Ojeroso y con la barba mal afeitada, Malpartida llamó a la puerta del administrador de fincas. El despertar había sido complicado por su ingesta de alcohol y las pocas horas de sueño. Por otra parte, su maldita oficina tenía un sofá incómodo y un baño cochambroso en el pasillo, sin espejo. Aún así, se cambió la camisa, se jabonó los sobacos con agua fría, se afeitó mirando al vacío con una maquina de pilas y se peinó un rato su profusa pelambrera.
La puerta se abrió automáticamente y se encontró con una recepcionista que le saludó amablemente. El no estaba para muchas florituras, por lo que preguntó por Andrés Corcobado y esperó de pie. Suponía que si se sentaba, igual no se levantaría nunca más.
Corcobado salió a los pocos minutos por un lateral y le metió en su despacho. Malpartida se presentó de nuevo y le puso al corriente de sus intenciones y de su conversación del día anterior con el señor Zumendia. El le había informado de la presencia de Mato en el edificio.
– ¿Podría confirmarme desde cuándo?
El administrador chequeó el ordenador y contestó:
– Según mis archivos, desde hace tres años. El dueño del apartamento ha vivido siempre fuera y lo ha tenido arrendado en sucesivas ocasiones. El último cambio que me consta es de esa época. Así que debió poner un anuncio o lo alquiló por medio de alguna amistad al señor Mato.
– ¿Tuvo usted mucha relación con la víctima?
– Apenas. Era un inquilino tranquilo. Creo que lo vi varias veces en el portal, pero yo no suelo frecuentar demasiado los edificios porque te marean. Ya sabe lo pesados que son los inquilinos.
Malpartida se dio cuenta de que Corcobado era un administrador de raza, de esos que se las conocen todas. Pensó en las comisiones que se llevaba de los gremios que contrataba. De hecho, la oficina estaba muy bien decorada para su nivel de ingresos, no como la suya. Otra profesión que debía haber tenido en cuenta cuando dejó el taxi.
– ¿No sabrá el tipo de actividades que realizaba?
– La verdad es que no, pero dudo que hiciera nada raro. Es muy normal que esta clase de personas medio jubiladas tenga un sitio donde seguir en activo.
– Ya tenía un despacho en su casa.
– Sí, seguro, pero muchos de ellos prefieren salir fuera, que les dé el aire. Aparte, son hombres acostumbrados a hacer lo que les viene en gana y la presencia de sus mujeres les suelen perturbar.
La conversación fue rápida, sin circunloquios. La oficina daba al Museo y desde su ventana se veía a los grupos de estudiantes que comenzaban a arremolinarse inquietos en su entrada.
– ¿Podría facilitarme el listado de los inquilinos? Ahora ha desaparecido el edificio y entiendo que no tendrá ningún inconveniente. Sobre todo, me interesa el dueño del piso que había alquilado Mato. Puede que sepa algo más.
El administrador buscó en su base de datos y le imprimió el listado completo, unos veinte, con profesiones y teléfonos. Las direcciones, le dijo, ya no tienen sentido.
Se lo agradeció, Leyó de prisa los apellidos y vio las profesiones. Había de todo, pero predominaban algún que otro abogado o médico y varios dueños de tiendas. También tenía pinta de haber mucho jubilado. Entre ellos, vio a la señora mayor fallecida. Ningún nombre le dijo nada, excepto uno: Francisco Nieto, un sociólogo que solía colaborar con los medios de comunicación analizando las derivas sociales.
– No encuentro a Mato por ninguna parte –comentó Malpartida.
– No, claro, aquí sólo salen los propietarios, los que tienen derecho de voto en las juntas, los que pagan las contribuciones. El resto no es asunto mío.
– ¿Entonces? –preguntó inquisitivamente.
– Es Jorge Herralde –dijo el administrador señalando con el dedo hacia mi papel.
– ¿Un editor? –comentó sorprendido el detective según leía la profesión.
– Sí, he de reconocer que es una profesión extraña, algo esotérica. No sé cómo pueden vivir de algo tan innecesario como los libros.
Por lo que sabía Corcobado, Herralde había heredado un piso de una tía abuela suya y nunca lo había ocupado. Sin embargo, le había sabido sacar un buen rendimiento poniéndolo en el mercado donde apenas había apartamentos disponibles.
– ¿Era cumplidor con sus obligaciones?
– Sí, claro. Un poco lento en los pagos, pero bien.
Al finalizar la sesión, le agradeció el esfuerzo de recibirle y le aconsejó que se pasase por el rascacielos donde tenía su oficina porque necesitaba un poco de orden y gestión, sobre todo el ascensor.