A quienes advertimos hace dos años de que no pasaría mucho tiempo antes de que el gobierno español pusiera en almoneda la mayoría de las acciones de AENA, los hechos llevan camino de darnos la razón. Por desgracia, porque hablamos de poner el interés general en manos del interés privado y vender al mejor postor una de las últimas perlas de la corona pública de este país, la red de aeropuertos nacionales. La operación aún no se ha definido pero las intenciones del nuevo ministro de Fomento son bastante claras: explorar todas las posibilidades sobre el futuro de AENA incluyendo la de que el Estado se desprenda del 51% de las acciones que se reservó en la privatización que impulsó Ana Pastor en 2014.
Entonces, el Gobierno y sus corífeos intentaron convencer a los ingenuos y despistados de que el interés público primaría sobre el privado porque el Estado mantenía el control mayoritario de la empresa. Así y todo, el proceso de privatización del 49% de la compañía fue de todo menos transparente y el dinero que ingresaron las arcas públicas por desprenderse de casi la mitad de las acciones de AENA quedó muy por debajo del precio de la compañía en el mercado. En otras palabras, un negocio redondo para las empresas privadas que se hicieron con el pastel y que ahora nos obligan a pasar por las tiendas de tabaco, licores y perfumes de los aeropuertos para acceder a las salas de embarque.
Pronto se ha cansado el Gobierno de defender el interés público si, por lo que parece, empieza ya a preparar los trámites para quedarse en minoría y que sea el sector privado el que haga y deshaga en función de la cuenta de resultados. El argumento que esgrime ahora Fomento para vender AENA es que eso le permitirá ganar competitividad “en el exterior”. Confieso que he tenido que leer varias veces la información para convencerme de que no había un error: a Fomento la importa más que las empresas que se queden con AENA ganen dinero en el extranjero que la gestión pública de una red aeroportuaria por la que transitan cada año buena parte de los casi 70 millones de turistas que visitan España. Para un país como el nuestro, los aeropuertos son una infraestructura de trascendental importancia estratégica para la economía y la movilidad de los ciudadanos que no pueden quedar al albur de las leyes del mercado y de los consejos de administración.
Si hay un territorio en donde los planes de Fomento deberían haber encendido todas las alarmas ese es Canarias. Por los aeropuertos de las islas pasan al año casi 14 millones de turistas que representan un tercio de la economía regional y otro tanto del empleo. Por sólo citar un riesgo, una subida de las tarifas aeroportuarias para hacer caja espantaría a las compañías aéreas que no tardarían en llevarse a sus clientes a otros destinos sin pensárselo dos veces. Los aeropuertos canarios son, además, un elemento de cohesión social insustituible en tanto facilitan la movilidad interinsular de los ciudadanos. Atendiendo a la cuenta de resultados y al valor de las acciones, los aeropuertos de las islas menores pasarían a ser simples unidades de explotación deficitarias que no tardarían en ser eliminadas o reducidas a la mínima expresión. Sin embargo, el riesgo que comporta un control privado mayoritario de nuestros aeropuertos apenas ha merecido algún tímido amago de reivindicar competencias sobre su gestión y un par de preguntas parlamentarias de las que se despachan en cinco minutos y no sirven para nada. El envite merecería que las fuerzas políticas y los agentes económicos y sociales, además de la sociedad en su conjunto, hubieran elevado ya la voz para oponerse con contundencia al riesgo que representa que los aeropuertos de Canarias queden cautivos de intereses privados. En lugar de eso perdemos tiempo y energías en las insufribles peripecias del pacto de gobierno, la triple paridad y el sunsun corda mientras los asuntos de verdad trascendetales para estas islas siguen esperando que alguien tenga a bien ocuparse de ellos.