Por Dixie Edith
La carrera de Daniela comenzó como una novela rosa. Apenas un par de meses después de iniciar su primer año de Biología, en la colina universitaria capitalina, un muchacho que se presentó como estudiante de Ingeniería Informática le pidió amistad en Facebook. Al principio todo fue muy romántico, le enviaba flores y regalos virtuales cada mañana y se veía espectacular en su foto de perfil, recuerda la muchacha.
Se enamoraron entre mensajes y sesiones de chat, la mayoría de las veces largas y lentas, robadas a la conectividad universitaria. La primera frustración llegó cuando Daniela conoció cara a cara a su galán virtual.
“Su foto de perfil era una trampa, no era de él; tampoco estudiaba Ingeniería sino Física, en mi misma universidad, y llevaba todo ese tiempo observándome cada día. Aunque me chocó un poco, yo estaba muy enamorada y lo pasé por alto, pensando que él era muy tímido”.
A partir de ese momento, la vida de la muchacha se empezó a salir de control. El novio revisaba sus sesiones de Facebook y le bloqueaba amigos, respondía por ella a los comentarios y ofendía desde el perfil a cualquiera que le provocara celos, incluso a familiares y otras amistades.
Daniela aguantó seis meses. Cuando rompió la relación, la violencia se intensificó.
“Me robó el móvil y me esperaba a la salida de la facultad. Mi papá fue a la policía y le dijeron que no había ninguna prueba de acoso porque ahora todos los jóvenes jugaban así en internet. Finalmente, uno de mis profesores lo llamó y le dijo que, si se me volvía a acercar, él iba a establecer una denuncia en la universidad y no iba a poder graduarse”.
Daniela tiene hoy 27 años. Con acompañamiento psicológico logró su título de bióloga hace unos cuatro y ahora trabaja en un importante centro de investigaciones capitalino. Pero, a diferencia de la mayoría de sus amigos, no quiere recordar los tiempos universitarios. Y aunque pasa más de la mitad de su día frente a una PC, no tiene perfiles en LinkedIn ni en Instagram; ni siquiera en Facebook o Twitter. Tiene un celular, pero no quiere cuentas Nauta ni datos móviles; le basta con su correo electrónico institucional. Daniela no ha logrado volver a ser una joven “de su época”, como le dicen sus compañeros de trabajo. Daniela no se llama Daniela.
Datos globales de 2016 estimaban que cerca de 75 por ciento de los usuarios de internet menores de 25 años contaba con un perfil en alguna red social. Cuba ha debutado vertiginosamente en esos conteos estadísticos. Según el muy reciente Informe Digital 2020, sobre tendencias digitales y de redes sociales en todo el mundo, el país cuenta hoy con una penetración de internet en su población superior a la de la media mundial.
El estudio, que elabora desde hace nueve años la agencia creativa especializada en social media We Are Social en conjunto con Hootsuite, la plataforma más utilizada internacionalmente para la gestión de redes sociales, afirma que en 2019 ya estaban conectados a internet 7.1 millones de cubanos, el 63 por ciento de la población del país. Entre 2017 y 2018, además, la presencia de internautas desde la nación caribeña se consolidó en YouTube y se extendió a plataformas como Instagram, que parecían muy lejanas al contexto nacional, aunque Facebook sigue liderando el ranking de acceso en las redes desde este lado del mundo.
Pero en estos contextos novedosos hay cosas que no cambian, que no evolucionan: los estereotipos y la violencia de género se transmutan y perpetuán en el mundo virtual. Datos diversos, producidos en muchas partes del mundo, confirman que internet y sus redes sociales, las redes móviles y otros espacios de interacción digital se han convertido en sitios de preferencia para replicar patrones machistas de comportamiento, con la amenaza agregada de que permiten novedosas y efectivas formas de dominación y control.
Y el crecimiento de la conectividad en la Isla –por su propia velocidad, entre otras razones- no ha venido acompañado, a igual ritmo, de aprendizajes para prevenir y enfrentar estos fenómenos.
En su conceptualización más general, el ciberacoso implica el uso de las TICs como plataforma de una conducta intencional, repetida y hostil de una persona, o de un grupo, para hacer daño a otras. Es una forma de violencia que se ha venido acentuando, dada la facilidad con la que se utilizan diversos medios como los correos electrónicos, chats, mensajes de texto y redes sociales.
Aseguraba la doctora Isabel Moya Richard que, independientemente del soporte: impreso, radial, audiovisual o digital, en los medios de comunicación prima la reproducción del sexismo a través del lenguaje, los contenidos y las imágenes articulando un ámbito de representación de ideologías, prácticas y creencias asentadas en la cultura de la desigualdad que legitimó la discriminación de las mujeres. Los entornos virtuales, obviamente, no están al margen de esa reflexión.
El sexismo mediático, calificado como violencia simbólica, resulta –junto al desarrollo desenfrenado de las TICs- caldo de cultivo esencial de la proliferación de prácticas como el ciberacoso. Esta nueva expresión de violencia de género apareció al principio en formas sutiles, pero rápidamente creció y se convirtió en ataques abiertos en línea, en revelación directa de información íntima a través de teléfonos celulares o redes sociales, en hacer que fotos y vídeos se vuelvan virales y en la creación de sitios web para vengarse de anteriores parejas, mediante la publicación de materiales personales que habían sido cedidos con confianza y sin consentimiento para compartirlos o divulgarlos.
Así, frente a las potencialidades de las TICs, y casi al mismo tiempo, empezamos a familiarizarnos con términos como delitos telemáticos, suplantación de identidad en las redes, grooming (acoso a menores), ciberbulling (uso de los medios digitales para ejercer el acoso psicológico entre iguales), o sex-torsión (chantaje o acoso al que es sometida una persona por parte de otra que emplea una imagen suya con carga sexual, que previamente ha obtenido, legítima o ilegítimamente).
Y para quienes piensan que eso aún está muy alejado de la nuestra realidad cotidiana, basta recordar el caso de acoso virtual masivo ocurrido en la región oriental y publicado hace pocos meses por el diario Juventud Rebelde.
En paralelo, indagaciones aún en curso entre estudiantes de la Universidad de La Habana aportan otras pistas. Con algunas variantes definidas por el contexto cubano, los resultados obtenidos en entrevistas grupales con medio centenar de universitarios de ambos sexos apuntan a brechas y amenazas similares a las que identifican investigaciones internacionales, pero revelan, sobre todo, un empleo aún “ingenuo” de las TICs.
La mayoría de estas muchachas y muchachos confesaron ser víctimas de lo que consideran como “la violencia más habitual” en las redes, o sea, recibir insultos y palabras ofensivas con fines de ridiculización. Sin embargo, la mayoría de quienes denunciaron esta forma de maltrato también lo justificaron diciendo que se trataba de “bromas pesadas entre compañeros”, defendieron que “no era importante”, y aseguraron que cuando uno va a la escuela “tiene que saber ‘aguantar chucho’”, lo que confirma lo muy naturalizado que se encuentra el bullying en nuestros ambientes escolares.
En el terreno de las relaciones de género, aun sin ser mayoría, una parte de los estudiantes reconoció haber recibido videos o imágenes de desnudos, pornografía, o mensajes con proposiciones sexuales. Paradójicamente, a pesar de ello, muy pocas de las muchachas identificaron estas prácticas como acoso sexual. Las principales formas de ciberacoso mencionadas fueron: mensajes ofensivos, imágenes sexuales o comentarios negativos “en respuesta a lo que se postea”.
Ante la interrogante de si sus parejas tenían acceso a sus móviles o a sus perfiles en redes sociales, más de la mitad contestaron afirmativamente y explicaron que eso era algo “normal”. Todas eran de sexo femenino.
“No me parece un problema que mi novio me revise el celular, yo no tengo nada que esconderle”, justificó una.
“Mi novio estudia en la CUJAE y siempre estaba preocupado porque yo tenía clases por la tarde y llegaba casi de noche, así que se buscó una aplicación y siempre está al tanto de mi por el GPS, cuando ve que me desvío del camino de regreso a la casa, me llama”, contó otra.
Y si de fotos se trata, es notable cómo estudiantes –esta vez de ambos sexos- no reconocen como una violación de la privacidad subir a las redes fotos o videos de sus parejas y amistades. Nadie consideró que era necesario pedir permiso para compartir este tipo de materiales, incluso cuando alguno confesó haber recibido quejas por ello.
Resulta preocupante la existencia de manifestaciones de violencia simbólica y de dominación en las redes sociales disfrazadas de “preocupación” o “muestra de amor”, con lo cual quedan invisibilizados sus riesgos. El hecho de que las parejas compartan perfiles y contraseñas de redes sociales como un signo de confianza resulta apenas un disfraz del control que se traslada del mundo “real” al “virtual” cuando se monitorean, pesquisan y cuestionan las interacciones en los muros; cuando se limitan cuáles amistades aceptar, o con quiénes socializar. Cuando, incluso, se controlan los celulares o correos de la otra mitad de la pareja.
Las posibilidades de las TICs como herramientas para el desarrollo del país son infinitas. No caben dudas. Y a ellas hay que apostar. Pero, en paralelo, urge analizar y prevenir estos otros asuntos. Necesitamos investigaciones, pero, sobre todo, herramientas, porque a menudo en temas de género se hacen muchos estudios, pero pocos instrumentos concretos.
En Cuba el escenario se torna más complejo; porque si bien el fenómeno aún no se aprecia en grandes dimensiones –básicamente por la tardía llegada a los entornos digitales- también nos cuesta identificarlo, por obra y gracia de la tradición patriarcal que nos signa.
Nos toca, por tanto, seguir trabajando sobre las desigualdades de género que dan lugar a la violencia, en el mundo real y en el virtual. En ese camino, además, desde los medios, debemos repensar los discursos que se construyen sobre el tema y la forma en que se educa para interactuar con las tecnologías. Para que no se instale el terror en las autopistas de la información.