Francisco llegó excitado a primera hora de la tarde a la oficina. Entró sin llamar y se encontró a Malpartida tumbado en el suelo tapado con su abrigo. La chaqueta colgaba de su butaca.
– Perdona, Ricardo –le dijo pero sin arrepentirse de haberle despertado de manera intempestiva–, pero no son horas de dormir. Pareces una marmota.
Malpartida no estaba para explicaciones de su vida privada y menos al portero. Bastante tenía con todas las mujeres que le rodeaban. En cualquier caso, por la cara de Francisco, Malpartida supuso que algo había avanzado en su investigación sobre el chófer de Mato. Así que se levantó, se desarrugó la camisa con la mano y se volvió a dejar caer en el sofá. Estaba roto y no había hecho nada más que refugiarse en el despacho esperando que transcurriesen las horas para empezar a recuperarse. Por no hacer, no había encendido ni el móvil. Cuando lo activó, vio que tenía varias llamadas de Eva. Adriana no daba señales de vida, como siempre. Seguiría ofendida. En eso se parecía a él. Le costaba mucho desenfadarse. Igual pasaban semanas sin hablarse.
– Dime, viejo zorro, ¿qué nuevas me traes? –le interrogó mientras bostezaba sabedor de que Francisco era lento, pero seguro, en especial ahora que sospechaba que habría recompensa de por medio.
El portero comenzó divagando. Era imposible que abordase la cuestión, fuera la que fuese, de manera directa. Siempre le gustaba contextualizar lo que hacía y centrarse en las menudencias que tapaban lo relevante. Era su forma de ser, su carácter. En su descargo se podía decir que conocía muy bien a los seres humanos y sabía ganarse su confianza.
En relación con el chófer de Mato, Francisco averiguó con cierta facilidad quién era y dónde vivía. Lo había sabido por el portero de la casa del señor Mato. Por lo que parecía también los cancerberos de edificios tenían su faceta corporativista y se ayudaban unos a otros.
Desde el fallecimiento de Mato, Félix Donsolo no trabaja para la familia, pero había seguido en su profesión, aspecto que le chocó a Francisco dada la dificultad para encontrar trabajo. A pesar de ello, lo había mantenido con una de las instituciones a cuyos representantes estaba dando servicio.
El chófer vivía en las afueras de La Ciudad. Le había seguido durante varios días y se había hecho el encontradizo en un par de ocasiones. Parecía que a Donsolo le gustaba hablar y sacar a colación sus contactos. En una ocasión le preguntó por su trabajo y le dijo que su labor iba más allá de la de ser un chófer, que era una especie de hombre de confianza de sus clientes. Ante la pregunta de qué quería decir con eso, le había indicado en voz baja que él había sido el conductor del difunto Mato, el que salía en la prensa.
Eso le dio pie a Francisco para indagar sobre el caso como un ciudadano curioso más. El ego de las personas es increíble, dijo. La experiencia confirma que la mayoría de los secretos se desvelan por aparentar.
Por lo que le comentó, Mato llevaba una vida muy desordenada, llena de caos, en especial, en los últimos años. Había admitido muy mal su jubilación y seguía pensando que tenía la misma vitalidad que en años precedentes. Así que se dedicaba a ir de un lado para otro con reuniones, conferencias o pequeñas actividades. Sin embargo, sus facultades estaban disminuidas, su pulso era peor y su memoria comenzaba a fallar
– Pero espera lo mejor, tenía un apartamento en el edificio derribado. Sí, como lo oyes.
– Ya lo sabía –contestó Malpartida con cierta sorna.
– Impaciente. No he acabado.
– Pues cuenta, tío, que no tengo todo el día. Por el momento nada nuevo –le dijo para picarle un poco en su orgullo, táctica que utilizaba de ven en cuando para motivarle.
– Que nuestro amigo Donsolo le llevaba señoras al apartamento para su desahogo emocional.
– ¿A qué te refieres con desahogo emocional? ¿Putas?
– No, hombre, no era tan básico, señoras que se sentían deslumbradas por la posición del caballero y se dejaban hacer. Una especie de amantes pobres que él sabía engatusar con su porte y con su labia.
Según Donsolo, Mato aprovechaba su posición económica y social para deslumbrar a mujeres que deseaban vivir experiencias distintas. Había habido muchas y muy diferentes a lo largo de los años, aunque con alguna mantenía una relación más dilatada.
– ¿Y pagaba?
– Parece que no, sólo las agasajaba con joyas y regalos. De todas formas, eso es difícil de saber.
– Vaya con el científico –dijo sorprendido el detective mientras recogía las cosas que estaban en el suelo y desentumecía los músculos del cuello–. El tipo va a dar juego.
El chófer había ofrecido todas esas explicaciones de una manera menos clara, pero a Francisco le había parecido oportuno integrarlas en la historia de esa forma porque permitían visionar mejor a la persona y dar un poco más de suspense al asunto.
– ¿La mujer de Mato sabía algo?
Malpartida no lo creía porque le había visto demasiado enamorada como para que un tema así no hubiese sido manifestado de una forma u otra. Ninguna mujer soporta esa humillación impertérrita. Y, encima, con seres de una clase inferior.
– El chófer no me ha aclarado ese punto. Eso sí, me ha costado un poco de dinero. Es un gorrón de los de campeonato.
Mucho debía de ser para que Francisco, que también lo era, lo considerase así.
– Tranquilo, ya te repondré en su momento. ¿Te ha aportado algo más?
El chófer era un pozo sin fondo de información, pero no había querido demostrar demasiado interés. Había preferido centrarse en los cotilleos, que bien llevados podían ser de gran utilidad. En cualquier caso, había decidido hacerse amigo. Ya habría más ocasiones. Era cuestión de buscar la forma.
Malpartida entendió que esa pista había que explotarla al máximo. Por eso le pidió:
– Descubre dónde vive alguna de esas mujeres.