Revista Cultura y Ocio
Cuántas veces me has tenido así, oh Dios cuántas, a cara de perro, los dientes apretados, los puños dura piedra, los ojos en la V de las víboras, ardiendo de rabia, quemando la ira soterrada de tantas y tantas noches de insomnio e impotencia, tanto y tanto grito reprimido; me hice hombre año a año, noche terrible tras terrible noche, los pulmones derrengados golpeando tu muro; me hice sombra, día a día, noche trágica tras trágica noche, cuerpo y alma, ambos dolor, arañando a garra desnuda y sangrante mirada tu sorda muralla. Cuántas veces nos hemos enfrentado desde entonces, cuántas oh Dios, ha resistido mis ataques tu ciudadela, me has devuelto de un bufido al cieno que me reservaste y que, oh Dios, has de saberlo, hasta el último de mis alientos me resistiré a ser. Tendrás que matarme si quieres callar esta voz que desde lo pequeño y último te desafía, tendrás que partirme en dos, comerte mi corazón, rebañar con los dedos lo sagrado de dentro, si es que quieres dejar de sufrir mi embestida. Hecho a tu imagen y semejanza, a cabezota, hijoputa y cabrón, sin embargo, no me ganas, no en vano tengo de mi parte la fuerza imparable del que, nacido para reptar con la cabeza gacha, se atrevió a levantarla, bañarse de luz la mirada. Jamás sabrás mis motivos, no has de catar mis certezas, mi ancho dolor, de sol a sol, es sólo mío; lejano y seguro como te sabes en ese alto picado desde el cual todo lo miras, nunca ha de estar a tu alcance un agridulce segundo de ser humano: somos esos pececillos de colores que enseñar a las visitas, allá en lo hondo y oscuro de tu acuario. Cuántas veces todavía, oh Dios cuántas, has de sentir en tu panza gorda el cosquilleo de mi pica, en tu sucia barba lo húmedo y pegajoso de mi desprecio, si es que no te das prisa y acabas ya con este pececillo deslenguado, bastardo y patético. No me daré por vencido: eres el padre que nunca quise, sólo pensar que algo de tu sangre es también la mía la náusea me sube a la boca en torrente, me mataría aquí mismo y ahora si no me quedase la ilusión, la eterna frustrada esperanza de verte algún día muerto a mis pies, bajado a la tierra con mis propias manos, al barro y la mierda, desde lo alto de tu ubicua muralla. No has de caer, lo sé, oigo tus carcajadas. No he de vencer, lo sé, a desengañado tampoco ganas. Pero aquí estaré, y allá estarás tú. Ahora, hoy, probablemente también mañana: cuántas veces, oh Dios cuántas, nos hemos todavía de enfrentar tú y yo las caras. Hasta que el juego te aburra y me sueltes a la espalda, a la espalda siempre —ésa es tu inconfundible marca—, los perros de la Muerte, esa Gran Perra que tienes tan bien entrenada. Mírame a los ojos entonces si es que tienes arrestos, oh Dios, mírame mirarte por última vez mientras los perros me estén devorando: este orgullo en fuego de haberte combatido, de haberme negado con todo mi ser a ser hijo tuyo, te ha de quemar de vergüenza la cara...