Revista Opinión

Atrapado

Publicado el 18 agosto 2019 por Carlosgu82

Un bonito día de verano donde el cielo azul sin nube alguna deja lucirse a un sol majestuoso y apuesto, decido salir a pasear por los márgenes del río. La mañana tranquila y mi caminar vivo hacían que todo pareciera más hermoso aún. Suelo caminar, cuando mi ánimo me lo permite, río abajo, pero esta vez, no sé porqué me dirigí al contrario. Ya lo había hecho en alguna otra ocasión.

Llevaba recorridos varios cientos de metros cuando ante mí distinguí una planicie gratamente suave y extensa, no había árboles y la vegetación parecía baja, me aproximé con inquietud. No recordaba haberla visto antes. Al llegar a ella, noté cómo el sol perdía su brillo, miré hacia el cielo, pero una nube que hacía unos minutos no estaba me impidió ver dónde se posicionaba este. Me percaté de un comportamiento extraño en la nube, parecía aumentar de tamaño y situarse justo sobre mi cabeza. Era cada vez más densa y oscura.
De repente una luz muy intensa me cegó, miré alrededor, pero sólo veía un resplandor blanco y brillante. Me tapé los ojos hasta que entendí que era inútil. El terreno estaba tapizado de blanco, del cielo comenzaron a caer algunos copos de nieve, escasos, dispersos; yo miraba asustado aquel portento, hipnotizado por el fenómeno, pero a la vez tranquilo por la paz que me transmitía.

Escuché entonces una voz dulce, suave; la oía, pero no podía deducir de dónde procedía, pues parecía venir de todas partes. Era una voz femenina, una voz azul, angelical. La reconocí. Lo paradójico era que no podía recordar a quién pertenecía, sólo sabía que me era muy familiar y que era de alguien muy importante para mí.

De repente podía verla ahora, estaba delante de mí, a unos cincuenta metros de donde yo me encontraba, en dirección al río, allí donde comenzaba la hilera de árboles; una mujer danzando sin apenas tocar el suelo, parecía que movía los labios como si estuviera cantando. Me fui acercando lentamente mientras veía sus movimientos elegantes, precisos y delicados, poseía una gracia exquisita. A pocos pasos de ella, se volvió y me miró fijamente. Entonces me habló con familiaridad.

– Hola, cariño. Te estaba esperando.- Dijo sin dejar de bailar esa danza mágica en la que no tocaba tierra.

Me resultaba conocida, ya no sólo por su voz, también por su rostro, aunque no podía recordar de quién se trataba. Me sentí enormemente atraído por ella. Inmediatamente después de hablarme, comenzó a correr. La nieve caía ahora copiosamente, impidiendo mi visibilidad.

Corrí tras ella, pero ya la había perdido de vista. Desorientado continué corriendo. A medida que la tormenta se hacía más densa, mi miedo era mayor. Entonces, al dar el último paso, mi pie no encontró apoyo y comencé a caer. Era un pozo sin fondo. Me llené de rabia, frustración e incertidumbre. No entendía qué pasaba, no podía ver nada; tal vez estaba a punto de morir y ni siquiera sabía porqué.

Grité con desesperación, con desconsuelo y me resigné a morir. De pronto volvía a estar de pie en tierra firme frente a ella, me miraba extrañada. Ahora sí que sentía miedo, tenía frío y ansiedad, vértigo. Ella no apartaba su mirada de mí a la vez que seguía danzando. Si embargo, ahora lo hacía con movimientos artificiales.

Parpadeé en un intento por despertar, pero no dio resultado. No pude evitar volver a mirarla y noté en su mirada una singularidad que me alarmó.

Traté de recordar algo que me llamara la atención en ella. Estaba seguro que tenía alguna relación con mi pasado, pues mirarla despertaba en mí como una luz; era como abrir una puerta, pero sentía miedo de mirar al otro lado. Cuantas más vueltas le daba, más confusos se volvían mis pensamientos y por cada uno nuevo que surgía, el inmediatamente anterior lo olvidaba.

Ella me llamó por mi nombre. Sus palabras resonaban dentro de mi cabeza como un eco del ayer. Al oírlas mi corazón se aceleraba. Era tan gratificante esa sensación amablemente familiar.

– ¿Estás bien, mi amor?.- Preguntó con una enorme dulzura.

Inevitablemente me perdí en la inmensidad de pensamientos erráticos que me bombardeaban; la confusión destrozaba mi mente. Era imposible ya recuperar algún recuerdo, sólo quedaban las dudas, las cicatrices en mi memoria, y así las fui repasando infinitamente hasta el final de mi vida; ese en el que mi corazón se detuvo.

– Lo siento, señora. En realidad no conocemos nada sobre la mente. Y la locura es todo un enigma.- Le dijo el Psiquiatra a la desconsolada esposa.


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