Revista Opinión
Era más de medianoche, tal vez la primera vez que trasnochaba en mis primeros 16 años de existencia, y lo hacía en compañía de mi padre, que dormitaba en un sillón mientras yo aguardaba ansioso, tumbado en el suelo, la culminación de la vela con los ojos pendientes de la televisión. El salón estaba en penumbras, apenas disipadas por la débil luminosidad de una pantalla que mostraba al mundo en blanco y negro y con voz susurrante, para no despertar al resto de la familia. Sólo mi padre y yo habíamos decidido no perdernos el instante histórico en que Neil Armstrong posaba su pie sobre la superficie de la Luna. Fueun día de verano y Sevilla dormía con las ventanas abiertas para que el calor no perturbara el sueño de la gente. Como el que había atrapado a mi padre y del que lo tuve que librar para que presenciara las imágenes que empezaba a emitir la televisión. Una figura borrosa descendía con suma precaución por una escalerilla, con movimientos lentos, como si flotara sumergido en una piscina. Eran las primeras horas de la madrugada del 21 de julio de 1969 y retransmitía la crónica Jesús Hermida. Pocos hechos he vivido yo con tanta intensidad como aquellos.
Hoy, cuarenta y tres años más tarde, aún tengo vivo en la memoria aquel episodio de mi adolescencia en que Neil Armstrong pronunció la histórica frase de “es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la Humanidad”. Acababa de pisar la Luna y dejaba una huella indeleble, no sólo sobre la polvorienta superficie lunar, sino en los recuerdos de toda una generación que siguió la misión del Apolo 11 como la aventura más grande jamás realizada por el ser humano.
El hombre que encarnó la utopía de los visionarios, el astronauta que hizo realidad el sueño del hombre por explorar otros mundos, murió ayer a los 82 años. Tras esa inimaginable misión que capitaneó como comandante, Armstrong no volvió a volar nunca más, aunque siguió en la NASA hasta 1971. Su única odisea, para la que se preparó durante cuatro años, lo había convertido en un héroe, como a sus compañeros Michael Collins y Edwin E. Aldrin., tripulantes de la expedición que transportó el cohete Saturno V rumbo al satélite de la Tierra. Y con esa consideración ha muerto, como el héroe que puso por primera vez un pie en la Luna. Un hecho que forma parte de mi memoria sentimental. Al buscar la revista conmemorativa que la Editorial Argosrealizó aquel año de 1969 sobre “El hombre llega a la Luna”, que guardo como un tesoro, no puedo menos que desear al mito de mi juventud: descanse en paz. Tu huella sigue en mi memoria.