Es normal sentirse mal estos días. La crisis ha cogido carrerilla y se hace más fuerte por momentos. El mañana será peor que hoy y tener un trabajo que te permita vivir bien, que te brinde una vivienda, hijos, un coche… es ya impensable para muchas personas. Y mientras esta es la realidad, los políticos y políticas disfrutan de sueldazos y prerrogativas sin límite. Nada ha cambiado. Ellos y ellas siguen con el nivel de vida al que ya estaban acostumbrados/as y con los mismos babosos/as a su alrededor dórandoles la píldora, ciegos a posta para no ver la ciénaga que alimentan; una ciénaga en la que se baila encima del cadáver de la política y de la democracia, encima de las millones de almas que arrastran sus sombras sin esperanzas, encima de las desesperanzas que nacen, crecen y se reproducen a patadas.
Es normal sentirse mal estos días. Es lógico, además. Las personas que manejan los hilos políticos salen por televisión todos los días de Dios lanzando fórmulas ficticias y vomitando demagogia mientras sus coches duermen calentitos en los garajes de sus casas, perfectamente cuidadas por personal doméstico; mientras sus hijos acuden a colegios privados y se gastan las propinas en boutiques y viajes mega super guays; mientras sus esposas y maridos comen marisco y brindan con buen vino; mientras sus caprichos están asegurados. Y así, con sus cuentas a buen recaudo y sus personal shoper pensando en los colores de la temporada, salen por televisión tranquilos/as, poniendo caras de preocupación e indignación para ver si cuela y poder esconder mejor sus vergüenzas.
Y así pasan los días, sin solución y encaminados hacia el precipicio. Es normal sentirse a morir estos días. Y sería normal explotar y reaccionar.