Escribir desde la nostalgia de lo que no ha sucedido. Recordar la infancia mediante fotografías que tal vez no se hicieron. Sus vocesse entremezclan con la mía y ese lazo rojo me hace sentir menos rara, más valiente, más orgullosa.
Asumir los 100 días de pandemia como un aprendizaje. Afirmar que afianzamos el amor mediante la añoranza. Lo que no se echa de menos no se quiere. Hasta se puede echar de menos lo que no ha existido nunca. El imaginario, el deseo, la urgencia de tener lo que no se tiene y tanto se adora. Aquello que construye lo que somos, lo que nos moldea, las piezas que nos faltan y que se mueven sueltas por el mundo. Un mundo que va y sigue y no se para, sin saber que esa pieza completa una construcción en otro sitio, no muy lejos. “Si somos importantes es porque nos deseamos”, así lo escribe Luna Miguel. En el deseo debe estar la clave de ese puzle.
La literatura, al igual que la imaginación o las aves pintadas de Audubon; crea realidades propias. Realidades no menos verdaderas, sino más personales, más íntimas. Formamos nuestros relatos de la mano de aquello que queremos, de lo que necesitamos y no está. No está de la manera que conseguiría el cielo azul todos los días, que lograría la sonrisa y la carcajada, que nos haría dormir del tirón con los pies calientes. Quien dice la literatura, dice el confinamiento, dice la nostalgia, dice el querer por encima de las fases.
Ese querer significa atesorar. Recordemos que para atesorar hay que cuidar, ya lo dijo Dorothy Parker. Me ha parecido que esta correspondencia entre Luna y María era un buen ejemplo de ese “crear tesoro”. Estos meses de pérdidas constantes debemos custodiar todo ese epistolario virtual. Los mensajes que nos han hecho poner fin al llanto. Las miradas, a través de las pantallas, que han conseguido desatar el nudo del estómago. Los audios que han logrado las risas. Risas que hemos tatuado en la piel herida para recordarnos que todavía sabíamos reír. Habrá que pensar en los que han estado ahí, arropándonos y dejando que les arropáramos. Los que han permanecido en servicio de guardia, con la oreja atenta al sollozo, con la manta preparada para abrigar el temblor. Consiguiendo que seamos capaces de mantener la calma, la armonía, el aguante.
Escribió María Sánchez que “es obligatoria la armonía, y el objetivo perseguido nunca cambia: que todos al día siguiente sigan siendo los mismos.” De eso debe tratarse. De mantener el aplomo, de ser resiliente, de olvidar que tan solo es resignación lo que asumimos. Creer que somos realmente valientes, que el objetivo nunca cambia. Lo único que sucede es que debemos aprender a perseguir la meta desde un escenario distinto.
Siempre atenta a las palabras de Leila Guerriero. “Hoy cuando todo ha sucedido, hago, como entonces, lo único que se puede hacer. Arrío las velas. Aguanto.” Confiemos en que los que queremos, y han estado, estarán también al final del túnel. Mientras se hace la luz a la salida, aguantemos y dejémoslo todo escrito.