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Dos años después, cuando Chica y yo nos mudamos de la calle Honesto Batalón, en la falda del cerro de Santa Catalina, donde se puede admirar el váter de cemento de King Kong 0 Elogio del Horizonte, a la plaza de la Soledad, en el corazón mismo del barrio alto, a un quinto sin ascensor, blindamos el ruinoso y temporal contrato: Chica trabajaba y yo escribía. Sin embargo, como la casa era de mi propiedad, bueno, de la de mis viejos, nos ahorrábamos los gastos del alquiler, del agua y de la comunidad. Además, por ese tiempo, mi madre, preocupadísima por la inútil existencia de su hijo, decidió, a espaldas del Hombre de la Cicatriz en el Ojo, por su cuenta y riesgo, asignarme una mensualidad que yo, y no es por ser desagradecido, no le pedí. Pero que, como es lógico y natural, para mí lo es, no dudé en aceptar. Una paga que todavía, a día de hoy, acepto.
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Yo no pido. En otra época, prefería robar. Ahora, en cambio, preferiría morirme de hambre. Yo no pido nada a nadie. No por orgullo, que conste. Es una máxima que aprendí siendo yo niño, más de lo que lo soy ahora, de uno de mis tíos, de Vicente, el Negro: Tú no seas tonto, empezó: Coge todo lo que te den, me dijo: Pero no le pidas nada a nadie nunca, sentenció: Y eso sí, procura dar siempre las gracias. Y eso hago. Dar las gracias. Pero hay otra razón. Quien por su gusto corre, jamás de la vida cansa. En cristiano: soy consecuente conmigo mismo y con mis decisiones personales. Soy poeta por voluntad propia. Nadie, a no ser que salga de él, ni siquiera mis familiares más allegados, tiene la obligación de financiarme el tiempo que necesito para escribir lo que yo quiero y como yo quiero escribirlo.
David González