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Así comenzó una Cuaresma María Jesús Mayoral Roche- Estoy...

Publicado el 01 mayo 2013 por Chus

Así comenzó una Cuaresma María Jesús Mayoral Roche

Así comenzó una Cuaresma María Jesús Mayoral Roche- Estoy...
- Estoy enfermo y no puedo seguir la vida de convento.
   Hace tiempo que hice esta confesión ante el Capítulo y no mejoro. Espero que la sangría de hoy me alivie algo más. No sufro por mi enfermedad sino por estar retirado de la vida religiosa. A veces presiento que mi nombre pronto pasará a engrosar el obituario
Están cantando Vísperas, desde aquí puedo escuchar las voces adormecedoras de mis hermanos. Ellos tomarán una cena frugal: pan y algún que otro fruto. Yo, por mi parte, con gran dolor de corazón, me veré de nuevo obligado a infringir la regla y comeré carne. Los cánticos y las campanas abaten mi ánimo, me recuerdan que ya no estoy con ellos, que ya no formo parte de la comunidad. Esta soledad llega a acobardarme. Los pensamientos y el pasado avivan mi memoria, gracias a ellos todavía vivo. Nunca hubiera imaginado que algo tan muerto como el pasado pudiera mantener tan viva la esperanza; la esperanza, al fin y al cabo, es el deseo más íntimo de seguir adelante.
Ahora reconozco la pesada labor de los monjes copistas. Los huesos se entumecen y la vista se cansa. La tinta se ha helado y mi cuerpo no siente el intenso frío. Fray Alberto ha descubierto mi secreto; una hoja se me cayó sin darme cuenta. En su visita a la hora de la comida la sacó enrollada de la bocamanga de su hábito y me la tendió con sonrisa indulgente. Me avergoncé e incliné la cabeza: no debería escribir. No hubo reproche alguno por parte del prior; comprende que ocupe estos largos días escribiendo mis recuerdos, al fin y al cabo, son los que me sostienen. He reconocido en la mirada de fray Alberto, mientras hojeaba mis escritos cierto entusiasmo; sus palabras así me lo han confirmado:
   - Desearía leer vuestros relatos. Esta Casa ha sido testigo de días memorables, de emociones espirituales dignas del recuerdo. El rey Sancho Ramírez nos trajo el Grial, nosotros fuimos elegidos para ser los fieles guardianes de esta Santa Copa, y bueno será que se escriban los hechos ocurridos de aquel día en que llegó a esta Cueva.
   La comprensión del prior me ha emocionado: la vejez es muy propensa a este tipo de sentimientos.
   Sí, recuerdo aquellos días previos a la llegada del Grial y me parece rescatar antiguas emociones, que si bien nunca olvidé, ahora me hacen revivir, a pesar de que mi vida se está agotando, siento que me está abandonando; pero antes de que esto acontezca relataré fielmente lo que mis ojos vieron, pues fui testigo de cuanto ocurrió bajo esta Peña consagrada a San Juan.
   Este apartado y bendito lugar siempre ha estado lejos de lo terrenal. En el transcurso de estos días lentos y grises, cuando los haces de sol se escapan entre las rosadas nubes para dejarse caer sobre las montañas, en ese preciso momento, me parece estar viendo el perfil de Dios.
   El 9 de marzo de 1071, siendo miércoles de ceniza y siguiendo lo que ya se había convertido en una costumbre real, Sancho Ramírez comenzó la cuaresma en este monasterio consagrado a San Juan.
   Era una fría y nebulosa alborada cuando se presentó un mensajero del rey a caballo. Tras la dura subida del camino cubierto por el barro que habían dejado las aguas casi perpetuas de aquellos días lluviosos; el caballo resolló quejosamente, mientras, el enviado, aún jadeante, tomó aire con esfuerzo para poder articular palabra y sin pérdida de tiempo se dirigió al abad.
   - La paz hermano. El rey y su séquito se acercan, preparadlo todo para el recibimiento.
   El eco de la voz del jinete se perdió en la inmensidad del frondoso paraje. El caballo obedeció con pereza la orden de su amo, quien tirando de la brida con algo más de brío, le obligó a retroceder para dar la vuelta. El abad sacó la mano de la bocamanga de su hábito para bendecir al emisario del rey, a la vez que asentía con la cabeza.
   - Así se hará. Dios os proteja y bendiga.
   Apenas se veía nada, una densa niebla cubría las montañas y el camino. El mensajero espoleó el caballo y desapareció entre el confuso paisaje. Todavía se oían los cascos del caballo sobre el resbaladizo barrizal, cuando el abad empezó a hacer los preparativos oportunos.
   - Fray Bernardo, avisad al condestable. El rey no tardará.
   Un regio revuelo sacudió la paz monacal. Bajo la peña consagrada a San Juan, más cercana a Dios que a la vida terrenal, los monjes esperábamos con cierta impaciencia la llegada del rey de Aragón, Sancho Ramírez..
   Era la hora Prima, los monjes después de Maitines se preparaban para el comienzo de un nuevo día. El siseo rasposo de las ropas talares, unos pasos presurosos y las palabras quedas del abad, en medio del silencio somnoliento de la mañana, cambiaron por un momento la rutinaria calma del cenobio.
   - ¡Vamos, vamos! Debemos estar preparados. ¿Dónde se ha metido el condestable?
   Uno de los monjes contestó al abad.
   - Anda algo alterado, dice que nunca ha tratado con un rey. Ya viene.
   El abad respondió con tranquilidad.
   - El trato que debe dispensarle es el establecido, espero que no se le olvide la recitación.
   El condestable estaba sumamente inquieto, tal era para él la novedad de aquel aviso, que olvidó cubrir su cabeza con la capucha: algo inusual en fray Benito que cumplía la regla al pie de la letra. El abad reconoció en el flácido y lívido rostro del condestable una alteración impropia de su cargo.
   - ¡Por todos los santos! Vuestro semblante refleja el estado de un hombre amedrentado. Dejad a un lado vuestra tonta preocupación y pensad que el rey de Aragón y su séquito no tardarán en llegar.
   Mientras su cuerpo permanecía tan rígido como un témpano de hielo, las palabras del condestable se apresuraban a salir entre sus trémulos labios.
   - Perdonad abad. Sí, ciertamente, siento miedo, un miedo desconocido. Pensar que dentro de un momento estaré ante la presencia del rey recitándole la salutación,  me llena de desasosiego.
   El abad chistó al condestable.
-   Silencio hermano, ahí llegan
El rey y su séquito emergieron de entre la espesa niebla del paraje como una aparición luminosa; llevaban sus cuerpos cubiertos con pieles de oso para protegerse del intenso frío matinal. Ni los inmensos barrizales del camino ni las inclemencias del tiempo pudieron detenerles. Y es que, traían consigo una fuerza sobrenatural que les impedía desfallecer. Hasta los caballos parecían haber olvidado el resuello del último tramo, pues en la misma entrada a esta Santa Cueva piafaron todos al unísono, y el que portaba en su grupa el Santo Grial, presintiendo la importancia de su carga, buscó un lugar adecuado donde postrarse. El abad al frente de todos los monjes del monasterio salió al encuentro de  la comitiva, seguido del condestable que se adelantó para recitar la salutación al rey y ayudarle a descabalgar.
Sancho Ramírez saltó del caballo sin esperar a que el condestable le brindara su ayuda. Esbozó una leve sonrisa y contestó con sequedad a la salutación del monje:
-   Dominus.
Fragmento de mi novela El Rey Batallador.

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