Revista Cultura y Ocio

Asesinato-Capítulo 19

Por Gfg
Al día siguiente, mientras el portero seguía informándose con esa lentitud que le caracterizaba sobre el chófer de Mato, decidió acercarse a las oficinas de Construcciones Arcadia, la empresa que estaba haciendo la rehabilitación de la zona cuando se encontró el cadáver. Las oficinas de la constructora se ubicaban en el bajo de un edificio levantado recientemente en medio de la ciudad. En la entrada, el guarda de seguridad le preguntó a quién iba a visitar. Le contestó, para ver si colaba, que había quedado con el señor Zumendia.
– El DNI, por favor –pidió con esa antipatía clásica de los vigilantes y con un gesto instintivo hacia su porra.
– Lo siento, nunca lo llevo, pero soy detective.
El guarda, sorprendido y molesto, estuvo a punto de echarle con cajas destempladas, pero su instinto le hizo desistir y, tras la llamada de rigor, le dejó subir al primer piso donde se ubicaba la dirección. Una secretaria mayor con mirada aviesa y sonrisa falaz le salió al paso y le dijo que lo sentía, que el señor Zumendia estaba muy ocupado en ese momento y que sin cita previa era difícil verle, que cuál era la razón de su visita.
– Estoy investigando el asesinato del científico encontrado en la Alameda –dijo sin inmutarse.
Ese comentario no sirvió para alegrar a la mujer que hizo un gesto intenso de desagrado. Desde luego, la situación les había otorgado una publicidad un tanto macabra, aunque ellos, como empresa certificada con un sistema de Responsabilidad Social Corporativa, no tenían nada que temer.
Tras la consulta de rigor, le comentó que el director general le atendería, junto con el señor Garrido, responsable de comunicación de la compañía.
– Tendrá que esperar al menos una hora hasta que acabe la reunión –le comentó la secretaria con un mal disimulado placer e intentando desanimarlo.
– No se preocupe –le respondió Malpartida–. Si algo sabe un detective, señora, es esperar–, y se sentó en una recepción configurada por una mesas baja y unas cuantas sillas modernas en donde apenas entraban sus posaderas–. ¿No tendrá un periódico a mano?
La sala estaba decorada con fotos antiguas de La Ciudad y un plano antiguo de 1867 elaborado por los ingleses. También destacaba alguna imagen de las obras abordadas por la empresa constructora en los distintos pueblos de la metrópoli.
Hojeó las noticias y observó que el asesinato todavía coleaba en las páginas interiores, aunque con menos vigor que en las anteriores ediciones. Había una corta mención a la intervención de Guillermo Mato en la Iglesia. Se veía que los acontecimientos diarios iban cambiando las prioridades y que la muerte de tres jóvenes en un accidente de tráfico, mientras iban borrachos a ciento veinte kilómetros/hora por una carretera comarcal, centraba la atención de los redactores.
Cuando acabó el periódico se entretuvo espiando a la vieja y viendo los movimientos de los currelas que trabajaban en sus escritorios. No eran muchos, cuatro o cinco sentados juntos al final de la sala y compartiendo mesas. Todos estaban con las cabezas metidas en sus ordenadores, como queriendo pasar desapercibidos de algún poder oculto. Debía ser del poder de la secretaria. Le recordaba a su profesora de escuela, iba y venía, miraba y supervisaba, y todo el mundo le contestaba con cierto temor. Le sorprendió la forma sincopada de trabajar. Estaba convencido de que la mayoría no sabía lo que estaba haciendo en esa oficina y para lo que servía su labor. Probablemente ni la propia administrativa. Aunque le dio la impresión que la mujer debía ser o familiar o ex amante del jefe por la cuota de poder que acaparaba con rabiosa fiereza. Como hablaban bajo, no lograba oír nada y se sentía como cuando veía sin sonido los anuncios de la televisión.
Después, su mente se concentró en el personaje al que iba a entrevistar. Malpartida no estaba metido en política. No le interesaba en absoluto esas luchas fraticidas, pero seguía a los actores principales. Era consciente de que solían influir en sus investigaciones, por acción u omisión. A eso había que sumarle, los incesantes murmullos de la villa que servían para actualizar y contrastar las versiones y poner algo de picante en las monótonas vidas cotidianas.
Sabía que Zumendia era un hombre influyente a nivel local que había comenzado en las juventudes de El Partido. Había seguido la típica progresión de los torpes –pero en este caso sin serlo– pasando de líder de la sección juvenil a concejal de un ayuntamiento de tercera hasta llegar a uno de primera y, por fin, recalar en alguno de los organismos públicos, donde el sueldo solía superar sus capacidades. Desde ahí también se encargaba de ciertos chanchullos asociados a la financiación ilegal, tan arraigada para poder pagar las campañas millonarias de los partidos.
A partir de ese momento había saltado a la empresa privada y fue contratado por Construcciones Arcadia para aprovechar el boom del ladrillo y sortear los problemas burocráticos que todo tipo de promoción conlleva, sobre todo, en las zonas no urbanizables.
Pero Zumendia era un hombre innovador e iba más allá. Se había especializado en ciertos proyectos con una dificultad intrínseca por contener inquilinos que había que desalojar y que la ley no permitía sin su consentimiento expreso.
– Gracias por atenderme –le dijo sin dejar de mirarle a los ojos cuando por fin pasó a su despacho y le pidió que se sentase en una mesa de reuniones de grandes dimensiones paralela a su escritorio.
Zumendia era una persona madura, de unos cincuenta años, con una frente despejada y pelo más largo de lo habitual para su cargo y para su edad. Vestía un poco desigual, como si no estuviera muy seguro de sus gustos y fuese otra persona la que decidiese la ropa. A su lado se encontraba Gonzalo Garrido, experto de comunicación que ni siquiera se presentó, calvo, mudo, hierático, como cohibido ante su jefe. Parecía que el empresario lo quería simplemente como testigo de la conversación.
– Tengo poco que aportar. Y lo poco que tengo se lo he facilitado ya a la policía, le dijo con un gesto aburrido.
Los días estaban siendo intensos también para él cuyo negocio no se paraba a pesar de los acontecimientos.
– Imagino que una situación como ésta no es agradable –le dijo Malpartida de manera introductoria sin querer provocarle rechazo o que se sintiese amenazado por él de alguna manera.
– Por supuesto. A nadie le gusta lanzar una promoción inmobiliaria con un cadáver en la trastienda –respondió medio irónico, medio serio–. Y menos en esta ciudad tan histérica donde todos nos conocemos. Una cosa así pasa en Nueva York o en París y nadie se entera.
Desde luego, tenía razón. No era agradable el tema. Aunque bien mirado en cualquier casa había una estela de cadáveres acumulados a lo largo de décadas. Era cuestión de visualizar la propia habitación e imaginarse al anciano agonizante, a la tía soltera colgada de la viga o al niño electrocutado con el enchufe. Pero eso era una cosa y otra muy distinta encontrarse al muerto in situ en el edificio que se había comprado o que se iba a comprar.
– A pesar de ello –continuó– la gente tiene corta la memoria y pronto se olvidará de todo. Con la que está cayendo con la crisis. Piense que todavía debemos construir los nuevos edificios y eso llevará, al menos, un par de años. En cualquier caso, tengo ganas de que se resuelva la situación cuanto antes y que los periódicos dejen de hablar y de decir tonterías.
Difícil, pensó Malpartida ante la cara de circunstancias del asesor de comunicación que parecía no estar muy de acuerdo con las afirmaciones de su jefe. Al menos compartían algo en común. A él mismo tampoco le interesaba que los periodistas metieran demasiado la nariz en el asunto. No iban más que a complicar la investigación y destripar pruebas.
– No me extraña. Encima, la pobre anciana que falleció en el acto. ¡Qué ilógica es la vida!
– Cierto. Una pena. Begoña Ortiz era una gran mujer que no pudo soportar tantas emociones en un mismo día. Todavía la visualizo con su cabellera blanca y sus gestos suaves. Todo un encanto.
Zumendia no parecía un hombre desalmado. Es más, parecía una persona razonable a la que, no sólo le interesaba su negocio sino también sus clientes. Desde luego a veces las percepciones juegan malas pasadas, se dijo Malpartida pensando en un antiguo colega de taxi al que le obsesionaba ese tema. Creemos lo que los otros quieren que creamos, para bien o para mal.
– Lo siento muchísimo –añadió Zumendia– porque había sido de gran ayuda para convencer al resto de los inquilinos de la conveniencia de la operación.
Según le explicó, la transacción inmobiliaria era muy complicada y había comenzado dos años antes con una primera negociación con El Ayuntamiento. El edificio, que cortaba la Alameda y que había que derribar, tenía inquilinos –propietarios o arrendados– que debían ser indemnizados y recolocados en otras viviendas mientras se destruían sus hogares y se construían los nuevos. Un proceso lento y delicado que no estaba al alcance de cualquier empresa.
Como había muchas personas mayores y desconfiadas, no era fácil llegar a un acuerdo que, por ley, debía ser unánime para poder llevarse a cabo. Así que Zumendia y su gente tuvieron que pasar mucho rato negociando con cada uno de ellos y vendiéndoles las bondades del proyecto, utilizando toda su diplomacia y su capacidad de persuasión.
– He pasado meses con estas personas, se lo aseguro.
Lo que no estaba claro es si también tuvo que utilizar la amenaza para finalizar el negocio. Porque siguiendo esa lógica, los últimos inquilinos tenían derecho a vetar la operación, tomando una posición de fuerza. De esa manera, se llevaron proporcionalmente una mayor cantidad de dinero que los primeros, seguro. Sin ellos, hubiera sido imposible cerrar el proyecto.
– ¿Tiene alguna idea de por qué Angel Mato estaba allí en la inauguración? –disparó Malpartida un poco al azar.
El detective quería entender las razones de la ubicación de cadáver y alguno de los operarios podría haber visto u oído algo.
– Vivía ahí –contestó el constructor con despreocupación, sin darse cuenta de que Malpartida se incorporaba como una palanca. La sorpresa fue mayúscula. Ricardo tuvo que volver a recomponer sus creencias.
– ¿Qué quiere decir con que vivía ahí? –preguntó algo alterado.
– Que disponía de un pequeño apartamento. Lo había arrendado hacía tres o cuatro años, por lo que yo sé. Y fue de los últimos en abandonar el edificio.
– Entonces, ¿conocía a Mato personalmente?
– No mucho. Le había visto un par de veces, pero nunca negociamos con él. La negociación fue con el propietario, un hombre que residía en Barcelona y al que no le interesaba mantener la vivienda. Por eso la había alquilado como un simple negocio. No puso nunca demasiados impedimentos a la operación inmobiliaria. Sólo quería el dinero. Lo que no sé es qué sucedió en la relación con su inquilino.
– ¿Y para qué quería ese apartamento? Tenía su casa donde vivía con su mujer y yo he visto su despacho donde trabajaba.
Mientras decía eso se acordaba de que Mato nunca comía en casa y tampoco volvía pronto. Quizá todos esos compromisos eran una exageración ficticia para su mujer y se recluía en su otra vivienda. Pero, ¿por qué motivo?
– No tengo ni idea. No me dedico a espiar a mis conciudadanos. Usted es el detective. Desde luego no hemos encontrado nada significativo, ya que estaba vacío y lo poco que había se lo ha llevado la policía. Lo mejor es que hable con el propietario o con alguno de los vecinos. Ahí no puedo ayudarle.
Malpartida comenzó a entender la razón por la que el cadáver estaba en el edificio. Zumendia le enseñó los planos y la ubicación de su apartamento y el lugar donde se encontró el cuerpo. Por lo que le mostró, ocupaba la planta baja, junto a la zona de los sótanos. Era un sitio algo apartado del área principal del edificio. Un buen escenario para un crimen.
Según parecía, alguien se había acercado hasta ahí hacía algo más de una semana y había cometido el asesinato, con total impunidad, cuando ya no había nadie.
– ¿Y no oyeron ni sospecharon nada?
– Parece que no. O, al menos, nadie me comunicó nada, lo cual no es raro. Piense que una obra de estas características lleva un proceso de andamiaje y cerradura complicado. La seguridad no la ponemos hasta el último minuto, cuando llegan los materiales y hay que preservar los robos. Con toda probabilidad Mato siguió yendo ahí a pesar de que el edificio estaba ya vacío.
– ¿Quién más tenía acceso a él?
Zumendia comentó que sólo el arquitecto jefe y el director de obra, aparte de los empleados que hacían las acometidas. Pidió ver a los dos primeros. La petición le fue concedida de inmediato. Uno de ellos se encontraba de viaje y no pudo acudir.
Malpartida intercambió impresiones con el arquitecto jefe –alto, desgarbado y excéntrico– que corroboró la versión de su director. Según el arquitecto, habían comenzado la preparación de las obras justo el día después del asesinato. Así que difunto y asesino se habían visto las caras en solitario un poco antes del lío de operarios, había asesinado o metido en uno de los sótanos, cerrado con llave y, seguramente, apuntalado con algunos muebles viejos para dificultar la fácil apertura. No estaba mal.
Tras la conversación, y ya en el descansillo, recibió un mensaje claro de Zumendia que le pareció un tanto extemporáneo:
– Yo que usted lo dejaría a la policía. No es un asunto para que metan las narices los aficionados.

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