Donde viven los pobres nunca llega el Circo. Ahí, en el arrabal, no hay magia, ni siquiera llueven golosinas. Hoy todo está agitado, la desmesura se huele en el ambiente: los niños descalzos, huérfanos de alegrías, corren hacia la quebrada; los mayores acarrean sus sillas de tijera, desvencijadas. Hay nervios. La muchedumbre se sienta solícita y espera -donde viven los pobres siempre esperan-. Otean el horizonte, todos están pendientes del viento: sopla, ruge, brama. A lomos de la ventisca llega el Circo, nadie lo ha visto, pero todos perciben sus fragancias. El suburbio se impregna de nuevos olores. Cierran sus ojos y olfatean. Sobrevuelan vahos de júbilo. Emanan fantasías. Se perciben los efluvios de la carpa, construida con aromas de mantequilla, bálsamos de menta y esencias de caram! elo. Sienten husmear las trompas de los elefantes y el silbido de los cuchillos que lanza el oso hormiguero. Los niños huelen las risas de los payasos. Dicen que este año actúa Pinocho, la mofeta malabarista y el topo de nariz estrellada. Dicen tantas cosas. Cuando se aquieta el viento se disipan los vapores, huyen las fragancias, desertan los aromas. Se acabó el espectáculo, pero nadie aplaude. Regresan. Adultos y pequeños, hombres y mujeres, en una fila ordenada, infinita, arrastran sus sillas, tornan a sus quehaceres: zanqueros de esperanzas, contorsionistas de utopías, domadores de problemas, sólo saltimbanquis de la vida. Se esfuman los aromas del Circo, pero permanece el olor fétido de la miseria, el tufo del hambre y el hedor de la muerte, también llamada “la Chata”. Algunas veces, cuando ya no queda nada, sopla el viento. La fila avanza desde la lejanía, se huele en el ambiente. Donde viven los pobres nunca llega el Circo.Texto: Xavier Blanco
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