La ilusión de ‘viaje en el tiempo’ la cumple cualquier película. Independientemente de su calidad, pagamos nuestra entrada para irnos lejos y así habitar otros mundos, pues toda película encierra una casa; atisbar por la ‘cerradura’ de la cámara es la idea; su condición natural y la promesa que se nos hace. Pero si el espectador del siglo XXI opta por desviar un día –uno solo– la mirada de las pequeñas pantallas que nos dominan para sumergirnos en otra mayor (a pesar de todo, la sala de cine sigue siendo el lugar más ‘caliente’ de las ciudades), en pos de un reencuentro ancestral y singular, puede que cierta película sea de su interés.
Una primera sensación a la que nos enfrentamos durante el cautiverio –la palabra es exacta– de Atanarjuat, la leyenda del hombre veloz (2001), proyectada por primera vez en el Perú, es que nos metemos de cabeza al tiempo inexacto de la prehistoria. Filmada en su lengua nativa, el inuktitut, se trata del primer largometraje de ficción escrito, producido, dirigido e interpretado por aborígenes esquimales de Nunavut, comunidad ubicada en el Ártico canadiense. Este pueblo de cazadores nómadas tiene cuatro mil años de historia y carece de escritura, es decir, sus historias y tradiciones se han trasmitido oralmente durante todo este tiempo. El ver traducido en imágenes mitos jamás escritos, mitos que son siempre un retorno a nuestros orígenes, y llevados a la ficción por parte de los mismos integrantes, hacen de esta aventura milenaria un objeto artístico de apariencia prehistórica, pero que curiosamente nace gracias a una cámara digital; y de la voluntad de estos hermanos relatores, deseosos de trascender la historia de sus pueblos de la mano de Zacharias Kunuk, director del filme.
LA LEYENDA DEL HOMBRE VELOZ
Atanarjuat es una de sus leyendas más populares. El guionista Paul Apak Angilirk, lamentablemente fallecido antes de finalizar el film, entrevistó a ocho ancianos para que se la narrasen. Tras oír las versiones elaboró el guion, intentando la mayor fidelidad posible. Esta leyenda transmite el sentimiento de colaboración y fraternidad entre los inuit, fundamental para su supervivencia. Cuenta como un chamán introduce el mal en una de estas comunidades de modo que uno de sus miembros se ve acosado por el asesinato de su hermano, el abandono de su mujer y el exilio de su pueblo. Su pureza inuit le hará sobrevivir y regresar para deshacer el maleficio, devolviendo la armonía al grupo. (José M. Robado)
La escritora canadiense Margaret Atwood afirma que Atanarjuat es “Homero con una videocámara”. La película, inevitablemente –y puede que esta sea su mayor cualidad–, despierta al antropólogo que llevamos dentro. El espectador aquí no puede hacerse el de la vista ‘gorda’ y asumir el rol de ingenuo, que tanto nos complace. Más que por la historia que se cuenta, uno se siente devorado por la curiosidad que le generan los seres humanos, objetos y paisajes que tenemos delante de nuestro; ver cómo se introducen ellos mismos dentro de los mitos, su forma de narrar, su sentido del humor, ese intento de retorno a lo orígenes a través de una videocámara que no se congela. Uno se acerca a esta película con un curiosidad análoga a la que pudieron sentir el público de inicios del siglos XX al dirigirse a la salas Lumiere, para ser testigos de la novedad, aquel milagro, de las imágenes en movimiento; solo que ahora la curiosidad es del individuo que anda de arriba abajo con un celular en el bolsillo, hecho que hace que esta curiosidad se multiplique, y que encuentra su satisfacción en el paisaje inmenso, los abrigos, las herramientas, la carne cruda que devoran, los deseos del héroe y del malvado, sus buenas o malas intenciones para con sus iguales, es decir, caminamos más de cuatro mil años para comprobar que seguimos padeciendo de las mismas manías y repeticiones.
Para cualquier conciencia, puede que este viaje resulte un poco denso –a mí me lo resultó–, pero su larga duración no es en vano. La película no funciona por síntesis sino por acumulación de cuerpos, es decir, de escenas, movimientos, etc., por todo lo que pasa delante de nosotros, filmado sin animo de 'mitificar', sino de registrar y contar a los perros que tiran del “trineo”, el desmembramiento de un ave, los ‘tatuajes’ en los rostros, los cuchillos y las bocas masticando la carne cruda, el protagonista huyendo calato y descalzo por un desierto de hielo, los rituales que realizan dentro de las carpas, el poder simbolizado en el collar hecho con dientes de morsa…
Su duración nos permite habitar aquella ficción que en un inicio nos mantiene en un umbral, el de la cueva. Nos obliga a tomar distancia, a retroceder, producto de la extrañeza que nos puede generar la visita de los esquimales a nuestras conciencias –puesto que son ellos los que ‘vienen’ a nosotros. Y si sabemos penetrar la mirada puede que encontremos algunos tesoros para que se queden con nosotros.
UNA ESCENA DE ANTOLOGÍA
Anclada justamente hacia la mitad del filme, producto de su desgarradora fuerza expresiva, nuestra memoria no deja de evocar esta historia como un antes de y después de aquella escena. En los momentos previos, vemos al protagonista viviendo una ‘luna de miel’ con su nueva esposa, una ‘chinita’ de lo más linda. Mientras se la pasan de lo mejor en aquel paisaje infinito, beben agua de un cántaro de madera, similar al caparazón de una tortuga; al lado de una laguna, ella entona un cántico –lo más emocionante de esta memoria ancestral recuperada– mientras Atanarjuat baila y se deja seducir encantado. Corte. Proyectadas por la luz de una fogata sobre una superficie piedra, unas sombras se agitan y gimen. Ahí nos quedamos un rato, alucinados, confundidos por tanta verdad; sintiendo una paradójica elevación de la carne. Luego, la cámara se introduce en la ‘carpa’ de los amantes. Se posiciona sobre el hombro izquierdo del macho, que está tendido boca abajo con la hembra encima, dominándonos. Durante el orgasmo, una imagen cinematográfica que ya conocemos: el de las manos que se retuercen como alacranes. Luego, besos y caricias; pero solo es una breve pausa. La mujer vuelve a tomar su lugar y nos sonríe irresistible con esa sonrisa –la más ambigua del mundo.
Al final, como es sabido, todos estamos contando la misma historia. Y esa historia, es nada.