El camino hacia la Sierra de Perijá
No me gusta viajar de noche por carretera. Es un miedo reciente. Le temo a la inquietud de los que viajan de noche, a su rapidez forzada, a ese querer abarcar el camino como si los esperara algún premio a cambio.
Pero fue de noche cuando viajamos de Maracaibo a Machiques y lo fue más aún cuando subimos a la Misión de los Ángeles del Tukuko, por una vía sin luz, por una noche espesa y fresca que mostraba su mejor cara cuando se dejaba iluminar con los relámpagos y rayos que caían al fondo. La noche era, sin mucho esfuerzo, lo más cercano a la perfección, la bienvenida sensata a quien va por primera vez a la Sierra de Perijá: una cadena de montañas que se extiende en el estado Zulia y que fue declarada Parque Nacional en 1972.
Llegamos a la Misión poco antes de medianoche, dejando atrás el calor de Maracaibo, el ruido y la prisa. Vengo aquí por invitación de un amigo que es, a su vez, amigo de un fraile -director de la Misión- y quien me conquista de inmediato con su serenidad desordenada, con el respeto que lo rodea, con su buena voz para cantar las canciones de Simón Díaz y sus oraciones antes de sentarnos a comer.
La Misión Los Ángeles del Tukuko
El Fray Nélson es el director de la Misión
Estamos en el Tukuko, una comunidad indígena que creció a orillas del río que lleva el mismo nombre. La Misión, que se estableció allí el 02 de octubre de 1945, fue fundada por dos misioneros europeos que iniciaron un proceso de evangelización con los yukpas y los barí, los indígenas del lugar. Eligieron esa zona porque era el paso común de los que se movían de una comunidad a otra y así, les proporcionaron techo y alimentos. Una labor constante que llevó a los misioneros a compenetrarse con sus vidas, abrir caminos, descubrir paisajes, costumbres y enseñar la tolerancia. No fue hasta el año 1951 que se construyeron los edificios de la misión y luego, con la llegada de las hermanas misioneras, se comenzó una labor educativa que se mantiene hoy en día.
Todos en el Tukuko, inlcusive mucho más allá, saben quién es el Fray Nelson y a su paso lo saludan, le recuerdan cosas, le piden otras. Él, que creció escuchando las anécdotas de esos frailes que fundaron la misión, que los veía de cerca y se emocionaba, supo desde siempre que eso era lo que quería hacer: dedicarse a Los Ángeles del Tukuko y llevar en su palabra el entendimiento y la tranquilidad.
No distingo nada de la Misión en medio de la noche, pero la mañana me despierta con un sol intenso y la neblina propia de la montaña. Es espaciosa y serena. Camino sin hacer ruido y espío por las ventanas de los salones que ya tienen a todos los alumnos atentos a la pizarra y sus libros. Los niños me ven y sonríen, esconden sus gestos tras el pupitre, escriben algo en el cuaderno y les vuelve a ganar la curiosidad. Alguien los mira desde la ventana.
La curiosidad a plena clase
Actualmente hay allí poco más de 70 niños y 60 niñas estudiando. Todos se conocen, se cuidan, se respetan. Ellos van saludando a su paso y les gana la timidez, pero también la travesura. A uno, me cuentan con los días, le llaman “pancito dulce”, porque es muy blanco. A otro le dicen “pancito dulce mal asado”, por su color. Van dejando salir sus historias, aunque sea con pocas palabras.
Una noche, me veo a mí misma conversando con dos de ellos sobre la tarea del día siguiente. Intento explicarles la diferencia entre una mesa redonda, un panel y un seminario. Se ríen tímidos y me preguntan muy bajito. De tanto hablar, terminé por hacerlos reír. Unos minutos después ellos, juntos a los demás, salieron a llenar los pasillos de la Misión con sus risas, para comer torta. El fray Nelson había cumplido años y había pastel para todos.
Saben a qué hora tienen que ir a dormir y a qué hora despertar. Saben también que los sábados van al río a lavar su ropa, o que los viernes hay espacio para ver películas, bailar un rato, jugar por donde quieran; y que los domingos hay que asistir a misa. Una noche, un grupo se queda ayudando a hacer hallacas -un plato típico venezolano y navideño- y limpian con esmero las hojas de bijao (plátano), colocan el relleno, amarran, vuelven a reír.
Paisajes del Tukuko
En el río, lavando ropa
Al borde la curiosidad
A las afueras de la Misión, sus caminos de tierra van mostrando los colores de la comunidad. Verde, todo es verde y azul en ocasiones. La Sierra arropa con sus montañas las pequeñas casitas que se levantan y de las que les brota el calor por todos lados. Nadie lleva prisa en el Tukuko. Aparecen los ríos con su frío y ruido de calma. Se cuelan las risas, los pasos descalzos, el olor de los animales, la brisa fresca de la sierra, el aire puro de su altura. Los días en el Tukuko son un descubrimiento constante, es ver de cerca otras realidades y entenderlas.
Me quedo aquí cinco días con sus noches y me despido en la madrugada, con los niños aún durmiendo, con la sierra cubierta de noche. Siempre va a ser necesario volver y al que quiera hacerlo, puede llevar todo lo que quiera para ayudar a la Misión: desde cuadernos y libros, bolígrafos y lápices, comida y cuentos, risas y ganas de colaborar. Todo sirve. Todo será bien recibido.