Revista Opinión

Atunes sin paraíso

Publicado el 13 julio 2015 por Crecepelo
Atunes sin paraíso

          Decía Picasso que a los dos años pintaba como Velázquez, pero le costó toda una vida llegar a pintar como un niño.

   Javier Krahe era ya viejo a los treinta y ha tenido que vivir otros cuarenta para morirse en plena juventud.
   Yo lo descubrí – y a Sabina y Alberto Pérez- en aquel programa de Tola de la segunda cadena. Eran los tiempos de La Mandrágora, el mítico local en que se dieron a conocer y al que echó el cierre el alcalde Tierno, porque en todas partes, querida Manuela, cuecen habas. 
   Estaba yo entonces entre los trece y los catorce y era, como Krahe, un niño de colegio de pago con inquietudes y vagamente rebelde.
    “El hombre puso nombre a los animales con su bikini, con su bikini…” se choteaban en la telefunken de mi casa aquellos pintas con camiseta a rayas, cigarro, vaso de güisqui y mu poquísima vergüenza. Como es natural, me atraparon para siempre.
   Con el tiempo comprendí que Krahe no era sólo un tipo serio con mucha retranca, sino que además animaba sus canciones una suerte de aristocracia moral, de elegancia interior -¿acaso hay otra?- que convertía a su autor en un personaje extraordinariamente atractivo.
   Lo que en otros era rabia y panfleto, en Krahe adoptó las formas suaves de la gracia, el garbo y la galanura.
   El humor de Krahe –literariamente rigurosísimo- nos mejora a quienes lo escuchamos. Como dice su cuate Joaquín, cuando uno se ríe con él se siente más noble y más inteligente.
   El maestro de la ironía se ríe sobre todo de sí mismo –y yo que perseguía la gloria de Cervantes, heme aquí en la glorieta de Quevedo-; tras una declaración grandilocuente, inmediatamente rebaja las expectativas, lo que le hace cercano y entrañable.
   Es el viejo truco del seductor brasseniense; en realidad, Javier Krahe, como su maestro, fumaba más que cantaba, y si se atrevió a ponerse detrás de una guitarra, fue con la intención prioritaria de ligar.
   Y para eso no era necesario afinar –afinar es un elitismo-; las enamoraba con su mirada alemana y una voz grave que les hablaba en su propio idioma: las canciones de Krahe no hablan de mujeres, sino que en ellas hablan las mujeres. Era muy listo, el cabrón. Y más tierno que un osito haribo.
   Acrata, libérrimo, maestro de la esdrújula, Javier Krahe ha sido un lujo irreverente para este país adocenado y mezquino. Lo normal era el boicot, la censura, el proceso, el respaldo minoritario.
   El vivió tranquilo su historia sabiendo que su nariz no se asomaría a las puertas de la gloria ni acabaría encaramada a un pedestal para solaz de palomas y estorninos.
   En tiempos de trinchera, prefirió caminar con una duda que con un mal axioma y por no echar el voto en cualquier saco roto, se abrazó a una quimera sin bandera.
   Vivía en la calle del Pez y se ha muerto en la costa gaditana de los atunes.        Ahora Annick, su mujer, tendrá que vigilar también la marea.

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