Revista Opinión
EL PAÍS SEMANAL, 3 DE JUNIO DEL 2012
El Partido Popular no aprende de sus errores del pasado, o, lo que aún tiene peor remedio, está incapacitado para aprender porque a su frente hay siempre personas con pocos escrúpulos e inteligencia mediocre. En 2004, esas personas creyeron que habían perdido las elecciones por culpa de los atentados del 11-M. Se negaron a aceptar que no había sido por los atentados mismos, sino por las flagrantes mentiras del Gobierno de Aznar respecto a ellos, con los Ministros Acebes y Palacio como principales voceros en el interior y en el exterior, respectivamente. Tantas fueron su terquedad y su idiotez (pues esa terquedad era contraproducente, y más se volvía en su contra cuanto más la sostenían) que inventaron la llamada teoría de la conspiración, junto con no pocos periodistas lunáticos y mendaces, según la cual aquellos atentados los habría organizado una siniestra red compuesta por etarras, algún islamista suelto, policías españoles, franceses y marroquíes, fiscales y jueces, con Rubalcaba como taimado Fu-Manchú o Doctor No que dirige y maneja los hilos del mundo, dotado de una visión de futuro tan extraordinaria y alambicada que merecería ser considerado un genio sobrenatural y un portentoso adivino.
Como la inteligencia de los dirigentes del PP da para poco (también la de los del PSOE, con alguna excepción, dicho sea de paso), nunca repararon en que, aparte de la reacción indignada ante sus falacias sobre el 11-M, la gente estaba escarmentada y harta de la forma en que había gobernado Aznar durante su segunda legislatura, cuando contó con mayoría absoluta: a golpe de decreto-ley y de imposiciones, de no escuchar ni consultar a nadie, de despreciar a los demás partidos y por tanto a los ciudadanos que los habían votado (sumados, eran más de los que habían optado por el PP), de hacer oídos sordos al 90% de la población que se oponía a la Guerra de Irak, con las terribles y previsibles consecuencias que ésta iba a tener y de hecho tuvo y aún tiene… Ahora, con una mayoría absoluta aún más holgada, el PP y su Gobierno vuelven a juzgar que eso les da carta blanca, cuando la carta blanca no existe ni puede existir en democracia. Rajoy, con inusitada chulería, ha anunciado repetidas veces que “cada viernes, reformas; y el que viene, también: sin descanso”. Luego, en el colmo de la inconsecuencia, ha reconocido -por una parte- que su Gobierno está tomando decisiones que él dijo que no tomaría en la campaña para las elecciones, y ha afirmado -por otra- que se siente legitimado para tomar esas decisiones por el aval que los votantes le dieron en las urnas el pasado 20-N. O, en otras palabras: “Incumplo todas mis promesas porque la gente me otorgó su confianza en la creencia de que las cumpliría y para que las cumpliera”. No cabe mayor mentecatez, mayor absurdo. La realidad es la contraria: Rajoy, al faltar sistemáticamente a su palabra en el plazo de pocos meses, ya ha deslegitimado las elecciones del 20- N, y su partido ha tenido ocasión de olérselo tras perder en favor de otras formaciones la Junta de Andalucía, que daba por conquistada antes de las autonómicas que allí se celebraron. A estas alturas es evidente que Rubalcaba acertaba en el debate televisado que mantuvo con Rajoy en vísperas de las generales: “Usted tiene una agenda oculta, díganos cuál es”, le insistía, y Rajoy negaba. Claro que la tenía, se está viendo viernes tras viernes, y también el que viene.
Pero no es sólo eso. Los Gobiernos, por absolutísima que sea la mayoría que posean, nunca son el Estado, sino quienes lo tienen en préstamo (no en propiedad) y lo representan durante un periodo. Y hay elementos del Estado que no pueden cambiarse legítimamente, aunque quizá sí legalmente. Tal vez un Gobierno estaría facultado para vender al extranjero el Museo del Prado, pero sería inaceptable que lo hiciera. Del mismo o parecido modo, no puede privatizar ni desmantelar lo que el conjunto de la ciudadanía considera irrenunciable: la sanidad, la educación y el transporte públicos, por ejemplo. Cada individuo cede parte de su soberanía y de su dinero en beneficio del todo, a condición de que ese todo, el Estado (más allá de cualquier Gobierno transitorio), me proteja y reconozca mis derechos. Si un Gobierno determinado me los recorta y me desprotege y me priva, y adelgaza, debilita o vacía de contenido el Estado, está actuando al margen de éste y rompiendo el contrato o pacto social que nos une y vincula a todos. “No hay otra posibilidad”, se defienden Rajoy y los suyos, y con ese cómodo argumento -no es ni argumento- fomentan el despido y envían al paro a más personas, dejan a los llamados “dependientes” sin ayuda, encarecen, deterioran y limitan la educación, imponen el copago farmacéutico y sanitario, torpedean el consumo y condenan al cierre a numerosos comercios, y así hacen saltar por los aires aquello por lo que todos estamos dispuestos a ceder parte de nuestra soberanía y de nuestro dinero, en pro del conjunto. Sí hay otra posibilidad, Rajoy elige siempre dónde recorta y dónde no, ya lo creo. Hay cosas que el individuo por sí solo no puede procurarse, pero sí el individuo formando parte del Estado. Si un Gobierno toma medidas, viernes tras viernes, que atentan contra la idea de Estado tal como la hemos aceptado o sobreentendido; si aplica una política de “sálvese sólo quien pueda, y el que no, que hubiera ganado más dinero antes”, entonces está quebrando el pacto esencial y se deslegitima a sí mismo, por muchos votos engañados que cosechara, en unas elecciones tuertas.