Amanecía en Salamanca y la gente salía de sus casas para dedicarse a sus asuntos. Un rayo de sol se filtraba por la ventana de uno de los pisos en la zona antigua y llenaba de luz la habitación en la que dormía Julia. Era un dormitorio austero, con una cama de matrimonio y un armario empotrado, pero muy bien decorado. De las paredes colgaban imágenes de distintos lugares del mundo, Nueva York en el cabecero, Pekín junto al armario y una panorámica del Machu Picchu presidiendo la pared frente a la cama. Las cortinas filtraban la luz del sol y le daban un tono ambarino que resultaba muy relajante, Julia dormía en paz.
La puerta de la habitación se abrió en silencio y un hombre entró procurando no hacer ruido. Llevaba una bandeja con varios platos llenos de repostería, un vaso de zumo y un par de cajetillas de medicamentos. Dejó el desayuno encima de la mesilla de noche y se sentó en el borde de la cama junto a la doctora Murillo. El peso en el colchón perturbó a Julia que se giró despacio mientras trataba de abrir los ojos. La imagen borrosa de una cara se acercó a ella y una áspera mano le retiró el pelo de la cara. Julia no se resistió, no tenía fuerzas, y se esforzó por aclarar su visión y ver quién estaba sentado junto a ella. Poco a poco fue viendo las facciones de su acompañante, las orejas pequeñas, la mandíbula algo prominente, la nariz aguileña con la que tanto se metía… El corazón le dio un vuelco cuando se dio cuenta de que, sentado junto a ella, estaba Isaac acercándole un vaso de zumo y una pastilla. Sus ojos recobraron la nitidez y el susto inicial dio paso a un sentimiento de decepción. No era Isaac, se parecía, pero el pelo del desconocido tenía menos canas, sus ojos eran más oscuros y no tenía las numerosas arrugas de preocupación del doctor Smithson. Era, pensó Julia, tal y como debía haber sido su querido Isaac con veinte años menos.
— Toma, es un analgésico —le dijo el Isaac joven mostrando la píldora.
— ¿Dónde estoy?
El hombre ignoró la pregunta, pasó su mano por el cuello de Julia y la ayudó a incorporarse para que pudiera tomarse la medicina. La doctora no insistió en su pregunta y se dejó ayudar, no tenía ganas de pelear con nadie más. Cuando hubo terminado, volvió a recostarse y miró inquisitiva al desconocido.
— Me llamo Samuel —se calló, incómodo—, Samuel Smithson. Isaac es…era mi hermano.
Julia lo miró sin dudar de su palabra, no podía negarse el gran parecido entre los dos hombres, sin embargo, Isaac nunca le había hablado de él, hasta donde ella sabía, era hijo único.
— Lo siento, Isaac nunca… — comenzó a decir.
— No estábamos lo que se dice unidos, es una larga historia —cogió un croissant de la bandeja y le dio un mordisco—. Llevábamos casi siete años sin hablar hasta que, hará cosa de un mes, me llamó para vernos.
La mente de la doctora trataba de encajar esta nueva pieza del puzle. Un mes, si la memoria no le fallaba fue entonces cuando Amandine desapareció. La policía francesa archivó el caso sin darle mayor importancia, pero en el seno del proyecto Artemisa supieron ver el gran peligro que los acechaba. Samuel continuó hablando sin saber todo lo que pasaba por la cabeza de Julia.
— El caso es que quedamos una tarde, me pidió perdón y me habló de ti —Samuel miró son seriedad a Julia—. Nunca lo había visto así, Julia, te quería de verdad, lo siento.
— Yo también lo quería —contestó conteniendo las lágrimas—, ¿no te dijo nada más?
— Eso fue lo único que hablamos. Hasta que, hará unos días, recibí una carta de lo más extraña —abrió el cajón de la mesilla y sacó un sobre idéntico al que había recibido Julia en el hospital—. Aquí está —dijo mientras desplegaba el folio y comenzaba a leer—.
«Iré al grano, Samuel, si estás leyendo esto es porque estoy muerto. Sé que no vas a llorarme, no te culpo, yo tampoco me lloraría después de cómo me he portado contigo. No intentaré explicarte mis razones, sólo quiero que sepas que lo siento y que siempre quise lo mejor para ti.
Mi muerte es sólo un pequeño accidente en un acontecimiento que supera todo lo que hayas vivido. Escribo esta carta sin miedo, sabiendo que es muy posible que mi vida termine en los próximos meses y buscando la manera de ayudar cuando ya no esté entre los vivos. No eres el único que ha recibido esta carta, hay otros, en varios países, que tendrán noticias similares con instrucciones para continuar con el proyecto. Tu papel es el más importante para mí, debes proteger a Julia de aquellos que tratarán de acabar con su vida. No tengo derecho a pedirte nada, pero debes entender que la humanidad depende de que Julia consiga terminar su trabajo. Habla con ella y lo entenderás.
Desconozco la prisa que se darán para acabar con ella, debes adelantarte. Te escribo aquí los lugares más probables en los que puedes encontrarla y añado una fotografía reciente para que sepas reconocerla.
Siento todo lo que pasó.
Isaac.»
Julia no pudo contener más el llanto y lloró en silencio. Lloró a la vez que dejaba marchar para siempre la esperanza de que Isaac siguiera vivo en alguna parte. Hasta ahora había pensado que quizás todo era un error, pero las dos cartas habían roto sus ilusiones en mil pedazos.
Samuel guardó la carta de nuevo en la mesilla y Julia se fijó más detenidamente en su rostro. Tenía la cara de estar cansado, probablemente no había dormido desde el día anterior. No parecía estar excesivamente triste, más bien se le notaba resignado al destino de su difunto hermano, ¿qué habría pasado entre ellos?
— El caso es —prosiguió Samuel— que te busqué en tu casa y me enteré de la explosión. Tuve que averiguar en qué hospital estabas y tendrías que ver mi cara cuando una loca en bata, que resultaste ser tú, casi se come el parachoques de mi todoterreno. No parecía que quisieran dejarte marchar, ¿no?
— Es complicado… —dijo Julia como única respuesta.
Se produjo un silencio en el que parecía que cada uno estuviera decidiendo si confiaba o no en el otro. Samuel se llevó otro croissant a la boca y trató de cambiar de tema.
— Deberías desayunar.
— No tengo mucho hambre —dijo mientras se incorporaba y se sentaba en la cama—, aunque ya ni recuerdo cuándo fue la última vez que comí algo.
Julia se miró el cuerpo, ya no llevaba la bata, en su lugar tenía un bonito pijama de mujer y sus heridas tenían buen aspecto, se veían limpias y curadas. La doctora Murillo le dirigió una mirada inquisitiva a Samuel que se ruborizó de inmediato.
—No miré nada, lo prometo, pero no podía dejarte dormir con lo que llevabas puesto.
—¿Me curaste tú? —preguntó ella, sorprendida.
—Sí, bueno, te limpié los cortes y te puse un par de puntos. No son perfectos, es lo mejor que podía hacer. ¿No lo recuerdas?
Julia dudó un momento mientras trataba de hacer memoria.
—Algo… —le venían imágenes inconexas a la mente— ¿Qué eres, médico?
Samuel no pudo evitar soltar una carcajada y, por un momento, el cansancio de su rostro pareció desaparecer.
—No, no, no. Soy fotógrafo, me gusta la escalada y he tenido que ir aprendiendo a buscarme la vida —Samuel se levantó de la cama—. Intenta dormir un poco más, yo voy a echarme en el sofá. Cuando te sientas con fuerzas podemos seguir hablando, te he dejado algo de ropa preparada, era de… —una sombra de tristeza pasó por su cara— no importa, te quedará bien.
Julia no sabía que decir, realmente necesitaba recuperar fuerzas y Samuel parecía decir la verdad, no podía negar su parentesco con Isaac, eso desde luego.
—Samuel.
Samuel se giró de nuevo hacia la cama.
—Gracias.
El hermano de Isaac le contestó con una encantadora sonrisa y salió del dormitorio cerrando la puerta tras de sí. Julia se acomodó en la cama y cerró los ojos, el sueño se adueñó de ella al momento y se durmió debatiéndose entre contarle o no a Samuel los secretos del proyecto Artemisa.