Revista Opinión
Hasta que no enterramos a mi madre no supe que era verdad lo que contaba. Siempre achaqué a su imaginación o fantasías lo que durante toda su vida nos parecía un cuento para hacernos creer que tenía un poder o un aura especial. Cosas que relatan los mayores para sentirse superiores y subyugar a los inocentes hijos que admiten por verdadera cualquier patraña. Pero durante su entierro me di cuenta de que era verdad. Era cierto lo que contaba. Se había pasado la vida diciendo a quien quisiera escucharla que, si miraba con interés o admiración cualquier flor o planta de algún jardín, éstas aparecerían marchitas al día siguiente. Pero si las miraba de reojo, sin mostrar que le gustaban, no pasaba nada. Por eso, aseguraba, no tenía macetas con flores naturales en casa, sólo de plástico. Era como un aviso que periódicamente nos hacía, una especie de advertencia. Al principio, mientras relataba aquellas historias, me quedaba embelesado y miraba con expectación las flores de plástico que teníamos en el salón. Y me las imaginaba doblándose poco a poco, hasta romperse y caer de los floreros al cabo de un rato. Por entonces también creía en los Reyes Magos y que Supermán volaba de verdad. Pero en cuanto vestí pantalones largos, aprendí que los adultos nos engañan continuamente como bobos ingenuos. Me convertí en un incrédulo insoportable. Hasta, ayer, que la enterramos. Habíamos pasado toda la noche velando su cadáver en el tanatorio tras fallecer, sin apenas darse cuenta, en el hospital. Ya era muy mayor y murió de vieja. Cuando marchábamos, caminando en silencio y compungidos, detrás del coche fúnebre a enterrarla en el nicho del cementerio, rodeados de tumbas y cipreses, me percaté de súbito que decía la verdad. Que era cierto que marchitaba las plantas. Lo comprendí porque las coronas de flores del sepelio ya estaban poniéndose mustias, a pesar de no llevar ni un día colocadas junto a su ataúd. Y me impresionó hasta las lágrimas que Incluso muerta el aura de mi madre fuera capaz de marchitar las flores. A nadie le confesé que no lloraba su muerte, sino no haberla creído nunca. Pobrecita.