Revista Opinión

Arriba, rabas de la tierra

Publicado el 17 octubre 2016 por Jmlopezvega
Lunes, 17 de octubre de 2016Arriba, rabas de la tierra

L a chicha de la película "Ciudadano Kane" radica en un reportaje periodístico. Mientras agoniza, un ricacho de los que sobornan a políticos, manipulan las noticias y hasta declaran guerras, musita la palabra "Rosebud". Nadie sabe qué significa y un becario intenta esclarecerlo, sin éxito, pero el espectador llega a saber de refilón que "Rosebud" estaba grabada en un trineo.

¡Hay que ver! En la cúspide de su poder implacable, harto de jamarse vidas y haciendas, apenas un humilde juguete presta aliento al magnate corazón. Solo un rescoldo de la niñez semiolvidada, como si todo lo demás, con sus fastos y oropeles, hubiera sido una mierda infeliz.

Yo no poseo fondos buitre en Jersey, ni maquino para alterar el precio de las cosas, ni designo jueces para muñir sentencias julandronas, pero tengo mi rosebud. Mi rosebud son las rabas y cuando tenga que untarme grasa en las botas mascullaré "rabas", con voz de pretumba. Y como no tendré a mano un periodista que bucee en mi biografía, mejor procedo a explicarme en vida.

Que las rabas sean de calamar, de peludín, de pota o de otro cefalópodo más o menos horroroso, francamente, me da igual. Anillas o tentáculos, la harina así o asá, más fritas o más crudas, a gusto o disgusto del experto de turno, también me da igual. (A ver, no soy bobo del todo y me constan las diferencias, pero esto no va de cocina.) Servidor comería rabas todos los días, incluso varias veces al día, a panzadas, porque no hay nada más rico en ninguna latitud gastronómica. Las rabas de Laury, las de El Nuevo Molino, las de La Tucho, las de Umma... ¿Para qué discutir? Cualesquiera me trisco sin más trámite.

La culpa es de mi abuelo. Güelito me llevó de rabas a un baruco detrás de la Catedral y él se tomó un blanco y a mí -que tendría unos 10 años- me sirvieron ¡un vermú! Aquellas rabas, que serían buenas, se convirtieron en memorables por una medio cogorza que embellecía el mundo con un extraño velo azulado. Una medio cogorza que me infundió la milagrosa facultad de animar a güelito. Yendo para casa, al acordarse de su hijo -mi padre, que por entonces vivía en cárceles franquistas-, el pobruco rompió a llorar y mi trasfondo vermútico le dijo: "Vamos, güelito, que todo se arregla". En unas rabas y un vermú pervive la Pura y Misma Fuerza del Universo.

Tiempo después, con mi tío Manolo (que también pasó unos años a la sombra), disfruté de 2 manjares semejantes. Uno, el champiñón estratosférico que preparaban en El Toboso, un extinto mesón de la calle Cuesta: jamás he degustado seta de semejante pelo. Otro, el canapé de sardina de El Castellano, en la calle Burgos, cuyo dueño era feo con avaricia. Tan feo era que en broma lo llamábamos "el caraburro" y por metonimia acabamos llamando "caraburro" al canapé.

Una delicia inconmensurable. Solía ir con mi novia -mi mujer, 37 años después-, a quien le encantaba el caraburro. Sin embargo, yo no lo pedía así: pedía un canapé de sardina, pues el dueño se lo hubiera tomado como una ofensa personal, con razón. Hasta que ella se arranca un día y pide "un caraburro". Y el camarero, un jovenzuelo que trasteaba junto al genuíno caraburro, responde: "¿Cómo dice?". Y ella se viene arriba, "¡UN CARABURRO!", creyendo que no la había oído por el ruido del local. Todavía ignoro qué me indujo más a salir al quite chillando "¡¡¡Un canapé de sardinaaaaaa!!!", si el descojono por el desconcierto general, o el acojono porque el caraburro tenía manazas de remero.

Champiñón y caraburro. Rabas. No es país para alérgicos a las rabas. Sabores artesanos, memorables, inimitables. Sabores que te anclan al paisaje; sabores inconfundibles, testigos de lo que fuiste y rosebud de lo que serás.

Hoy los busco en los quesos del país y en las cervezas de la tierra. Esos quesos minoritarios, humildes en su difusión, que saben a distinto y a peculiar y a la lucha sorda de David contra Goliat. Esas cervezas románticas, de trazo chocante y extraño, que no se encuentra en el producto industrial masivo y banalón.

Me adhiero al clamor hondo de la gente que saca el pescuezo entre la mediocridad, que le echa coraje a la vida, pero necesita nuestro apoyo. (Nuestro apoyo mpieza por mi apoyo.) Me adhiero a esos productores artesanos, minúsculos, que no siempre aciertan, pero resulta que van acertando y entonces te brindan un milagro que será, con suerte, tu rosebud.

Compro zapatos españoles en un mercadillo dominical en Cartes. Encima de ellos hay un lema: "Comprar español es comprar futuro". Con más razón, compro quesos cántabros y cervezas cántabras y leche cántbra y conservas cántabras y tomates cántabros, pues el futuro necesita que arrimemos el hombro. Un hombro que, harto de morralla foránea, empuje en favor de la eterna sorpresa y comunique su fuerza al paisano que madruga.


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