Hay una tendencia creciente en los centros escolares a tener que demostrarse que son centros culturales, con iniciativas como semanas culturales, conmemoraciones y efemérides de toda índole, actos sacados de contexto pero que a todos nos saca de contexto. Uno tiene la sensación de que no trabaja lo suficiente por la cultura, o el conocimiento de sus alumnos, que sus maratonianos años de lectura y dedicación se quedan cortos para dicha labor, y que, en definitiva, no hace todo lo que podría hacer por educar bien a sus alumnos. Se trata de una tendencia inercial, que a no pocos arrastra, y que sirve además de espejo donde reflejarnos y darnos una identidad. No sé si alguna vez fuimos newtonianos, kantianos o shakesperianos, pero ahora somos "bilingües", "inclusivos" o "innovadores", algo alejado de nuestra realidad más próxima. Yo tenía en mente una idea muy distinta del sentido de las actividades conmemorativas, pensaba, ingenuo de mí, que debían de servir al único propósito de visibilizar el valor adulto del conocimiento. O eso aprendí siendo un adolescente, cuando veía a todo un centro desplegarse con la llegada de alguna figura de la literatura o de las ciencias.
Sin embargo, aquella tendencia, que empieza a ser ya asfixiante, esconde algo muy valioso, algo que siendo advertido puede devolvernos nuestra identidad camuflada. Esconde, digámoslo así, una cierta sensación de inconformismo, o de insatisfacción, que se manifiesta cada vez que alguien propone otra cosa o quiere añadir un nuevo ingrediente al plato. La insatisfacción es la llave del cambio, el motor inmóvil que todo lo mueve, incluso realidades volátiles como el conocimiento. Y ahí va mi consejo: aprendamos de ella, vivámosla hasta el fondo, y quizá descubramos qué es lo que nos pasa para querer autoafligirnos con tanta sobrecarga cultural y volvamos, aunque sea por unos momentos, a sentir bajo nuestros pies.