Arroz al humor
−No, si al final voy a tener que ponerte una placa en la Herradores… ¿o vale con invitarte a comer?
Lógicamente, lo de la placa fue una hipérbole tan grande como una secuoya californiana, un guiño zalamero que hizo su efecto, porque era evidente que estaba para ser.
Así que hubo comida, una increíble cena como sacada de una chistera, como quien dice “hoy improviso, apenas tengo nada en casa” y de pronto te planta delante un riquísimo plato de arroz con verduritas y pescado, que poco o nada tiene que envidiarle al de cualquier restaurante especializado en arroces. Podía haber sido cualquier arroz: rojo, negro, de guarnición, en cilindro, cubo o desmoldeado, da igual, pero arroz.
Y como si de toda la vida se conocieran, la conversación se prolongó durante varias horas, tiempo en el que de forma subrepticia se sentaron las bases de intereses comunes, aunque ninguno de los dos se dio cuenta en aquel instante. Sorprendidos por tanta confluencia/coincidencia/concurrencia/casualidad, el sentido del humor hizo el resto.