocos. Que no mire.
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