Revista Opinión

Arquitextura de la censura

Publicado el 02 agosto 2010 por Fragmentario
Arquitextos, en la mira de los censores

Arquitextos, en la mira de los censores

La polémica en torno a la publicación, lectura y posterior censura de Arquitextos acabó (¿tengo que empezar a cuidarme de algunos términos?) tomando trascendencia nacional. Manual pedófilo, encabeza la revista Noticias sin darse cuenta de que la cita textual que hace del poema en cuestión desmiente el título. Como si la literatura pudiera servir de manual de algo que no sea más literatura. Pero explicar la autonomía de la ficción o la imposibilidad de hacer lecturas morales de la poesía a la pequeña burguesía de Coronel Du Graty, a los cagatintas de los pasquines o a las burocracias estatales no es tarea fácil. Como dice Alfredo Germignani, está muy en claro que esta gente no lee ni el almanaque.

La versión oficial dice que el libro nunca estuvo destinado a las escuelas. Todo indica que es así, porque surge de experiencias en talleres literarios con adultos para la formación de otros adultos. Aunque el problema político intenta cerrarse torpemente con la expulsión de algunos funcionarios de carrera y la requisa de las obras, a mí me interesa ir más lejos. Creo que el debate que se oculta es más profundo -y peligroso- que el visible.

Imaginemos que sí había partidas asignadas a entregarse en la secundaria. ¿La censura sí se justificaría en ese caso? Entonces tendrán que afilar las tijeras, porque el erotismo atraviesa la literatura desde Safo a Cervantes, desde Nabokov (¿también Lolita será un instructivo de pedofilia?) a Saramago, desde Oscar Wilde a Manuel Puig y desde el poeta del Cantar de los Cantares a Osvaldo Soriano. Todos estos autores pueden encontrarse fácilmente en cualquier biblioteca escolar y los profesores de literatura recurrimos a ellos cotidianamente. Aunque ciertas corrientes de opinión se horroricen, las escuelas no son los templos de asepsia que imaginan, sino lugares de formación ciudadana donde se aprende, se interactúa, se cuestiona. Donde se leen en voz alta las puteadas del Quijote o de Zezé, el protagonista de Mi planta de naranja-lima. Donde se debaten textos políticamente incorrectos, como el cuento de Lugones que compara a los negros con los monos, de la colección ilustrada de La Nación editada conjuntamente con el Ministerio de Educación de la Nación (¿pornografía no, racismo sí?).

La discusión sobre cuáles son los límites de lo legible en las aulas está destinada al fracaso. El mejor ejemplo es el de los cineastas que negociaban con Tato -censor fílmico de la dictadura- y resignaban borrar una teta para incluir una mala palabra, o cambiaban una escena en la cama por un beso con toqueteo furioso. La banalidad es más que una característica de la censura, es el combustible que la origina, la autoriza y la ejercita. La escuela pública -y por tanto republicana, laica e ilustrada- no puede permitirse ningún autoritarismo sin caer definitivamente en la incompetencia y el ridículo.


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