Qué sobresalto las ciudades en sus aceras. Qué apuro de gente subiendo, bajando, desentrañando los callejones. Qué necesidad de abarcar todo con la mirada cuando se viaja; la insistencia de andar con otros ojos y dar con algún detalle que otro haya dejado pasar. De allí la curiosidad de ver hacia los balcones. La intrusa que desde la acera del frente observa cómo corren las persianas, o cómo se acumulan los trastos en ese espacio al que solo le han dejado un pedacito para salir a fumar un cigarro, o para ver la mañana y su sincronía.
Viajar no solo se trata de revisar el mapa y mirar al frente, sino de alzar la vista buscando reflejos, cotidianidad. ¿Por qué si la ciudad se nos antoja tan hermosa, ellos se quedan al borde de la ventana? ¿Cuántas conversaciones se darán ahí? ¿Cuántas soledades?
A veces me pregunto si se aburren de tanto vernos pasar. Ahí vienen otra vez, dirán. Y nos observan perdiéndonos en la misma esquina, o preguntándole a alguien dónde queda la calle tal, el supermercado aquél. ¿Sería lo mismo la ciudad sin el tumulto de viajeros pasando delante de sus balcones y haciéndose preguntas? ¿Les haríamos falta si decidiéramos no pasar más por esa calle?
Siempre me han gustado las ventanas. El acto de asomarme e imaginar. Por eso, cuando voy caminando en otra ciudad que no es la mía, las observo con ahínco, tratando de ver cuánto mundo hay en los ojos del que se asoma. Les invento historias, voces, como quizá hacen ellos con nosotros mientras nos ven pasar.
PARÉNTESIS. He tomado fotos de gente en las ventanas desde hace más dos años; estaban en mi disco duro que decidió no responder más. Se perdieron, se me fueron los recuerdos. Entonces, improvisé este dibujo para al menos no guardar estar palabras.