El escritor, aunque divaga con frecuencia,
ama la concreción y cree en la belleza de
las fórmulas exactas…
Camilo José Cela
Me lo contó a regañadientes, que es una forma de hacer las cosas pareciendo que no quieren hacerse, pero haciéndolas con gusto subliminal. Y me lo contó lloriqueando y suspirando. Una frase se iba en lágrimas y la siguiente en suspiros. Luego, al tercer chinchón, se le empezó a trabar la lengua. De manera que, entre lágrimas, suspiros hipidos y trabalenguas, me enteraba de poco. Más bien de nada. Por lo que, una y otra vez, le pedía que me repitiera algo que no había entendido. Y por mor de los vapores etílicos, perdía el hilo de la narración. Lo perdía yo, que él había tomado una decisión, la de contarlo, y no perdía el hilo ni queriendo. Que no quería, aunque quisiese aparentar que sí. Cuando llegaba a un momento, que él consideraba, crucial de la narración, apoyaba su mano derecha sobre mi antebrazo, como avisando de que algo importante iba a ocurrir en ese momento, bajaba un poco más la voz y lo soltaba de un tirón. Luego, hacia una pequeña pausa, apuraba el chinchón y continuaba el relato, volviendo a las lágrimas e hipidos.
Una vez que terminó de contar su historia, se le relajaron los músculos de la cara, se acabaron los llantos, cesaron suspiros y empezó a hablar de otros temas como si tal cosa. Hasta la trabadera de la lengua desapareció. Pidió un último, penúltimo diría él, chinchón, me dio un recio apretón de manos y se alejó, sin pedir la cuenta ¡faltaría más! mucho más erguido de lo que llegó, más ligero.
Así fue como me lo contó.