Mi cuerpo, como este país, renquea por la izquierda.
En el parietal de babor tengo un bache que parece un asesinato frustrado à-la-trotskienne. Si al camarada le dieron matarile con un piolet, conmigo parece que se quedaron a medias: en vez de una trepanación tengo una abolladura.
Durante años mi madre me llevó a un dermatólogo decrépito, al que le daba por frotarme ungüentos sobre el asunto. Lo bautizó con un latinajo que lamento no recordar y el hombre se pasaba las tardes rascándome el desperfecto con la uña culera.
Al cabo de un tiempo el bache seguía como al principio y la solución fue cambiar de dermatólogo. “Es un defecto de fábrica”, soltó el nuevo. Y se acabó el problema, que no el hundimiento.
En el parvulario pisé un lápiz y del resbalón me fui contra la esquina de una mesa (ya se imaginan, en aquel entonces no había cantoneras de goma EVA). Fue antes de que tuviera memoria, pero lo certifica una avenida calva que me cruza la ceja del lado que ya se imaginan. También de aquella época son mis torpes coqueteos con el fútbol de patio, que me machacaron la rodilla correspondiente. Hoy me cruje de una manera muy curiosa.
Si la simetría es sinónimo de salud, que dice la ciencia, la cosa no pinta bien. A la diestra, estoy intacto. A la siniestra, contrahecho. Como este país, ya les digo.