Luis Salas.
Como suele pasar en estos tiempos en el que muchas revelaciones le llegan a uno frente al televisor, un día viendo en cable chileno un programa británico de concursos, entendí algo que había leído en Joan Robinson, pero que no había captado en su profundidad: que, contrario a lo que plantean los economistas, es incompatible la maximización racional del beneficio individual con la idea de equilibrio general en situación de competencia perfecta, que si es verdad lo primero, no puede ser verdad lo segundo, y mucho menos a la vez.
Y si lo entendí un día viendo televisión, lo que pasa en el país con los aumentos salariales y el comportamiento de nuestros “empresarios” y comerciantes, acabó por convencerme.
El programa en cuestión, llamado Divided, era uno típico de preguntas y respuestas donde los concursantes van acumulando dinero conforme avanzan. Sin embargo, este tenía una particularidad: que los concursantes, desconocidos entre sí hasta entonces, funcionaban como un equipo. Y en consecuencia, en la ronda final debían ponerse de acuerdo en cómo repartir el dinero que habían logrado acumular.
Y allí empezaba lo bueno. Pues a la hora de ponerse de acuerdo, la cosa pasaba por definir lo que cada quien creía merecer, al tiempo que la producción disponía que una de las valijas tuviera el 60% del premio, otra guardara un 30% y la tercera se quedara con solo el 10% del botín. Cada cual contaba un máximo de 15 segundos para exponer sus razones, siendo que por regla general todos argumentaban merecer la tajada más grande, por lo que terminaba resultando imposible llegar a un arreglo voluntario.
Concluido el plazo para que cada uno explayara sus motivos, se ponía en marcha una cuenta regresiva de 100 segundos que a su paso licuaba el pozo final que debían repartirse, de modo que los participantes tenían sobre sí la amenaza de terminar con las manos vacías de no llegar a un acuerdo, lo que pasaba casi siempre.
No sabría decir si los productores del programa querían darnos con ello algún tipo de moraleja, pero lo cierto es, volviendo al inicio, que la conclusión es clara: que en una situación de “libre” competencia, la ambición por querer obtener la mayor ganancia termina siendo incompatible con una situación de equilibrio, pero más aún, con la misma racionalidad que supuestamente sostiene lo primero, pues incluso en el caso de aquellos pocos que lograron llegar a un acuerdo, lo hicieron en un punto en el cual quien finalmente se quedó con la porción más grande acabó con menos dinero que si hubiera aceptado de entrada la tajada más chica.
Algo similar les pasa, como decía, a los empresarios y comerciantes con los salarios: en la carrera por quedarse con la mayor parte del botín, emprenden una guerra contra estos por tres vías: queriendo pagar menos, aumentando los precios, o ambas cosas a la vez, sin tener en cuenta que una vez que lo logran terminan afectados ellos mismos ganando también menos.
El problema es que los empresarios y comerciantes conciben el salario como un gasto. Y siguiendo las reglas contables más básicas, buscan reducirlo. El detalle es que la economía es algo más complejo que la simple contabilidad de una empresa, entre otras razones porque no trata sobre cuentas individuales, sino de fenómenos colectivos que deben ser evaluados colectivamente (es decir, no trata sobre el comportamiento de una empresa aislada, sino de todas las empresas y agentes económicos actuando al unísono y determinándose mutuamente). De tal suerte, por la misma razón por la cual los concursantes de Divided, aspirando ganar lo más solo provocan ganar menos, nuestros “empresarios” y comerciantes al lanzarse contra los salarios licúan la fuente de sus ganancias, que son los salarios de los trabajadores que permiten se vendan las mercancías que comercian.
La paradoja keynesiana de los agregados nos ayuda, una vez más, a comprender esto: si en un contexto determinado un actor económico sube los precios, puede, en efecto, obtener ganancias extraordinarias. Pero si todos lo hacen se genera el efecto contrario. De la misma manera, si en un contexto determinado alguien paga menos puede obtener ganancias extraordinarias, pero a condición de que sus competidores no lo hagan. Pues si todos comienzan a hacer lo mismo, entonces todos los salarios caen y, por tanto, las ventas globales y a la larga las ganancias. Esto es justo lo que está ocurriendo actualmente en nuestro país, donde la depresión salarial provocada por el alza especulativa de los precios induce a la mayoría a comprar solo lo estrictamente necesario en materia de alimentos, fundamentalmente a las redes más concentradas (Polar y compañía). Pero además, como el único en este contexto que no puede ajustar el precio de su mercancía es el trabajador asalariado, que vende su fuerza de trabajo y a cambio recibe un salario (que es el precio de su trabajo) que ni fija ni mucho menos puede variar a voluntad, termina resultando que al reducirse su poder adquisitivo por el alza de los precios, forzosamente a la hora de consumir se vuelve más selectivo y disminuye, reorienta o simplemente suspende la compra de determinados bienes y servicios, lo que se traduce en una caída de las ventas, que empieza por afectar a aquellos que son vendedores o prestadores de bienes o servicios no esenciales o de los cuales más fácil se puede prescindir. La respuesta automática de los comerciantes y productores ante esta situación suele ser subir aún más los precios buscando “protegerse”. Pero está claro que por esta vía lo único que se logra es profundizar aún más la tendencia regresiva, tal y como estamos viendo.
Si en Divided hubiese un árbitro que impusiera los términos de un acuerdo justo, al cual los concursantes no puedieran llegar por sí solos dado que cada uno piensa y actúa egoístamente, la experiencia de irse con las manos vacías podría evitarse. En las sociedades civilizadas ese árbitro es el Estado, el único ente, hasta nuevo aviso, facultado y concebido para pensar colectiva y no individualmente. Por más observaciones que se puedan hacer al desempeño del Gobierno en la superación de la coyuntura que vivimos, parece claro que el presidente Maduro piensa así. Pero está demostrado también que los comerciantes y “empresarios” están resueltos a lo contrario. El drama es que en esta resolución arrastran al país entero con ellos. Son como esos bañistas cuyas imprudencias los ponen al borde de la muerte y que no solo forcejean con quienes los quieren salvar, sino que intentan hundirlos. Incapaces de mirar más allá de sus narices y llevados por una racionalidad pulperil de corto plazo que se vuelve inmediatamente irracional a mediano y largo, nuestros empresarios y comerciantes despotrican contra los aumentos de sueldos por decretos presidenciales y se lanzan inmediatamente contra ellos, sin percatarse de que lo único que logran es hundirse más, hasta ahogarse.