Revista Cultura y Ocio

Autoretratos literarios.

Publicado el 22 noviembre 2014 por Alguien @algundia_alguna

También los escritores se han autorretratado a lo largo y ancho de la Historia. Desde San Agustín, Santa Teresa de Jesús y Rousseau a Karl Ove Knausgård, el último fenómeno memorialístico. Ofrecemos los diez textos capitales del género autobiográfico. Son los «selfies» literarios:

1.- «Confesiones», San Agustín.

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Es preciso considerar la vida de Agustín de Hipona sobre el telón de fondo de intensas transformaciones, por medio de las cuales el estilo de vida clásico fue convirtiéndose, en el tránsito del siglo IV al V, en un estilo de vida cristiano. Sus padres habían fomentado en él la ambición del éxito y Agustín utilizó las posibilidades que su esmerada educación le ofrecía. A los treinta años era un eminente profesor de retórica en Milán y pudo contraer matrimonio y emparentar con una de las mejores familias de la ciudad. Pero el tema más dramático de su vida fue que el desarrollo espiritual que experimentaría entró en conflicto con este ideal clásico, convirtiéndose en el hombre-puente entre dos épocas, la antigua y la medieval. Sus Confesiones fueron un acto de rendición total ante Dios a raíz de la conversión experimentada en el año 386. Escritas diez años después, fundan un tipo de autobiografía: aquella en que un momento, susceptible de ser fechado, sirve para ordenar la experiencia anterior, gracias a la iluminación de un giro copernicano.

“Yo fui, y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse; mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo?, ¿hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas. Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a gritos con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana, y mañana? ¿Pues por qué no ha de ser desde luego. y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?”

(«Confesiones», San Agustín. Traducción de Pedro Rodríguez Santidrián. Alianza, 12,80 euros)

2.- «Libro de la vida», Santa Teresa.

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El manuscrito de la Vida de Santa Teresa se halla, en El Escorial, junto a uno de San Agustín. No es mala vecindad, pues ella tuvo muy presente la autobiografía agustiniana al escribir la suya, a partir de 1561; y sin pretenderlo consiguió que su texto dialogara en pie de igualdad con la lúcida obra del obispo de Hipona. La popularidad de Santa Teresa fue, desde el principio, enorme. Pero es que la existencia y la escritura de aquella mujer abulense, tan ajena siempre a las glorias del mundo, vino a coincidir con la cultura española de su tiempo. El papel de España en la Historia estuvo, a lo largo de esta fecunda etapa, vinculado a la vitalidad de su vida religiosa. Y pasó a ser el escenario del movimiento místico más grande de todos los tiempos. Tal vez lo más valioso de la Vida es la libertad y despreocupación que muestra la religiosa carmelita por encajar en un modelo. El centro de su Vida es lo que sucede en su mundo interior y en su compleja y sutil relación con Dios.

“Pues estándome sola, sin tener una persona con quien descansar, ni podía rezar ni leer, sino como persona espantada de tanta tribulación y temor de si me había de engañar el demonio, toda alborotada y fatigada, sin saber qué hacer de mí. En esta aflicción me vi algunas y muchas veces, aunque no me parece ninguna en tanto extremo. Estuve así cuatro o cinco horas, que consuelo del cielo ni de la tierra no había para mí, sino que me dejó el Señor padecer, temiendo mil peligros. ¡Oh Señor mío, cómo sois Vos el amigo verdadero; y como poderoso, cuando queréis podéis, y nunca dejáis de querer si os quieren! ¡Alaben os todas las cosas, Señor del mundo! ¡Oh, quién diese voces por él, para decir cuán fiel sois a vuestros amigos! Todas las cosas faltan; Vos Señor de todas ellas, nunca faltáis. Poco es lo que dejáis padecer a quien os ama. ¡Oh Señor mío!, ¡qué delicada y pulida y sabrosamente los sabéis tratar! ¡Quién nunca se hubiera detenido en amar a nadie sino a Vos! Parece, Señor, que probáis con rigor a quien os ama, para que en el extremo del trabajo se entienda el mayor extremo de vuestro amor. ¡Oh Dios mío, quién tuviera entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma! Fáltame todo, Señor mío; mas si Vos no me desamparáis, no os faltaré yo a Vos. Levántense contra mí todos los letrados; persíganme todas las cosas criadas, atorméntenme los demonios, no me faltéis Vos, Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien sólo en Vos confía”.


(«Libro de la Vida», Santa Teresa de Jesús. Edición de Otger Steggink. Castalia, 17,90 euros)

3.- «Las confesiones», Rousseau.

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Rousseau escribe su autobiografía en circunstancias extenuantes, entre 1764 y 1770: el periodo más turbulento de su vida. Ni siquiera tenía un domicilio fijo. Su aspecto excéntrico (debido a una indumentaria pensada para aliviar los dolores causados por los catéteres y la infección urinaria que tanto le atormentaba), las acusaciones recibidas por parte del temible Voltaire en relación a los cinco hijos abandonados en un orfanato, la hostilidad de sus paisanos ginebrinos, la expulsión que sufre en Berna…, todo parece conciliarse en su contra y le empuja a escribir sus confesiones, que son la historia de un hombre por dentro, en toda su compleja verdad. Rousseau elige un título que remite a San Agustín, pero para subrayar que él no se dirige a Dios, sino a sus semejantes, a los que por primera vez se interpela directamente para que le juzguen, si se atreven. La intensa sensación que tenía Rousseau de ser un paria fue calmándose en sus últimos años, gracias a esta catarsis.

“Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores”, dice Rousseau. “Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo. Sólo yo. Conozco mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy mejor, a lo menos soy distinto de ellos. Si la Naturaleza ha obrado bien o mal rompiendo el molde en que me ha vaciado, sólo podrá juzgarse después de haberme leído. Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo, con este libro, me presentaré ante el Juez Supremo y le diré resueltamente: “He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni me atribuí nada bueno; si me ha sucedido emplear algún adorno insignificante, lo hice sólo para llenar un vacío de mi memoria. Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, mas nunca lo que sabía que era falso. Me he mostrado como fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido”.

(«Las confesiones», Jean Jacques Rousseau. Traducción de Mauro Fernández Alonso de Armiño. Alianza, 21,50 euros).

4.- «Poesía y verdad», Goethe.

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Goethe fue un hombre para quien la vida tuvo valor por sí misma y estaba en posesión de un concepto diáfano de su propia individualidad. Tras él y Rousseau florecería la autobiografía en el sentido moderno. En su caso, no había graves conflictos personales que resolver, sino la voluntad de exponer a sus contemporáneos la particular síntesis que obraba en su persona, fruto de una atenta educación en los principios de la cultura alemana y del compromiso con los ideales ilustrados. Goethe se veía a sí mismo como una elevada forma de la existencia humana, de cuya singularidad sintió que debía dejar testimonio. Sin embargo, cuando, cumplidos ya los setenta años, entra de lleno en su proyecto autobiográfico es consciente de que el mundo a cuya formación él había contribuido formaba ya parte del pasado. A lo que se suma que las personas más queridas para él habían muerto.

(«Poesía y verdad», Johann Wolfgang Goethe. Traducción de Rosa Sala. Alba, 36,50 euros)

5.- «Memorias de ultratumba», Chateaubriand.

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El noble François-René de Chateaubriand tenía veintiún años cuando estalló la Revolución Francesa. Un mundo rodaba junto a la cabeza de Luis XVI y un nuevo mundo nacía, y en él los ciudadanos, y no la aristocracia, iban a ser los nuevos protagonistas. Lo cierto es que en 1789 terminaba la historia de unos cuantos para dar paso a la historia de todos. El escritor romántico concibe muy pronto su proyecto memorialístico y en él trabaja desde 1803 hasta pocas semanas antes de morir, en 1848. Marcado por el difícil carácter de sus padres, su personalidad se hizo independiente y viajera. En sus memorias acumula numerosas aventuras y destina a Napoleón, al que primero admiró y luego combatió, uno de los análisis más lúcidos que pudieron leerse en su tiempo.

“Yo tenía una escopeta de caza cuyo gatillo estaba tan gastado que a menudo se le escapaba el seguro. Cargué esta escopeta con tres balas, y me dirigí a un lugar apartado del gran Mail. Monté la escopeta, introduje el extremo del cañón en mi boca, golpeé la culata contra el suelo; repetí varias veces el intento: el tiro no salió; la aparición de un guarda hizo que suspendiera mi decisión. Fatalista sin quererlo ni saberlo, supuse que mi hora no había llegado, así que dejé para otro día la ejecución de mi plan. De haberme quitado la vida, todo cuanto he sido habría quedado enterrado conmigo; nada se sabría de la historia que me habría llevado a mi catástrofe; habría engrosado la multitud de infortunados anónimos; nadie me habría seguido por las huellas de mis pesares, como un herido por el rastro de su sangre. Quienes se hayan sentido turbados por lo que describo y tentados de imitar estas locuras, quienes guarden memoria de mí por mis quimeras, no deben olvidar que no oyen más que la voz de un muerto. Lector, a quien nunca conoceré, nada ha quedado de ello”.

(«Memorias de ultratumba», Chateaubriand. Presentación de Marc Fumaroli. Acantilado, 39 euros)

6.- «Las palabras», Jean-Paul Sartre.

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La autobiografía de Jean-Paul Sartre (1964) es un relato de infancia y consta tan sólo de dos capítulos: «Leer» y «Escribir». De inmediato el lector comprende la modernidad del texto, su atrevimiento moral y el hecho, poco frecuente en una obra autobiográfica, de que el filósofo francés se apoye en el psicoanálisis para construirlo. No porque Las palabras contengan relatos de sueños o haya una búsqueda del inconsciente, sino porque el autor recurre al psicoanálisis como un sistema de interpretación que le permite distanciarse de lo que cuenta. Su padre muere al poco de nacer él, su madre vuelve a la casa de sus padres recuperando su triste estatuto de menor de edad y el pequeño Sartre se convierte en un aprendiz de impostor al que los adultos, esos farsantes, consienten pero al mismo tiempo quieren manipular.

“Nunca he arañado la tierra, ni buscado nidos, no he hecho herbarios ni tirado piedras a los pájaros. Pero los libros fueron mis pájaros y mis nidos, mis animales domésticos, mi establo y mi campo; la biblioteca era el mundo atrapado en un espejo; tenía el espesor infinito, la variedad, la imprevisibilidad.”

“… Soy virtuoso por comedia, pero no me esfuerzo ni me obligo: invento. Tengo la libertad principesca del autor que mantiene al público conteniendo la respiración y que refina su papel. Me adoran, luego soy adorable. Como el mundo está bien hecho, no hay nada más sencillo. Me dicen que soy lindo y me lo creo.”

(«Las palabras», Jean-Paul Sartre. Traducción de Manuel Lamana. Losada, 7 euros)

7.- «Memoria personal», Gerald Brenan.

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La segunda parte de la autobiografía de Gerald Brenan es un ejemplo del caudaloso memorialismo anglosajón: franco, dispuesto a llegar en la narración hasta donde haga falta y movido por el deseo de preservar el pasado, legando la experiencia personal a las generaciones venideras. Brenan tenía veintitrés años cuando se instaló en Yegen, localidad de la provincia de Granada, y empezó una nueva y solitaria vida, como Robert Graves, lejos de Gran Bretaña. Su encaje en la Andalucía de los años veinte no fue fácil para el escritor, que mantuvo asimismo una relación ambivalente con el grupo de Bloomsbury. Son deliciosos sus retratos de los personajes más conocidos de aquel grupo emblemático, así como las peripecias de su vida sentimental

“La tarde del sábado 18 de julio cogí el autobús de Málaga para hacer algunas compras. Estaba tan acostumbrado a ver caras tensas y sonrisas heladas, llenas de aprensión, que en un principio no noté nada especial en el ambiente. Después me di cuenta de que los policías en la plaza de la Constitución parecían más nerviosos de lo normal. Estiraban el cuello para mirar calle arriba y calle abajo, se manoseaban los cinturones y uno de ellos estaba decididamente ojeroso. Lo achaqué a que llevaban muchos meses haciendo horas extraordinarias y no dormían lo suficiente”.

“El tiroteo continuaba con la misma intensidad en la dirección de la Aduana. Una ametralladora disparaba en la calle Larios de cuando en cuando, aunque estaba completamente vacía. Hacia el anochecer llegó un hombre con una camisa roja y un brazo en cabestrillo con manchas de sangre. En la otra mano llevaba una lata de gasolina. Arrojó algo del líquido sobre la puerta de una tienda que estaba justo enfrente y luego echó una cerilla encendida. El fuego prendió inmediatamente. Al ver que las llamas subían el hombre inició una especie de danza jubilosa. Después dando tumbos y haciendo cabriolas, cruzó la calle hacia ellas y echó el resto de la gasolina contra una librería —la misma que yo había visitado unas horas antes— situada en la casa siguiente a la que servía de asilo a Jan Woolley y a su hija, pero separada de ella por una callecita muy estrecha. Luego desapareció”.

(«Autobiografía. Una vida propia. Memoria personal», Gerald Brenan. Península, 31,15 euros)

8.- «Linterna mágica», Ingmar Bergman.

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El 30 de enero de 1976, mientras Ingmar Bergman dirige los ensayos de una obra de Strindberg, a las puertas del teatro aparecen dos policías que sin ningún miramiento detienen al autor sueco y lo conducen a comisaría para un interrogatorio. Bergman, mareado y tembloroso, no da crédito a lo que ocurre, pero aquel día empieza su pesadilla: «Una historia interminable y difícilmente soportable» que le causaría un enorme sufrimiento y cientos de miles de coronas de multa por un fraude fiscal que nunca estuvo en su ánimo cometer. Escribirá Linterna mágica en la década siguiente como parte de su necesidad de recuperar el equilibrio perdido. El miedo de aquella mañana, dice, se había instalado mucho antes en su corazón y en su mente. La sinceridad con que Bergman se refiere a sí mismo y a sus debilidades es deslumbrante.

“Día tras día me llevaban o me arrastraban, gritando de angustia, al colegio. Vomitaba encima de cualquier cosa, desfallecía y perdía el sentido del equilibrio. Intenté abrazar y besar a mi madre, pero me apartó con una bofetada. Las palizas brutales de mi padre eran su argumento favorito. Me pegó, y yo le devolví el golpe. Se tambaleó, y acabó sentado en el suelo”.

“Llevaron a mi padre al hospital, para operarle de un tumor maligno en el esófago. Mi madre quería que yo fuese a visitarle. Le contesté que no tenía tiempo ni ganas. Mi hermano tenía escarlatina… (naturalmente yo esperaba que se muriera, la enfermedad era peligrosa en aquellos días). Cuando mi hermano abrió la puerta, le golpeé con la garrafa en la cabeza. La garrafa se hizo pedazos y mi hermano se desplomó mientras la sangre brotaba de la herida. Alrededor de un mes más tarde, me agredió sin previo aviso, y me saltó dos dientes. Respondí pegándole fuego a la cama mientras dormía. Mi hermano mayor y yo, normalmente enemigos mortales, hacíamos las paces y tramábamos planes para asesinar a ese diablito repulsivo de mi hermana. Una o dos veces en mi vida he acariciado la idea de suicidarme. La mayor parte de nuestra educación se basaba en conceptos tales como el pecado, la confesión, el castigo, el perdón y la gracia. Este hecho bien pudo contribuir a nuestra sorprendente aceptación del nazismo”.

“Se nace sin objeto, se vive sin sentido… Y al morir, no queda nada. Ingmar: Madre, ¿qué pasó con nosotros?, ¿cómo nos arreglamos con el corazón partido, con el odio reprimido?… ¿Por qué salió todo tan mal?.. ¿Nos pusieron máscaras en lugar de rostros, nos dieron histeria en lugar de sentimientos, vergüenza y remordimiento en lugar de ternura y perdón?…No trato de buscar culpables…sólo quiero saber el porqué de tantas miserias tras la frágil fachada del prestigio social… ¿Por qué fui yo incapaz de mantener relaciones humanas normales?”

“Madre: Hijo, debes hablar de eso con alguna otra persona. Yo estoy demasiado cansada.”

(«Linterna mágica», Ingmar Bergman. Traducción de Marina Torres y Francisco Uriz. Tusquets, 8,95 euros)

9.- «Pretérito imperfecto», Castilla del Pino.

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La mejor autobiografía española. Es una lástima que la obra no tenga el reconocimiento internacional que merece, tal vez por el detalle de nombres, lugares e instituciones que pueden resultar ajenos a un lector no familiarizado con la cultura española. Pero la ambición del psiquiatra Carlos Castilla del Pino en su proyecto de restitución del pasado, en toda su plenitud, carece de precedentes. El libro es un homenaje a la vitalidad y pragmatismo de la memoria en un momento en que se hallaba en el mayor descrédito intelectual. La historia de Pretérito imperfecto, el primer volumen de su autobiografía, se centra en la turbulenta y árida vida española, de 1922 a 1949, que aflora en prodigiosas descripciones. Su eje es la formación y el ansia voraz de saber de un joven al que su propia inteligencia impediría prosperar adecuadamente en el duro contexto franquista.

(«Pretérito imperfecto», Carlos Castilla del Pino. Tusquets, 22 euros)

10.- «Mi lucha», Karl Ove Knausgård.

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Es inútil que los críticos, en los debates con Karl Ove Knausgård, insistan en hablar de su obra como una novela de largo empeño y más ambición. El escritor noruego, heredero de Bergman, no deja de decir cuál fue su punto de partida a la hora de escribir Mi lucha: el hastío de la ficción. «Sólo la idea de un personaje inventado en un escenario inventado me daba náuseas. Únicamente géneros como el ensayo, el diario o la autobiografía me interesaban.» Y así en 2006, fruto de una profunda crisis literaria, surgió el proyecto más innovador que ha conocido la escritura autobiográfica en los últimos tiempos. Casi cuatro mil páginas de una autenticidad sobrecogedora en torno a su propia vida y a la experiencia de recuperación de lo vivido, en un convincente y radical friso biográfico al alcance de muy pocos escritores. Resulta imprescindible leer los volúmenes en el orden pensado por el escritor.

“Ahora veía su cuerpo sin vida. Y no había diferencia entre lo que una vez fuera mi padre y la mesa en la que ahora yacía o entre el suelo bajo la mesa o entre la toma eléctrica bajo la ventana o entre el cable que llegaba hasta la lámpara justo a su lado. El ser humano es meramente una forma entre muchas que el mundo produce una y otra vez no solo en lo vivo sino también en lo inerte, en arena, piedra y agua. Y la muerte, que siempre consideré como la mayor dimensión de la vida, oscura, absorbente no era más que un conducto del que brota una fuga, una rama que se parte por el viento, una chaqueta que resbala de una percha y cae al suelo”

“A medida que la perspectiva sobre el mundo aumenta no sólo decrece el dolor que provoca en ti, también decrece su significado. Entender el mundo requiere que tomemos cierta distancia de él”

(«Mi lucha. Vol. I: La muerte del padre», Karl Ove Knausgård. Anagrama, 22,90 euros)

Autorretratos con palabras: el “selfie” literario. Texto: Anna Caballé. ABC.es. 06.10.2014.


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