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Estaba yo presenciando una escena de horror clásico: en una habitación oscura, una mujer vestida de negro —con un traje quizá anterior a la Gran Guerra del 40— pendía del techo, sostenida por hilos de nailon que la mantenían como a una marioneta. Tenía la mirada perdida, tal vez drogada, tal vez en trance, aunque aún le quedaban destellos de voluntad: se agitaba con torpeza, como intentando
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