La antigua villa toledana de Guadamur, situada a 15 kilómetros al sur de la capital, fue testigo, a mediados del siglo pasados de unos sucesos que, bien podrían haber sido sacados de cualquier novela de aventuras o cuento de hadas.
La localidad, por aquel entonces, era tan desconocida para la historia, como cualquier otro pequeño pueblo en el que el devenir de lo cotidiano se hacía rutinario. Solamente su medio arruinado y olvidado castillo, morada una vez de los Ayala, hacía pensar que aquella villa pudo tener en tiempos pasados algún protagonismo.
Su proximidad a Toledo, hacía que el camino que a esta ciudad conducía estuviese bastante frecuentado.
En este mismo camino a pocos kilómetros de la villa, se encontraba olvidado, un antiguo lugar denominado Guarrazar con vestigios de haber estado habitado en tiempos remotos, como lo atestiguaba un antiguo cercado en el que se adivinaban algunas tumbas, testigos del antiguo cementerio.
En la tarde del 24 de agosto de 1858, después de haber ocurrido una gran tormenta que había arrastrado la tierras, acertaron a entrar en el cementerio un matrimonio formado por María Pérez y Francisco Morales, naturales de Guadamur, que al detenerse en el lugar descubrieron en una tumba un pequeño nicho que albergaba una buena colección de coronas, cruces de oro y otros objetos litúrgicos.
Trasladadas secretamente a su domicilio estas preseas, las escondieron hasta decidir que podían hacer con tanto oro .
En todas esta maniobras fueron observados por Domingo de la Cruz, vecino también de la villa, que poseía una huerta en las proximidades. Intrigado por la nocturnidad con que obraros estos, se acercó al día siguiente a aquel lugar, encontrando junto a la fosa vacía una nueva, todavía intacta, que el anterior matrimonio, cegado por tanta riqueza, no acertó a descubrir. Recuperó de ésta un buen número de piezas áureas y también temeroso, corrió a ocultarlas a su casa en sendas tinajas de barro, sin saber que partido tomar.
La presencia de tales joyas, pertenecientes a la cultura visigoda, enterradas como si de una persona se tratase en un cementerio visigodo se explica por el temor el clero y la nobleza toledana a que fuesen robadas por los árabes, de los templos en donde votivamente estaban expuestas, creyendo que la presencia de las huestes de Tarik podía ser pasajera .Mejor acierto tuvieron aquellos, -quizás los partidarios de D. Rodrigo-,que acordaron huir con sus joyas y las de la corte a las montañas asturianas.
VENTA EN FRANCIA DE PARTE DE LAS CORONAS
Mal acuerdo tuvieron los primeros descubridos María y Francisco, quienes malvendieron a los joyeros toledanos bastantes trozos de coronas , objetos del culto litúrgico de oro y bastantes esmeraldas y piedras de las coronas.
Parece ser que, enterado del hallazgo D. Adolfo Herouart Chivot, profesor de francés del Colegio de Infantería de Toledo, sito entonces en el Hospital de la Santa Cruz, participó desde este momento de manera muy activa en la enajenación de las coronas de tan fastuoso tesoro. Distinta forma de enterarse del descubrimiento, tuvo otro persona, que jugaría un importantísimo papel en las posteriores operaciones. Se trataba de un emérito diamantista de la corte, retirado en Toledo, en su villa junto al río, D. José Navarro, gran conocedor de las antiguas artes preciosas, ya que había restaurado el Disco de Teodosio de época romana encontrado en Almendralejo y había confeccionado de nueva obra una corona para la reina Isabel II. D. José intuyó el valor arqueológico de los fragmentos que primeramente encontró en las joyerías y puesto en contacto con el anterior, sirvió de socio y mano experta en compra en Guadamur, restauración y posterior venta en Francia de las coronas.
El primer paso que efectuó el profesor francés, fue la compra de la huerta donde había sido descubierto el tesoro, para descartar posteriores reclamaciones del dueño del terreno y efectuar sondeos en busca de nuevas alhajas. Efectuó rápidamente la compra del terreno, llegando a un acuerdo con Marcos Hernández vecino de Toledo, por ofrecerle el triple de lo que era su valor rústico y no saber el propietario que, tales preseas, habían sido descubiertas en su propiedad.
Una vez dueño del terreno y junto con los descubridores efectuaron excavaciones en el lugar con el pretexto construir allí una villa de recreo, sirviendo además de coartada para cuando la aparición de las coronas saliese a luz pública.
La sociedad entre Herouart y Navarro, como hemos dicho, dio como fruto la compra de las coronas que aún poseían Francisco y María en Guadamur y la restauración de los trozos que pudo recuperar el diamantista de las joyerías de Toledo. Con la nueve coronas que pudieron recuperar pasaron a Francia para venderlas al Ministro de Estado francés por la cantidad de 100.000 francos franceses, pasando a figurar desde entonces en el Museo de Cluny de París.
Enterados en España de tan importante descubrimiento por la prensa francesa, se iniciaron los trámites para su regreso a España, no consiguiéndose, nada más que lisonjeras promesas. También se efectuaron excavaciones oficiales (abril de 1859) en las denominadas huertas de Guarrazar, dirigidas por D. José Amador de los Ríos y D. Pedro de Madrazo entre otros, que dieron como resultado la aparición de los restos de un edificio religioso visigodo, con abundantes frisos en relieve de este estilo, un cementerio de la época y la lápida funeraria del presbítero Crispín con el bello epitafio que transcribimos.
Al Ministro de Fomento, por entonces el Marqués de Corvera, que visitó la localidad, le ofrecieron María Pérez y Francisco Morales un brazo de cruz procesional de oro perlas y zafiros, único objeto que poseían ya de lo descubierto.
http://www.guadamur.net/tesoro.htm
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Revista Cultura y Ocio
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