Posiblemente conoce usted a alguien que un día se conmovió interiormente con tal misteriosa intensidad que se entregó a una creencia o a una ideología que le llevó a romper radicalmente con su vida anterior.
Es el fenómeno que puede alimentar lo mejor de los humanos, pero también las peores sectas, religiosas, políticas o sociales, y que a veces se propaga masivamente por efecto de un gran orador, un libro totémico, o una promesa de vida mejor, espiritual o física.
Esa exaltación crea místicos, pero también asesinos, y es lo que motiva a los fanáticos del Ejército Islámico que arrasan Irak y Siria asesinando y violando, igual que mueve a otros yihadistas, como los de Hamás, que en nombre de Alá se vuelan en un autobús escolar.
El fuego interior que creen divino puede darse durante un sermón, al recitar pasajes del Corán, o durante el viaje ritual a La Meca, al rezar incansablemente alrededor de la Kaaba.
Es el poder emotivo de una liturgia que en el catolicismo se generaba en las grandes ceremonias catedralicias con decenas de clérigos, música y latines profundos, envolventes, y embriagador incienso, o el de los grandes predicadores evangélicos, que emocionan a multitudes.
Pero las audiencias cristianas son pequeñas y críticas, porque saben leer, mientras que como mínimo el setenta por ciento de los musulmanes son analfabetos y los sermones que oyen con promesas de placeres paradisíacos calientan a masas de muchos millones.
Y como Mahoma preconiza su expansión con la yihad, que principalmente es la guerra santa y su botín, se entiende por qué crea fanáticos monstruos que otras religiones dejaron de producir hace siglos.
No sabemos hasta dónde llegará esta locura, para nosotros, para ellos cordura, de poderosos estímulos sexuales, las huríes paradisíacas que quieren tener, ¡ya!
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SALAS