Su hija se había ido sin meter demasiado ruido, lo cual agradecía. Se levantó poco después, y se duchó sin apenas dar la luz y reparar en lo que tenía enfrente. Antes de cerrar el grifo se hizo una paja de manera automática, sin dedicarle demasiado tiempo, como parte de un ejercicio matinal rutinario.Cuando se estaba secando con una toalla deshilachada se miró en el espejo y se vio un poco fondón para lo delgado que había sido. Estaba entrando en una edad complicada. No quería ni pensarlo. Quizá debería ir a uno de esos gimnasios de moda, dijo en voz alta palpándose el vientre. Los había probado un par de semanas cuando dejó el taxi y necesitaba ponerse en forma. Había sido incapaz de continuar. Le molestaba el ambiente cargado, la disciplina estúpida, y el aburrimiento de correr en una cinta o levantar unas pesas durante horas mirando a un televisor. Aunque, sobre todo, lo que no soportaba era ver a esos niñatos rasurados hasta los testículos con poses de madonas. Era patético presenciar a tanto afeminado enseñando sus músculos. Iban al gimnasio como a un pase de modelos y ninguno de ellos tenía media hostia.Según desayunaba un zumo de naranja de bote, recibió una llamada rápida de su amigo Trajano diciendo que se olvidase de la teoría del suicidio, que había sido un asesinato en toda regla. La zona del orificio, la posición de la mano y la ubicación en el suelo de la pistola no concordaban; y, sobre todo, el lugar del cadáver. Lo que ya se temían. Eso significaba más presión para él porque comenzaría la cacería del culpable y el primer culpable siempre era el investigador, aunque fuese privado. No le apetecía mucho estar en el pellejo de Barredo, aunque le interesase egoístamente que le fuese mal. Se aceleraba la investigación. Había decidido actuar. Pero para eso necesitaba la agenda del catedrático que contendría muchos de los potenciales asesinos. Por ello, se acercó a casa de Mónica Barandiarán para intentar conseguir la información prometida. La casa de la viuda estaba situada en uno de los edificios neoclásicos que daban al parque. Su exterior era lujoso, aunque su interior superaba con creces el orgullo de las fachadas, con un portal de mármol y una enorme lámpara art deco. Cuando tocó el timbre fue abierto por una señora regordeta vestida con una cofia ridícula que le hizo pasar al salón. No había querido avisar con antelación porque esperaba encontrar el ambiente sin estar preparado. Aun así, parecía que le estuviese esperando o, al menos, que supiese algo sobre su posible llegada, porque la mujer no se extrañó y tampoco le intentó disuadir de que entrara. Le dijo que la señora estaba a punto de llegar, pero que le iba a avisar por teléfono. El le agradeció el gesto y se quedó husmeando un poco el abigarrado salón.La estancia contaba con unas molduras de gran tamaño que reflejaban frutas y en las paredes había una amplia biblioteca repleta de libros técnicos y de enciclopedias, entre las que destacaba la Espasa-Calpe. Además, se podía ver un conjunto de pinturas abstractas colocadas en las paredes y en varios trípodes. Despuntaba un cuadro familiar donde se dibujaba a la pareja de joven, él sentado en una butaca granate de orejeras y ella, recostada en uno de los brazos, agarrándole por cariño por detrás. Ambos parecían felices y ricos dada la presencia de joyas y relojes en la tela. Había sido una mujer muy guapa, y se llevaba bastantes años con su marido. ¿Tendrían hijos? Los papeles de Adriana no decían nada al respecto. Miró las fotografías que se esparcían en distintos muebles. Había un foto pequeña ovalada de un bebé y otra mayor de un crío como de cinco o seis años con una pelota en la mano, pero ambas eran bastante antiguas y no poseían demasiada nitidez. Cuando Mónica Barandiarán entró veinte minutos después, le saludó cordial mientras se soltaba el abrigo negro, alargaba la mano que él estrechó de forma solícita, y hacía algún comentario de sorpresa por la visita. Se sentaron uno frente al otro. Le dijo si quería tomar algo, un café o un refresco. El le pidió una cerveza, si no era molestia. Las órdenes fueron dadas por la dama con eficiencia y mesura. Entretanto, Malpartida por delicadez aprovechó para preguntarle cómo se encontraba, y cuándo se celebraba el funeral que había sido retrasado por las circunstancias. Ella le agradeció el interés, pero no quiso entrar en detalles. Se limitó a decirle frases banales como bien, con tristeza, todo en orden, mañana y poco más. No parecía que quisiese compartir con él sus tribulaciones, si es que las tenía, porque también era posible que ella no estuviese sufriendo mucho y todo fuese un fingimiento, pero no era fácil averiguarlo. No sería el primer caso de una viuda que se alegraba del fallecimiento de su marido. Ni sería el último. Fue por eso que Ricardo cambió el tema y, sin darle demasiada importancia, le recordó el motivo de su visita, quería recoger sus encargos, en concreto, la agenda. Por otra parte, aprovechó para pedirle que le dejase echar un vistazo en el despacho de su marido. Podría haber alguna cosa de interés para la investigación que hubiese pasado desapercibida a la policía o a ella. Mónica aceptó y le acompañó al lugar, tras un largo corredor, donde le entregó unas fotocopias de la agenda de su marido, pues la original se la había llevado la unidad de investigación. – Menos mal que usted me avisó –dijo con una sonrisa seca–. De lo contrario nos hubiéramos quedado sin el material. Lo han desordenado un poco todo, aunque han sido cuidadosos.Tras ese comentario se despidió dejándolo sólo mientras se iba a poner cómoda. – Tómese su tiempo. Está en su casa.Malpartida agradeció el detalle aunque era consciente de que la mujer no lo decía en serio, era simplemente una frase cortés de persona educada. Entonces se quedó un rato observando el conjunto sin moverse. Giró sobre sus talones. Quería detectar los aspectos más relevantes de la personalidad de Mato en su propia habitación, en el lugar donde habría pasado mucho tiempo consigo mismo. ¿Qué le decía lo que veía? Repasó el espacio con parsimonia: el despacho daba a los jardines. Tenía una mesa excesivamente grande para las dimensiones de la habitación, un sillón desgastado en la parte del asiento y en la espalda, una lámpara verde, una alfombra granate manchada de grasa o de ceniza, un reloj antiguo, múltiples carpetas apiladas de mala manera con títulos en sus portadas, bolígrafos y lápices de todos los estilos y estados, una foto oficial de El Presidente de El Gobierno y algún que otro cuadro con sus títulos. Además, olía a nicotina. Angel Mato debía fumar mucho y el olor había impregnado las cortinas y los muebles. Se veían también algunas llaves, unos post-it con algunas anotaciones inconexas para Malpartida, un bloc de unas conferencias y un mapa plegado de Tel Aviv. Desde luego, todo se había dejado con idea de volver. Le sorprendió hasta cierto punto no encontrar un ordenador ni una televisión. Se veía que Mato provenía de otra época y que esos avances todavía no los había introducido en su vida. Sin embargo, había un aparato de diapositivas. Tampoco parecía que utilizase un móvil propio pues no vio ningún cargador ni publicidad al respecto de cualquiera de las operadoras. Trajano tenía razón, no sabía utilizar demasiado bien la tecnología. Convendría confirmarlo con su mujer. Aprovechó el tiempo para abrir alguno de los cajones y ver lo que descubría. Todo estaba lleno de revistas, papeles con anotaciones indescifrables, pequeños cuadernos con dibujos y esquemas, algunos sobres repletos de fotos. También vio alguna medicación y extractos del banco. Aprovechó para coger uno de estos últimos, aparte de una muestra de su escritura. Quería que se la analizase un grafólogo. Deseaba conocer la personalidad íntima del difunto, aunque ya podía intuir que Mato era un hombre bastante desordenado, que trabajaba mucho, que era egocéntrico dada la cantidad de fotos y títulos que pululaban por la casa, que tenía sus achaques. Se veía que seguía siendo un hombre activo, que parecía abarcar mucho, pero que su capacidad de concentración no era ya suficiente dado el caos de libros y carpetas. – ¿Ha encontrado algo de interés?, le preguntó su viuda cuando vino a rescatarlo media hora más tarde.– Realmente no, pero todavía debo examinar con calma la agenda. Me hacía una pregunta mientras le esperaba: ¿tienen hijos? He visto una foto de un niño en el salón.La mujer quedó callada. Su cerebro parecía que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por encarar la pregunta.– Le dije la primera vez que nos vimos que mi marido era un hombre fuerte, que había vivido situaciones difíciles previamente, ¿recuerda?Asintió. Había dicho algo parecido, lo recordaba. – Pues bien, tuvimos un niño cuando vivíamos en Estados Unidos, pero falleció cuando apenas había cumplido seis años. Fue una terrible desgracia. Aún así mi marido se repuso y siguió dando lo mejor de sí mismo, aunque con mayor tristeza. Quizá ese fue el cambio que notó en alguna de las fotos, cuando dejó de ser tan brillante, cuando parecía que había perdido algo de su esplendor. En cualquier caso, no quiso indagar más. Barandiarán se había ensimismado. Malpartida sintió que no era cuestión de sumar una desgracia reciente a otra antigua e intentó cambiar de tema. Ya se enteraría del asunto por medio de otras personas. En esos momentos no era relevante para lo que se traía entre manos. – Lo siento –dijo levantándose de la butaca para romper el clima de tristeza–. Por cierto, ¿ha podido recordar algún hecho destacado de los últimos días?Mónica Barandiarán no tenía muchas aportaciones que hacer o si las tenía la pregunta sobre su hijo las había frenado. Le contó de manera superficial que llevaba unos meses más ajetreado de lo normal y con bastante mal humor. Ella se lo había achacado a los momentos previos y posteriores a la jubilación, que siempre eran complicados en hombres muy activos, pero no estaba segura. El era muy prudente con sus cosas profesionales.Estuvieron charlando un rato más pero estaba claro que la conversación había acabado por ese día. Antes de marcharse le preguntó por el manejo de los aparatos electrónicos y si su marido utilizaba el móvil.– No, no le gustaban nada. No los entendía bien. Decía que se había quedado en la era del blanco y negro. Cuando necesitaba llamar o ser llamado, usaba mi teléfono o el del chófer. A mi marido le parecía una estupidez llevar ese aparato, decía que sólo la gente poco importante lo manejaba.