¿Es la confrontación entre los seres humanos innata o está condicionada por el contexto? Según los vestigios arqueológicos, se piensa que durante el Paleolítico no hubo guerras, en el sentido estricto de la palabra. Pero durante el Neolítico, con el sedentarismo, la agricultura y la domesticación de animales, los conflictos debido al aumento demográfico y la posesión de la tierra podrían haber existido, según indican la presencia en varias Necrópolis -en Schletz, Austria y Talheim, Alemania- de heridas mortales en esqueletos de hombres, mujeres y niños. En este período también se produce el enfrentamiento entre los nuevos agro-pastores sedentarios y los últimos cazadores-recolectores nómadas. Pero hay otras teorías que defienden que el hombre fue violento con su propia especie desde mucho antes, como indica el investigador Jean Guilaine en su ensayo Caïn, Abel, Ötzi: L'héritage néolithique (Ed. Gallimard, 2011): "Los neolíticos no inventaron la guerra. Los cazadores recolectores del Paleolítico o del Mesolítico ya combatían". Esta teoría se vio reforzada por el hallazgo en 2012 de restos de una masacre ocurrida hace 10.000 años cerca del lago Turkana (Kenia), y que se considera la primera demostración de un conflicto violento. Se encontraron 27 individuos, de los cuales 21 eran adultos, y más de la mitad mostraban signos evidentes de violencia. Las conclusiones de los expertos, encabezados por la argentina Marta Mirazón Lahr, de la Universidad de Cambridge, se publicaron en 2016, y afirmaban que la llamada guerra de Nataruk "proporciona una evidencia única de que la guerra formaba parte del repertorio de las relaciones intergrupales entre los cazadores recolectores prehistóricos". Aunque para otros expertos se puede considerar que la violencia fue un elemento importante entre los habitantes del Holoceno, pero no se puede hablar estrictamente de guerra.En todo caso, los conflictos entre los seres humanos son una parte importante de nuestra historia, y reflejan una sociedad que solo evoluciona en su concepto de guerra, pero que es simplemente una transformación, manteniendo la esencia de la violencia entre los miembros de la misma especie. Algunas de las películas que forman parte de la programación del Atlàntida Film Fest abordan precisamente las consecuencias de los conflictos armados modernos. MEMORIA HISTÓRICA
La última película del historiador letón Dāvis Sīmanis, The year before war (Dāvis Sīmanis, 2021), propone una especie de viaje kafkiano durante el año 1913, el año antes del estallido de la I Guerra Mundial, protagonizado por un botones al que constantemente confunden con un tal Peter (que en cierta manera se revela como una especie de doppelgänger, un doble fantasmagórico) que provocará una huida a través de una Europa caótica durante un año, empezando en Riga y pasando por París, Praga o Viena, hasta acabar un año después en el lugar en el que comenzó. Y en este recorrido, que es una especie de proceso de madurez de un adulto, encontrará personajes relevantes como Lenin o Freud, que están descritos de una manera caricaturesca.
Hay, de hecho, una representación algo carnavalesca de esta Europa en crisis que conducirá irremediablemente a la guerra, como si esta circunstancia fuera algo inevitable, motivada por los egos y los nacionalismos. El viaje se va haciendo cada vez más surrealista, mostrado a través de un espléndido trabajo de fotografía en blanco y negro, casi expresionista, por parte del director de fotografía Andrejs Rudzāts. Pero este trayecto es también psicológico, representado en imágenes metafóricas como esas dunas nevadas en Siberia. Y aunque el trayecto desde el punto de vista formal puede dejarnos exhaustos, la representación de este proceso de madurez en mitad de una sociedad que no parece serlo acaba resultando singularmente lúcida.
La guerra de Argelia (1954-1962) es el conflicto bélico que está más marcado en la psique de la sociedad francesa, con heridas abiertas que no encuentran un camino para la cicatrización. Emmanuel Macron es el primer presidente de Francia que nació después de la independencia de Argelia, y durante la campaña electoral de 2017 llegó a calificar el colonialismo como "un crimen contra la humanidad". Pero el pasado mes de enero negaba la necesidad de que Francia protagonizara un acto de disculpas públicas por las atrocidades cometidas durante el periodo colonial, que duró 132 años. Las consecuencias de este conflicto están presentes en la sociedad francesa actual porque el auge de la extrema derecha en el país se ha construido a partir de la llegada de numerosos colonos europeos que huyeron de Argelia, y que sembraron las bases de un profundo sentimiento anti-árabe. Precisamente en Chez nous (Esta es nuestra tierra) (Lucas Belvaux, 2017), el director belga contaba la historia de una enfermera que comienza a militar en el Frente Nacional (FN) de Jean-Marie Le Pen, lo que desde 2018 se denomina Rassemblement National (RN), presidido por su hija Marine Le Pen. Su última película, Des hommes (La guerra sin nombre) (Lucas Belvaux, 2020) se puede considerar por tanto como una especie de continuación temática, que busca encontrar en retrospectiva los orígenes de este sentimiento racista.
El personaje de Bernard (Gérard Depardieu) es precisamente el paradigma de este perfil que surge de las heridas psicológicas de la guerra, un hombre amargado por los recuerdos del pasado, cuya actitud violenta es justificada por su hermana Solange (Catherine Frot) y contemplada en silencio por su primo Rabut (Jean-Pierre Darroussin), que también participó en la guerra pero que mantiene las cicatrices en su interior, durante noches sin dormir. Bernard es la bestia que exterioriza una especie de estrés post traumático no resuelto, mientras que en Rabut los demonios están dentro. La película está basada en el libro de Laurent Mauvignier Hombres (Ed. Anagrama, 2009), narrado a través de los pensamientos de sus protagonistas, y adopta también una narración de alguna manera literaria, lo que a veces obstruye una cierta fluidez en la historia. En realidad, el conflicto principal se establece a través del pasado, con una presencia breve de las tres estrellas del cine francés, que dan paso a actores más jóvenes que interpretan a sus personajes en los pasajes de la guerra.
Lucas Belvaux construye el conflicto a partir de las personalidades de sus dos protagonistas a la edad de veinte años, Bernard (Yoann Zimmer) y Rabut (Édouard Sulpice), cuyo proceso de deshumanización es gradual conforme sus ojos contemplan los horrores perpetrados: "Hombres. Los hombres lo habían hecho", recuerda el Bernard adulto. El director aborda las contradicciones a las que se enfrentan los jóvenes soldados, su condición de patriotas en una tierra que nunca ha sido su patria, especialmente cuando el protagonista entabla relación con una familia argelina pro-francesa. Pero sobre todo construye un puente que enlaza las heridas del pasado con las cicatrices del presente, que demuestra el arraigo profundo del trauma en generaciones que ni siquiera presenciaron el horror de la guerra.
CINE REENCONTRADO
El festival ofrece una selección de películas que han sido restauradas, y entre ellas se encuentra Distant journey (Alfréd Radok, 1949), que se considera una de las primeras representaciones cinematográficas del horror de los campos de concentración durante la II Guerra Mundial. La Filmoteca Nacional en Praga realizó una restauración 4k en 2019, a partir del negativo original, que fue presentada en el Festival de Berlín 2020, recuperando una de las obras fundamentales del cine checo, que influyó en directores como Miloš Forman o Jan Nĕmec. La historia se centra en una familia judía que sufre las represalias durante la ocupación nazi. "Transporte" es la palabra que nadie quiere pronunciar, la que marca el destino fatal de quienes son elegidos para ser enviados al ghetto de Terezin, un asentamiento forzado de judíos que servía como lugar de paso para los campos de exterminio.
Alfréd Radok provenía del mundo del teatro, y esta fue su primera experiencia cinematográfica, marcada por la profunda influencia que tuvo en él la película Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), pero que en Checoslovaquia se estrenó después de la guerra. Se trata de una película inclasificable, visualmente espléndida y en cierto modo experimental, que utiliza el montaje con un sentido del suspense y la tensión fascinantes, como en la secuencia del suicidio o ese momento de incertidumbre cuando Antonin visita a Hana en la clínica. Alfréd Radok se sirve con inteligencia de la técnica picture-in-picture, reduciendo el cuadro que muestra la ficción para introducir como elemento principal escenas documentales, extraídas de películas propagandistas nazis como El triunfo de la voluntad (Leni Riefenstahl, 1935). De esta forma, confronta la realidad con la representación de la opresión a los judíos que tiene a veces un tono heredado del neorrealismo, pero que en la imagen del ghetto de Terezin adopta una visión expresionista, con el uso de sombras y luces, la disposición en varios pisos y un desorden que está marcado por un sentimiento de claustrofobia. Dado que el propio ghetto se asentaba en el engaño hacia los judíos, que pensaban que era un simple asentamiento cuando en realidad era la puerta de entrada al traslado a los campos de concentración, esta representación ficticia resulta coherente. De hecho, los alemanes rodaron dos películas de propaganda en este ghetto, que fue convenientemente adecentado/maquillado como reflejo de las buenas condiciones de vida de los judíos.
Pero a pesar de esta envoltura visual, Distant journey se siente como una película honesta que muestra el horror de la ocupación con una rabia que pocas veces se ha visto en las muchas películas sobre el Holocausto que se han realizado. Como el momento en el que los prisioneros descubren que están siendo utilizados para construir una cámara de gas, cuyos primeros planos ponen los vellos de punta, o la secuencia de la liberación, que se muestra sin una catarsis emocional explícita (no hay música, cuando la música de Jirí Sternwald está presente en casi toda la película), pero al mismo tiempo es absolutamente emocionante: una joven corre entre las ruinas de la ciudad exterminada, tropezando, buscando un lugar desde donde lanzar el grito de esperanza: "¡Libertad!". Rodada en medio de manifestaciones "contrarrevolucionarias", la película se estrenó casi de incógnito en 1949, y fue retirada de los cines al poco tiempo. Aunque participó en el Festival de Cannes de 1950, ha quedado sin embargo como una de las películas más desconocidas de la cinematografía checa. El director Alfréd Radok fue prisionero del campo de concentración de Klettendorf, cerca de Breslavia, de donde huyó en enero de 1945, pero tras la ocupación soviética emigró a Suecia con su familia.
GENERACIÓN
Tras los ataques terroristas en la ciudad de París en enero y noviembre de 2015, el presidente François Hollande declaró a Francia "en guerra", lo que se tradujo en un aumento considerable de las fuerzas del orden, entre ellas el despliegue de más de 10.000 militares en lo que se llamó la Opération Sentinelle que se ha mantenido, con alguna reducción de efectivos, hasta la actualidad. En los últimos años se han producido varios suicidios de jóvenes que pertenecían a esta operación, lo que ha suscitado numerosas críticas. Durante las manifestaciones de los chalecos amarillos en 2019, el gobierno de Emmanuel Macron movilizó a los Sentinelle para controlar a los manifestantes. En cierta manera, se ha establecido una especie de militarización del país, especialmente en París, que surgió como una necesidad defensiva pero que se ha mantenido en el tiempo. La troisième guerre (La tercera guerra) (Giovanni Aloi, 2020) tiene como protagonista a un joven que se incorpora a este grupo militar en medio de un estado de paranoia, cuya misión es la de observar y vigilar sin intervenir.
En cierta manera, Léo (Anthony Bajon) es un elemento extraño en este grupo formado principalmente por jóvenes de minorías étnicas, como la sargento Yasmine (Leïla Bekhti) o su compañero de vigilancia, Hachim Bentoumi (Karim Leklou, uno de los protagonistas de la serie Hipócrates (Canal+, 2018-2021)). "Yo soy negro, Francia no me quiere. Pero ¿qué haces tú aquí, un blanco de La Roche-sur-Yon?", pregunta uno de sus compañeros. Giovanni Aloi construye una película bélica en un entorno de paz, con un progresivo aumento de la tensión provocada por la incertidumbre, por el enemigo invisible que puede estar detrás de cada persona, una amenaza fantasma que provoca una especie de estado continuo de vigilancia. Pero también produce un sentimiento de frustración en unos militares a los que solo se les permite observar y comunicar sus sospechas, pero nunca realizar una actuación directa. Y esta circunstancia provoca una progresiva declinación psicológica.
El segundo largometraje de Giovanni Aloi, director italiano afincado en Francia, fue seleccionado en la Sección Orizzonti de la Mostra de Venecia 2020, y también en la Sección Esbilla del Festival de Gijón 2020, y traslada la cotidianeidad de este grupo de soldados, en un ambiente eminentemente masculino y misógino, a pesar de (o quizás por) tener como mando directo a una mujer. Hay un sentimiento de camaradería que no oculta sin embargo conflictos personales entre los propios soldados. Pero la película se engrandece en las rutinarias vigilancias de los lugares turísticos de París, en la tensión provocada por una mirada sospechosa o una luz parpadeante en el interior de una furgoneta. Giovanni Aloi dibuja un perfil psicológico complejo, que quizás es algo extremo en el tercer acto, pero que plantea una interesante reflexión sobre el estado de alarma continuo que ha provocado la amenaza terrorista, una especie de calma tensa que convierte a nuestra sociedad en un entorno paranóico.
CONTROVERSIA
Al comienzo del documental The human factor (Dror Moreh, 2019) se deja claro que se nos va a presentar el conflicto palestino-israelí desde el punto de vista de seis negociadores norteamericanos, y su papel como mediadores en las negociaciones de paz entre 1980 y 2000. En este sentido, el planteamiento es honesto, aunque pueda ser discutible. El director israelí fue nominado al Oscar por su documental The gatekeepers (Dror Moreh, 2012), que tenía también a seis protagonistas, que en aquella ocasión eran miembros de los servicios de seguridad de Israel. Su propuesta en este caso pasa por analizar las conversaciones de paz entre Yassir Arafat y diferentes presidentes de Israel, desde Yitzhak Rabin hasta Benjamin Netanyahu, pasando por Ehud Barak, pero se centra sobre todo en la etapa protagonizada por la administración de Bill Clinton. Hay un prólogo que destaca el papel del Secretario de Estado James Baker durante la presidencia de George Bush, pero las referencias a presidentes posteriores son casi inexistentes (Barak Obama) o tienen un cierto tono irónico (Donald Trump).
Dror Moreh parece ser consciente de la controversia de su propuesta cuando interpela a sus protagonistas preguntándoles cómo es posible que pudiera ser imparcial un grupo de negociadores que eran todos judíos. Y efectivamente hay algo de autocrítica cuando Daniel Kurtzer menciona que los Estados Unidos ha actuado, básicamente, como un "abogado de Israel", o cuando Aaron Miller concluye que "vimos el mundo como queríamos que fuera. No como era en realidad". Pero estos momentos no eximen al director de una cierta falta de profundidad en su análisis del conflicto y una clara falta de imparcialidad cuando solo introduce a un interlocutor árabe, Gamal Helal, al que tampoco dedica demasiado tiempo, aunque es el que incorpora elementos más conflictivos y pesimistas, como cuando admite que en estos momentos no existe una solución de estado para esta larga confrontación.
De todas formas, The human factor plantea cuestiones interesantes en torno a las negociaciones de paz, en un formato clásico que mezcla las entrevistas (que son lo más importante) y las imágenes de archivo utilizadas con una cierta creatividad, e incluso diríamos que con una clara intencionalidad. Se consigue introducir un ritmo constante a través de las tensiones que marcaron las negociaciones, y destaca especialmente la atención especial que se le presta a la relación entre Yitzhak Rabin y Yasser Arafat, que protagonizaron el momento de mayor esperanza para la pacificación, truncada por el asesinato del primer ministro israelí. Y resulta impactante la emoción que provoca en Dennis Ross (enviado a Oriente Medio con George Bush y con Bill Clinton) el recuerdo de la muerte de Yitzhak Rabin, al que tanto el presidente norteamericano como él mismo consideraban el único representante israelí que realmente quiso llegar a un acuerdo de paz. Luego desembarcaron las triquiñuelas de Ehud Barak y las acciones beligerantes de Benjamin Netanyahu. The human factor es un documental que gana en interés cuanto más se identifica su parcialidad y su sectarismo, en cuanto ofrece el punto de vista norteamericano sobre el conflicto palestino-israelí, con la necesaria influencia de Siria y el tirano Háfez al-Ásad, al que por lo menos califican como una persona fría. Y sustituye su falta de profundidad con un relato claro sobre la necesidad de encontrar lazos personales para alcanzar el éxito en las relaciones diplomáticas. Como afirma Dennis Ross: "No se puede ignorar el factor humano. Alguien con tacto humano trata al otro con respeto. Alguien con tacto humano no piensa en engañar a nadie".
Parte de la programación del Atlàntida Film Fest se puede ver en Filmin hasta el 26 de agosto.
Hipócrates se puede ver en Filmin.