Revista América Latina

ASSATA SHAKUR: El espíritu indómito de la libertad

Publicado el 13 noviembre 2025 por Jmartoranoster

ASSATA SHAKUR: El espíritu indómito de la libertad

Foto: Cortesía

Por: Freddy Gutiérrez

Un saludo revolucionario a mis estimados (as) camaradas. Hoy vengo a contarles una historia que me dejó reflexionando, por haber tenido la oportunidad de ser el moderador del episodio Panteras negras del seriado documental Crónicas de la Guerra Asimétrica, así, todo lo que gire alrededor de ellos, como ser humano, me conmueve. Quizás a muchos de ustedes les resuene el nombre de esta emblemática activista afroamericana que dejó este plano físico el pasado jueves 25 de septiembre, en La Habana, Cuba, a los 78 años de edad. Lugar donde, por fortuna, estuvo exiliada desde el año 1984.

Y es que, en el panteón de las luchas por la dignidad humana, algunos nombres resuenan con la fuerza de un trueno, mientras que, otros susurran con la persistencia de la brisa. El de Assata Shakur es ambos: un grito de guerra que aún retumba en los oídos del poder y un canto de cuna para los oprimidos, una narrativa tejida con los hilos del dolor, la resistencia y una inquebrantable fe en la libertad. Su vida no es solo una biografía; es un poema épico y trágico, un espejo que refleja las heridas abiertas de una nación y el perdurable anhelo de justicia que late en el corazón de los condenados de la tierra.

Nacer como JoAnne Deborah Byron en 1947, en el Nueva York de la segregación, fue el primer acto de un destino marcado por la lucha. Su infancia, aunque rodeada del amor de sus tíos y abuelos, no fue inmune al veneno del racismo. Estados Unidos, siendo su propio país, muy pronto le enseñó su lugar: no era la niña de los sueños americanos, sino una pequeña negra en un mundo diseñado para fracturar su espíritu.

Sin embargo, en su hogar, respiró historias de resistencia. Su abuela, una mujer de fuerza serena, le hablaba de la dignidad robada y de la importancia de mantenerse erguida. Esas semillas, plantadas en la tierra fértil de una niña perceptiva, germinarían con el tiempo. Según pude leer, su adolescencia fue un torbellino de mudanzas y una búsqueda incipiente de identidad. Fue en esos años de transición, en las calles de Nueva York y Carolina del Norte, donde comenzó a ver con claridad meridiana las estructuras que oprimían a su comunidad. La escuela no era solo un lugar de aprendizaje, sino un microcosmos de un sistema que esperaba su sumisión. Su cambio de nombre, primero a Joanne Chesimard y más tarde a Assata Olugbala Shakur, no fue un mero capricho, sino un acto político y espiritual de renacimiento. «Assata» significa «la que combate», y «Shakur», «el agradecido». Ella se estaba forjando a sí misma, despojándose de la identidad impuesta para abrazar una misión. Por cierto, esto me recordó a Malcom X (antes Malcom Little) quien también cambió su nombre en rechazo al nombre impuesto por los esclavistas. La “X” simbolizaba la pérdida de su verdadero apellido africano.

Pues bien, la misión de Assata, encontró su cauce en el fervor revolucionario de finales de los años sesenta y setenta. Ella se sumergió en el Movimiento de Liberación Negra, encontrando en el Partido de las Panteras Negras no una organización, sino una familia y un ejército de ideas. Allí, su intelecto agudo y su compromiso feroz la llevaron a trabajar en los programas sociales más vitales: los desayunos para niños, las clínicas médicas gratuitas, las escuelas de liberación. No era una ideóloga abstracta; era una organizadora de base que entendía que la revolución también se alimenta con huevos y pan tostado, y se cura con atención médica digna. Sin embargo, la represión estatal era feroz. El COINTELPRO, el programa encubierto del FBI –del cual les he hablado en mis artículos anteriores-, tenía como objetivo explícito desbaratar, desacreditar y neutralizar a los movimientos negros. Assata se convirtió en un blanco. Su vida dio un vuelco trágico la madrugada del 2 de mayo de 1973, en la Autopista de Nueva Jersey.

Lo que ocurrió en esa carretera sigue siendo un nudo de versiones contradictorias, un símbolo de la justicia racial en EEUU. Sucedió que, en un control de tráfico rutinario, se desató un tiroteo y el resultado fue la muerte del joven compañero de Assata, (Zayd Malik Shakur), y del policía estatal Werner Foerster. Assata resultó gravemente herida, con una bala alojada cerca de su corazón y el brazo destrozado por un impacto de escopeta y, a pesar de su estado crítico, fue arrestada. El juicio que siguió fue una farsa judicial. La evidencia física contradecía la versión oficial: era físicamente imposible que ella, con sus heridas, hubiera disparado las armas como alegaba la fiscalía. No hubo pruebas balísticas que la vincularan al arma homicida. Sin embargo, un jurado compuesto exclusivamente por personas blancas la declaró culpable de asesinato y otros siete cargos, siendo sentenciada a: cadena perpetua. ¡La justicia había sido un instrumento de venganza política, diseñado para enterrar viva a una revolucionaria!

Pero el espíritu de Assata no podía ser encarcelado tan fácilmente. La prisión se convirtió en otra celda de castigo, un intento de quebrar su mente. Fue confinada en una de las prisiones de mujeres más duras del país, sometida a un régimen de aislamiento y vigilancia constante. Sin embargo, desde su celda, su voz se hizo más fuerte. Sus escritos, sus poemas, su mera presencia se convirtieron en un foco de inspiración para el movimiento antirracista internacional. El 2 de noviembre de 1979, lo imposible sucedió. En una operación audaz y meticulosamente planeada, varios miembros del Ejército de Liberación Negro (BLA) irrumpieron en la prisión y liberaron a Assata. Su fuga fue un acto de liberación política que conmocionó al mundo y humilló al sistema carcelario estadounidense.

Tras una temporada en la clandestinidad dentro del país, Assata comenzó un largo y peligroso viaje que culminaría en Cuba, donde, en 1984, le fue concedido asilo político. La isla caribeña, bajo el gobierno de Fidel Castro, se convirtió en su santuario. Allí, lejos de las rejas, pero nunca lejos de la lucha, reconstruyó su vida. Encontró una relativa paz, formó una familia y tuvo una hija.

Además, un dato particular es que Assata Shakur era madrina de Tupac Amaru Shakur, uno de los raperos e iconos culturales más influyentes de todos los tiempos, quien falleció en 1996 tras un tiroteo.

Su conexión no es meramente simbólica, sino familiar y profundamente ideológica. La madre de Tupac, (Afeni Shakur), también fue una destacada activista del Partido de las Panteras Negras. Tanto Afeni como Assata (quien en ese momento era miembro del mismo círculo revolucionario) fueron acusadas en conspiraciones legales famosas. Afeni fue juzgada y, de manera sorprendente, absuelta en el «Caso de los Panteras 21» en Nueva York, solo un mes antes de dar a luz a Tupac. Y es dentro de esta «familia» extendida de la lucha, que Assata, se convirtió en la madrina de Tupac. Una relación que, por supuesto, influenció profundamente la perspectiva política y el espíritu rebelde que Tupac llevaría a su música, pues, al igual que su madrina, fue un poeta de la lucha, la rabia y la esperanza de los oprimidos. Su legado de mensajes es inmenso, pero uno de los más poderosos y representativos es el siguiente: «Tengo que sobrevivir mañana, así que cambio hoy. No soy el que va a cambiar el mundo. Soy una semilla, porque sólo voy a inspirar a millones de personas para que cambien el mundo.» Tupac entendió que ningún individuo, por sí solo, puede llevar a cabo una transformación social. En lugar de erigirse como un mesías, se concibió a sí mismo como un catalizador.

Bajo todo este contexto, puede advertirse porque, Assata, nunca colgó sus armas, que eran, sobre todo, la pluma y la palabra. Ella continuó escribiendo, denunciando el racismo sistémico y el imperialismo, convirtiéndose en un símbolo global de resistencia -la revolucionaria exiliada más famosa de EEUU y en la única mujer en formar parte de la lista de «terroristas más buscados» del FBI- una etiqueta que sus seguidores consideran una afrenta política más.

Por añadidura, su autobiografía, Assata: An autobiography, se erigió como un texto fundamental, un testimonio visceral que sigue inspirando a nuevas generaciones. Y es que, el legado de Assata Shakur es tan complejo y profundo como su vida. Para algunos, es una criminal; para millones, es una heroína.

Su historia deja al menos tres enseñanzas indelebles para el mundo. La primera es la resistencia como principio vital. Assata enseñó que, frente a un sistema diseñado para la opresión, la sumisión no es una opción. Su cuerpo, su mente y su espíritu se negaron a ser quebrantados, demostrando que la libertad es primero un estado de conciencia. La segunda es la necesidad de una lucha interseccional. Ella no solo luchó contra el racismo, sino que entendió la intrincada conexión entre el capitalismo, el patriarcado y la supremacía blanca. Su feminismo era negro y revolucionario y su antiimperialismo era una postura global.

Y la tercera, quizá la más poderosa, queda encapsulada en las palabras que cerraron su autobiografía y que se han convertido en un mantra de la resistencia: «Es nuestro deber luchar por nuestra libertad. Es nuestro derecho ganar. Debemos amarnos y apoyarnos los unos a los otros. No tenemos nada que perder, sino nuestras cadenas». Este mensaje trasciende fronteras y épocas. Es un recordatorio de que la lucha por la dignidad humana es un deber colectivo, un acto de amor en un mundo lleno de odio. De esto bastante que hemos estado viviendo nosotros, los venezolanos revolucionarios, que continuamos trabajando día tras día, sin descanso, para transformarnos.

Como hemos podido ver, Assata Shakur fue más que una íntegra mujer… es un símbolo. Es el susurro de la esperanza en los corredores de las prisiones, el puño en alto en una manifestación, la palabra escrita que desafía al olvido. Su vida, un largo camino de lucha y exilio que nos induce a preguntarnos: ¿de qué lado de la historia estamos? Su legado no es un monumento estático, sino una llama viva que nos desafía a seguir combatiendo, a seguir soñando, a seguir siendo, como ella, indómitos en nuestra búsqueda de un mundo donde la justicia, al fin, no sea una prisión, sino la patria de todos.

Escríbanme, siempre los leo. Un abrazo fraterno camaradas,

¡Hasta el próximo artículo!

Freddy J. Gutiérrez González

@freddygutierrezgonzalez


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