Revista Cultura y Ocio

Autocines – @_vybra

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Otro día más. Siempre pienso lo mismo cuando suena el despertador y pego un salto de la cama en dirección a la ducha, haciendo una pequeña pausa frente al equipo de música para ponerlo en marcha.

Ducha, café, croissant y rumbo al trabajo con la música sonando por encima del ruido de coches de esta gran ciudad.

Tras aparcar toca correr para llegar a tiempo, mientras me intento convencer mentalmente de que no debería apurar tanto el tiempo. Saludos en la entrada, corriendo hacia mi planta y siempre el mismo gesto, sacar la lengua a mis compañeros del turno de noche mientras me dirijo al vestuario a cambiarme.

Casi estoy lista y la rutina de cada día me lleva a pararme frente al espejo para recogerme el pelo en una coleta alta o un moño mal hecho. Debería peinarme, siempre me lo repito, pero creo que nunca he valido para darle demasiada importancia a mi aspecto. Eso sí, la sonrisa es el complemento que nunca olvido ponerme.
Preparada, al lío.

Lo primero es pasar por el puesto de enfermería para que me informen de cómo han pasado la noche los pacientes y, tras eso, asignar puestos, preparar medicamentos, verificar pruebas médicas y asegurarme de que todo está preparado antes de que llegue el desayuno.

Tras la marcha del turno de noche empiezan las prisas del turno de día y las carreras de habitación en habitación, que no acabarán hasta que se recojan las bandejas de la comida y todo parezca adormilarse a la espera de iniciarse el horario de visitas.

Me gusta el silencio que reina ahora en los pasillos libres de médicos, de servicio de limpieza y de celadores trasladando de un lado a otro las camillas. Llegada esta hora siempre hago lo mismo y me quito los zapatos para ir de habitación en habitación a observar que todos están tranquilos hasta completar un total de 23, que son las que ahora mismo están ocupadas.

Como buena maniática sigo mis rituales y primero van los números pares. En la 2, María finge dormir de espaldas a la puerta y yo finjo saber que sueña despierta con escapar por la ventana que observa. En la 4, Esteban sonríe cuando desde la puerta tuerzo la cabeza para mirar la televisión y él entiende, sin mediar palabra, que debe bajarle el volumen. De la 6 a la 18 me reciben los ronquidos y silencios de los denominados, por mi, batallón de la siesta. Nunca falla, siempre duermen. La 20 es de Raquel, en coma desde hace meses y la 22 de Mario, que me saludó con un gruñido, incluso antes de abrir su puerta.

Todo en orden, a por los impares.

23, dormido; 21 y Carlos leyendo; 19, hoy no está de humor y se gira al escuchar la puerta; 17, se quejaba de dolor y está con él una compañera; 15, Sandra me sonríe y me dice que hoy estoy más guapa que nunca; 13 y sus enormes ojos marrones me saludan; en la 11, Julián maldice a España entera; la 9 huele al maquillaje y perfume de Andrea y su opción de peluquería en vez de siesta y, tras la 9, 7, 5, 3 y 1, las máquinas de constantes vitales indican que todo sigue en orden… así que de vuelta, como cada tarde, a la habitación número 13.

Adoro mi trabajo e intento tratar a todos por igual, pero aquí, como en la vida, existen personas con las que sientes una química especial y el número trece es la mía. Abro de nuevo su puerta y sin dejar de mirarme fijamente me suelta su saludo diario… “Ya pensaba que no venías, Maia” y yo sonrío, confirmándole al hacerlo que no podría resistirme a volver aunque quisiera. Tras eso, cierro la puerta y, sin apenas hacer ruido, tomo asiento junto a la cama de Álvaro y agarro con fuerza su arrugada y enorme mano y él responde a mi gesto atrapando la mía entre las suyas.

Álvaro lleva meses con nosotros y desde que entró por la puerta supe que sería especial para mí y aún no sé cuál fue la razón exacta. Quizá fue que llevaba puesto un sombrero de ala ancha, tal vez que en su regazo destacaba ese libro que siempre leo o a lo mejor que olía a sándalo y sonreía. No lo sé, pero desde ese día he ido aumentando el tiempo que paso en su habitación a la hora de mi comida, cuando todo está en calma o cada vez que necesito que su presencia me otorgue algo de paz.

Adoro disfrutar de su compañía y él de la mía. Juntos y a deshoras, hemos elaborado disparatados planes para cambiar el mundo, visto una película en el autocine, encontrado el remedio contra la apatía y debatido sobre cualquier tema que nos apetecía.
Es tanta nuestra conexión que hemos aprendido a interpretar el silencio del otro, a dirigir la conversación hasta donde sabemos que ha de hacerlo y a esquivar los puntos que duelen si las lágrimas empiezan a dotar de brillo los ojos de quien habla.
Sin soltar su mano, mi máquina del tiempo, he viajado a su infancia, conocido al amor de su vida y a sus tres hijos, he sufrido y llorado tanto como he reído. A través de mis ojos, su ventana al mundo que ya no visita, él ha conocido mi cafetería preferida, mi predilección por las clavículas, paseado por calles que ya no reconoce o jugado con mi hija.
Sentada en el suelo, junto a su cama, he sentido que volaba mientras escuchaba de su voz ronca partes de la historia que yo solo conocía por los libros y sentido como mías todas las derrotas que su alma ha vivido. Y él, a través de mi dulce voz, ha recordado cómo canta un corazón ilusionado, cómo baila un cuerpo enamorado y cómo arrastra los pies al sentirse decepcionado. Nos complementamos, continuamente. Álvaro es mi calma cuando yo soy huracán y yo me transformo en sonrisas cuando la tristeza ha empañado su alegría.
Le quiero, sin duda alguna.
Le miro y, a pesar de sus arrugas, sigue siendo un hombre atractivo y no puedo evitar decirle, entre risas, que ojalá lo hubiese conocido hace 20 años tan solo por escuchar de nuevo su respuesta:

Maia, si te hubiese conocido hace veinte años, habría cometido un delito.

Y de nuevo, como siempre, ambos intentamos contener la carcajada para no incomodar al resto de pacientes.

El tiempo pasa muy deprisa cuando estás a gusto y los pasos en el pasillo nos recuerdan a ambos que ha llegado la hora de volver a la rutina.
Me pongo en pie y, tras besar su frente, salgo de su habitación para sonreír y resolver cualquier duda que a algún familiar o amigo se le presente.

La jornada continúa, entre informes y compañeros, hasta que el turno de noche da el relevo y, como cada día, tras quitarme el uniforme y liberar mi pelo, la habitación número 13 recibe mi visita para continuar con nuestra mágica rutina.

Al abrir la puerta, Álvaro ya está listo y, sin decir palabra, me acoge entre sus brazos para bailar juntos una canción que nadie escucha, ya que sale de nuestros corazones.
Al acabar, le ayudo a meterse en la cama y para hacerle rabiar, pese a que lo adora, le leo un capítulo del principito antes de marcharme a descansar.

– Buenas noches, marqués.
– Buenas noches, ratoncita.

Y, sonriendo, salgo de su habitación a la vez que saco de mi bolso un poco de queso que voy devorando hasta llegar al coche donde pongo la música a todo volumen para no perder la costumbre.

Al llegar a casa todo está en orden y, tras el baño y la cena, caigo en mi cama rendida vencida por el sueño.

El sonido del teléfono me ha despertado y no sé ni qué hora es. A ciegas lo busco sobre la mesita y mi voz dormida contrasta con la de Román al otro lado.

Maia, siento despertarte, pero Álvaro ha fallecido.

– Gracias.

Y cuelgo sin saber qué decir.

Álvaro… intento levantarme de la cama, pero mi cuerpo de pronto se ha convertido en hierro y no consigo moverlo. Me falta el aire por momentos y la cabeza me da tantas vueltas que no sé si he conseguido levantarme. Sí, estoy en pie y, mientras las lágrimas atraviesan mi cara, me descubro reflejada ante el espejo bailando, sola, una canción que nadie escucha porque salía de nuestros corazones.

{Para Alain, que no podrá leerlo. Ya ves, papá, sigo haciéndolo todo con el corazón como me enseñaste y continúo bailando esa canción que nadie toca. Te quiero}

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