Además de admirarle, me cae muy bien Arturo Fernández. Es un hombre extremadamente elegante y educado (educación es lo único que exijo a mis entrevistados; que sean simpáticos, habladores o amables me da lo mismo). Es también un gran conversador, y suele dar titulares enjundiosos. Es ingenioso, políticamente incorrecto y va contracorriente dentro del mundo en el que se mueve. Aunque desde hace tiempo me asalta una duda: no sé hasta qué punto el personaje se corresponde con la persona. Se lo he preguntado alguna vez, pero siempre se me ha escurrido.
Como actor, Arturo Fernández lleva muchos años, ya lo he dicho, embarcado en la comodidad. Él lo justifica en el público; dice que es lo que quiere ver y que hay que dárselo. Por ello navega en comedias amables, entretenidas y divertidas (alguna escrita a medida para él), donde encarna a personajes seductores, triunfadores y que saben llevar los trajes con elegancia. Muchos le acusan -también a su teatro- de trasnochado. Pero -y eso es un hecho- el público le responde desde hace años. Albert Boadella, hace unos días, nos decía a un grupo de periodistas que la gente de su generación renegaba y se burlaba del teatro que representaba Arturo Fernández. «Tratábamos de hacer un teatro popular en contraposición con el teatro burgués que decíamos que él, y otros como él, hacía. Pero al final, es Arturo Fernández quien hace el verdadero teatro popular y nosotros los que hicimos un teatro burgués». Y concluía que esos prejuicios, afortunadamente, han desaparecido entre la gente joven que hace teatro. En eso yo no estoy totalmente de acuerdo.
Algo de todo eso hay en «Ensayando Don Juan». Albert Boadella le ha escrito a Arturo Fernández un personaje a la medida, y lo pone como ejemplo de un teatro y de unos tiempos con valores diferentes de los que priman ahora. Contrapone a su personaje (un actor veterano que interpreta al Comendador en una producción «modernísima» del Tenorio) a las maneras de la directora, empeñada en desmontar el mito y que exige a sus actores «naturalismo», convirtiendo su montaje en una sucesión de rarezas (caricaturizadas y exageradas por Boadella).
La obra, que presenta notables aciertos, está llena de clichés; su autor estira las situaciones excesivamente, y la caricatura acaba por perder eficacia. Pero en medio emerge la figura de Arturo Fernández, que a la moderación en sus tics (Boadella le escribió un «chatín», pero el propio actor le pidió que lo quitara) une un aspecto que en otros montajes suyos había descuidado: la ternura. Recita además los monólogos de Zorrilla con sabiduría y buen gusto, y demuestra (una vez más) su talla de extraordinario actor; algo que, como montar en bicicleta, nunca se olvida.
La foto, de mi amigo y extraordinario fotógrafo Ignacio Gil, se la hizo en septiembre de 2013, tras una entrevista que le hice al actor