Tal vez fue el sabor de la cerveza fría, las luces de la calle, la mujer alemana cantando canciones en inglés, las risas, la fraternal compañía o la incertidumbre. Mientras lo veía todo como a través de un lente, experimenté una fugaz nostalgia. Sentí como si nos estuviera viendo en un video muchos años después; viejo, cansado, y añorante.
Estos días son de luz tenue, de lámparas de luz cálida en el piso, de abrazos enérgicos, risas estridentes y trazos indefinidos. La cosa de alumbrar las noches con velas es que todo se ve menos nítido. Esa luz ofrece poca claridad, pero nos da la bienvenida; hace que las sombras se diluyan y se coloren de naranja.
Pienso, mientras caminamos por la calle riendo y con los brazos entrelazados que aún tengo ganas de llenarme la vida de primeras veces, de seguir siendo alquimista de momentos y de que de vez en cuando nos sorprenda el amanecer borrachos y semidesnudos. ¿Cuándo se hizo tan tarde tan pronto?
El presente dura un instante y se convierte en nada, no puedo decir que me aterra, pero me fascina, y la fascinación y el terror son primos muy cercanos. El sol sale y una luz blanca y metálica baña nuestras caras azuladas y ojerosas. Estamos sentados en una sala. Alguien cuenta un chiste y sonreímos de nuevo. Los párpados cada vez más pesados comienzan a perder la lucha contra la gravedad, lentamente uniéndose unos con otros en un beso silencioso.
La colección de recuerdos que durarán mientras nuestras mentes estén lúcidas se asientan en alguna circunvalación de nuestros cerebros. Los rostros fraternos iluminados tenuemente, el sabor amargo y espumoso de la cerveza, el roce de nuestras manos, nuestros pasos enérgicos rompiendo el silencio de la noche y la voz de la cantante alemana se disipan con la reveladora luz de la mañana.
Así, sin sombras y bajo el escrutinio de la luz intensa, comienza a dolerme la cabeza. Cierro la cortina. Aún tengo ganas de ser joven.
Fuente: Carlos Ferráez abril.
C. Marco