Revista Cultura y Ocio
CAPÍTULO 1
Marina dejó que la puerta se cerrara con un golpe sordo. Un zumbido apagado, como de cientos de abejas revoloteando tras un cristal, la hizo ser consciente del silencio de la habitación. Por fin estaba sola. Dejó escapar un suspiro de alivio y se deshizo de los malditos zapatos de tacón que había estrenado esa tarde. Estaba agotada. La cabeza le palpitaba como si le hubiera pasado por encima una manada de elefantes y el dolor de pies la estaba matando. Pero lo peor era ese conocido cosquilleo premonitorio en la boca del estómago que notaba allí desde hacía varios minutos.Cerró los ojos y se dejó caer, laxa, sobre el asiento tapizado en beige que había frente al enorme espejo del tocador de señoras. Apoyando los codos sobre la encimera de frío mármol rosa, se llevó las yemas de los dedos a las sienes para aplicarse un ligero masaje circular al tiempo que respiraba profunda y cadenciosamente.Poco a poco empezó a sentirse algo mejor, sin embargo, la zarpa invisible que le atenazaba el estómago no aflojó la presión. Los ejercicios de respiración no la habían ayudado, lo que significaba que algo rondaba a su alrededor y los problemas estaban a punto de hacer acto de presencia. Hacía ya años que se había acostumbrado a esa sensación, así que había optado por prepararse para las consecuencias cada vez que la sentía. Sabía por experiencia que ésta nunca auguraba nada bueno. Abrió los ojos, despacio, al tiempo que exhalaba un suspiro de resignación. Sacó un cigarrillo del bolso y lo encendió con un pequeño mechero de laca china. Se moría por una dosis de nicotina. Dio una profunda calada y soltó el humo despacio sobre el rostro angustiado que le miraba desde la pulida superficie que tenía enfrente. El estómago le hizo otra cabriola, un salto mortal que le repercutió en las rozaduras de los pies. Pero por poco que le apeteciera, tenía que salir de allí antes de que la echaran en falta, no en vano el peso de aquella fiesta recaía sobre sus hombros.Era la directora de Comunicación y Relaciones Públicas del Grupo Arriaga, un trabajo con el que disfrutaba y que se ajustaba a su personalidad casi tan bien como el elegante vestido de diseño que lucía esa noche. Pero en ocasiones como aquélla, desearía haber elegido otra profesión. Odiaba la Navidad y, desde luego, preparar la fiesta navideña de la familia Arriaga no le resultaba nada agradable. Por mucho que se repitiera a sí misma que ésa era una de esas concesiones que tenía que hacer a cambio del generoso salario que percibía, el evento seguía sin ilusionarle. Dio otra calada al cigarrillo y volvió a soltar el humo despacio dejando que las volutas se dispersaran. Después, llevándose por última vez el pitillo a los labios, lo apagó con firmeza en el cenicero.Recordó a su abuela, a la que había enterrado hacía apenas diez meses: «Marina, hija, para presumir hay que sufrir», recitó mentalmente mientras se calzaba los zapatos con un gesto de dolor. Una mueca que respondía, más que a la presión de la suave piel sobre su magullada osamenta, al sentimiento que le producía saberse sin anclaje familiar en la vida. Sus padres habían muerto en un accidente de tráfico cuando ella aún no había cumplido un año y no tenía hermanos con quien compartir la pena de la soledad.Pero ya tenía suficientes preocupaciones esa noche, además de los problemas que sabía a ciencia cierta que estaban por venir, como para recrearse en las malas jugadas del destino. Irguió los hombros, levantó la barbilla y salió decididamente del cuarto de baño, no sin antes devolver una sonrisa cómplice y resignada a su propia imagen reflejada en el espejo.
—Perdone, señorita Miralles —la abordó el encargado del catering en cuanto se incorporó a la fiesta—. Los jóvenes se quejan de que el whisky se está terminando y sólo queda una caja…—Bueno, no se preocupe, sírvalo. Yo llamaré a la central para que nos envíen más.Sacó el móvil del pequeño bolso de fiesta y buscó en la agenda el número de la empresa de servicios que había contratado. Desde luego, aquella gente bebía como esponjas. Sólo esperaba que en JTH hubieran cumplido con la promesa de dejar un retén de guardia por si surgía alguna eventualidad.Respiró hondo e hizo una petición silenciosa a los hados mientras se alejaba hacia una esquina de la habitación en la que había menos jaleo. Afortunadamente, alguien descolgó el teléfono al otro lado de la línea al tercer timbrazo.El ruido y la algarabía del salón hacían prácticamente inviable la conversación. —No, no, tres botellas de Chivas Regal no, ¡tres cajas de doce botellas! —contestó gritando.Un grupo de personas que se encontraba a pocos pasos de ella se giró al unísono y se la quedaron mirando como si, de pronto, le hubieran crecido tres cabezas.Sintió que el bochorno y la rabia se apoderaban de ella. Sin duda había sido un descuido imperdonable no buscar un lugar más tranquilo para hacer esa llamada telefónica. Sabía que tenía las mejillas del color de la grana; podía notar cómo el calor le subía desde el vientre y se concentraba en su rostro. Impotente, buscó con la mirada alguna vía de escape que le permitiera escabullirse sin llamar la atención.Salió al pasillo mientras seguía discutiendo, ya en voz más baja, con el jefe de almacén. Un grupo de periodistas se la quedó mirando mientras silenciaban la conversación para ver si podían enterarse de alguna noticia jugosa. Indudablemente, aquél no era un buen público.Desesperada ante el grado de inutilidad del hombre que tenía al otro lado de la línea, que no conseguía enterarse de la dirección correcta adónde tenía que enviar las bebidas, abrió la primera puerta que encontró a su espalda. Resultó ser la biblioteca.—¡Mándelo ya!, por favor, e intente que esté aquí antes de media hora —pidió al tiempo que encendía las luces de aquella estancia, donde el silencio era sepulcral.—Cierre la puerta y apague la luz…Detuvo la conversación que mantenía con el torpe empleado de la empresa de catering y colgó el teléfono sin despedirse. La voz grave y fría que había surgido de la oscuridad la dejó paralizada, aunque estaba segura de haber presentido a su propietario antes de escucharla. Una sensación gélida y electrizante recorrió su columna vertebral a la vez que le erizaba el vello de la nuca y se le ponía la piel de gallina.Aquella orden, semejante a un grave ronroneo, era lo más parecido a la llamada de Satán antes de abordar a sus víctimas para hacer algún trato oscuro. Las palabras se colaron en su cerebro lentamente, arrasando todo a su paso, hasta provocarle un calambre en los dedos de los pies. Los encogió en un acto reflejo y se giró despacio para enfrentarse a aquel peligro intangible al tiempo que cerraba la puerta.El panorama que se extendía frente a ella era de lo más desalentador.—Apague la luz —repitió aquella voz monocorde.Ella hizo oídos sordos. No merecía la pena molestarse, desgraciadamente ya lo había visto todo. Siempre había tenido una gran facilidad para adaptar la visión a los rápidos cambios de luz, suponía que gracias al claro color de sus ojos. Desmadejada sobre el cómodo sofá de cuero, se encontraba la señora de la casa. Las plumas que adornaban la falda del costosísimo vestido eran un batiburrillo de color rojo a la altura de la cintura. Las piernas, largas y morenas, estaban al descubierto y el corpiño de pedrería, que pocos minutos antes había tapado y realzado aquellos pechos ahora desnudos, se perdía entre las plumas alborotadas. Supo de inmediato que había irrumpido en el lugar menos apropiado en el momento más inoportuno.Sin embargo el hombre estaba totalmente vestido, aunque tenía la chaqueta del esmoquin desabrochada y la pajarita colgaba del cuello deshecha. Estaba despeinado, pero a pesar de todo era imponente.Él se levantó del sillón y se acercó despacio. Lo reconoció de inmediato aunque jamás lo había visto en persona, y no pudo evitar que el sobresalto de tenerle tan cerca le produjera un hormigueo, anulando todo lo demás. Era muy alto, fuerte y duro; pero lo que le hacía contener el aliento no era la presencia de aquel tipo, sino la esencia. Un halo de peligro le rodeaba como una segunda piel, algo que no se podía ignorar al mirarlo a los ojos: fríos, letales, desapasionados; dos lagos de mercurio aterradores en lo que poder sumergirse y desaparecer sin dejar rastro y que taladraban hasta el fondo del alma. Ojos que podían alcanzar, sin esfuerzo, secretos rincones.Ella hubiera querido desaparecer, pero eso no era posible. Marcos Pessaro era uno de los personajes más relevantes del panorama social y económico del país. Dueño de uno de los imperios turísticos y de ocio más importantes de España, era conocido por poseer tentáculos financieros que manejaban los hilos de un buen número de medios de comunicación. Alguien al que no era inteligente tener de enemigo. Y ella acababa de meter la pata hasta el cuello.Armándose de valor, Marina sonrió dando la bienvenida a la sensación de ça-y-est. Odiaba aquellos flashes de clarividencia que a menudo la abordaban, pero cuando por fin dejaban de ser una posibilidad y se convertían en una realidad, respiraba aliviada. Sólo había una manera de superarlos: afrontarlos. Éste, sin embargo, se presentaba complicado. Pillar a la esposa del jefe en una infidelidad conyugal no auguraba nada bueno para el futuro profesional del descubridor, y menos aún si su cómplice era capaz de provocar la inseguridad y el desasosiego interior que conseguía el hombre que tenía delante. Pero la inseguridad no era algo con lo que ella fuera capaz de convivir. Su fuerte carácter se había forjado superando las pruebas de la vida a base de grandes dosis de insensato arrojo, por lo que sostuvo la mirada de aquellos fríos y penetrantes ojos grises sin intentar ocultar la repulsa que le provocaba la deslealtad de ambos.—Bueno, puesto que no puedo hacer nada por borrar de su mente lo que acaba de ver —dijo Pessaro, rompiendo el silencio—, utilizaremos su aparición en nuestro beneficio. —No he visto nada. Él dejó escapar una fría y corta carcajada.—No, claro que no ha visto nada. Pero aún así, aprovecharemos su presencia.—¿Cómo?—Eso, ¿cómo?, señorita…—Miralles. Soy la relaciones públicas del Grupo Arriaga.—Bien, señorita Miralles, entonces, como organizadora de esta fiesta, sabrá sacarnos de este atolladero sin que los chicos de la prensa que están en el pasillo puedan llegar a sospechar.Ella desplazó su atónita mirada hasta el sofá, donde Magdalena Arriaga se incorporaba e intentaba recomponer su aspecto con los ojos clavados en Pessaro. Tenía el aspecto de una gatita ronroneante. No podía dar crédito a lo que estaba viendo. ¡Sólo le faltaba babear!Hizo un análisis rápido de la situación e, inmediatamente, decidió que cuanto antes se quitara del medio a aquellos dos infieles amantes, mejor. Después rezaría para que nadie descubriera que había sido cómplice de tan descabellada aventura o tendría problemas graves que resolver.—Déjeme pensar —respondió con crudeza, sin ocultar su desaprobación, al tiempo que, con elegancia, tomaba asiento en uno de los sillones.La estancia pretendía ser cómoda e invitar al recogimiento y la meditación, sin embargo tenía problemas para concentrarse. Aquel espécimen de macho dominante, que se apoyaba con descuido sobre la repisa de la chimenea, de espaldas al fuego encendido, dejando a contraluz sus agraciadas facciones, la ponía nerviosa.Paseó la mirada por las estanterías repletas de libros, intentando eludir aquella ominosa presencia, mientras buscaba una solución rápida y efectiva al reto que le planteaba. No pudo evitar una mueca de profundo desprecio cuando sus ojos se posaron en el cuadro que presidía aquella estancia. Un óleo firmado por Eduardo Naranjo que la hizo contener el aliento por su realismo.Allí existía otra mujer diferente a la que en esos momentos colgaba con indolencia del brazo de aquel hombre. Era la imagen de una amante esposa observando sonriente los juegos de una niña pequeña a través de una ventana. Incluso parecía más real y viva que el remedo de dama de mirada vacía que había engañado a su marido aquella noche. En esos momentos daba la sensación de estar abducida. Sin duda Pessaro era demasiado peligroso.Transcurrieron un par de minutos más antes de que encontrara una vía de escape a aquella situación. El silencio se hizo tan palpable que casi se podía cortar con un cuchillo.—Será mejor que, efectivamente, nadie les vea abandonar juntos esta habitación y, por supuesto, que no queden documentos gráficos de ello —dijo por fin—. La señora Arriaga parece no estar en muy buenas condiciones —añadió con sarcasmo—, por lo que fingiremos que ha sufrido un mareo y me ha llamado para que la ayude. Los periodistas me han visto que venía hacia aquí hablando por teléfono, así que la estrategia colará. Saldremos juntas y yo la acompañaré hasta su habitación, donde la dejaré para que se reponga durante un rato. Él escuchó atentamente el plan sin mover ni un solo músculo. Parecía esculpido en piedra, frío y distante como la estatua de mármol de un dios pagano.—¿Y las fotos de tan desafortunada indisposición?—Los periodistas no nos harán fotografías. Me conocen, soy una compañera; una foto de la anfitriona conmigo carece de valor informativo.Hablaba deprisa, casi sin resuello, con la esperanza de no ser interrumpida. Si tenía que hacer aquello, quería que quedara bien claro quién estaba al mando de la situación.—En cuanto a usted —continuó dirigiéndose a Pessaro— le sugiero que arregle su aspecto antes de abandonar esta habitación.Él se limitó a sonreír y a abrocharse el botón de la chaqueta que quedaba a la altura del estómago, pero siguió dejando que colgaran los extremos de la pajarita sobre la pechera de la camisa.—Y ¿cómo va a hacer para sacarme a mí de aquí sin que me hagan fotos?—De ninguna manera, señor Pessaro. Ése es su problema.—Bien, en ese caso, puesto que me echa a los perros, dejaremos que salve la imagen de la señora Arriaga. Parece un buen plan. Algo me decía que podíamos contar con su discreción —dijo haciendo especial énfasis en la palabra «discreción», insinuando que era algo que daba por seguro que cumpliría a rajatabla.Ella le sostuvo la mirada sin amilanarse ante la velada amenaza, mostrando desdén en sus profundos ojos verdes. Se sentía utilizada y ése era un sentimiento que no le gustaba. —Señora Arriaga, ¿está bien o necesita algunos minutos más? —apremió a la anfitriona deseando dar por zanjada la cuestión cuanto antes.Magdalena Arriaga no parecía muy dispuesta a abandonar a su amante y se aferró con fuerza del musculoso brazo del hombre que la sujetaba con más firmeza de la que aparentaba.—Vamos, Madi, es mejor que sigas las instrucciones de la señorita Miralles —intentó convencerla suavemente Pessaro—. Descansa un rato e incorpórate a la fiesta en cuanto puedas, antes de que te echen de menos, ¿de acuerdo?La mujer asintió brevemente y, dando un traspiés, se dirigió insegura hacia ella, apoyándose en su brazo inmediatamente. No lo dudó ni un instante, la aferró por la cintura y, arrastrándola consigo, se dio media vuelta para dirigirse a la salida.Sintió que la mirada de aquel hombre resbalaba a lo largo de su espalda, fue como si la quemara. El calor se inició en la nuca, donde no pudo evitar que los pequeños cabellos que habían escapado del restrictivo recogido se le pusieran de punta, y fue bajando hasta los redondos y bamboleantes glúteos que, ella sabía, se movían provocativamente bajo la sugerente seda negra del vestido que se ajustaba como una segunda piel al ritmo de su enérgico paso. En esos momentos hubiera dado un par de años de vida porque los altos tacones de aquellos malditos zapatos no indujeran ese andar cadencioso y elegante para el que habían sido creados. Se sentía ridícula y jactanciosa, pero poco podía hacer por evitarlo. En realidad ella no tenía la culpa.«¡Hombres!» —rumió para sí misma—. «Más valía que, en vez de pensar con lo que tienes entre las piernas, fueras consciente de que si me pillan ayudándote me quedo sin trabajo, ¡imbécil! Si supieras lo que me ha costado llegar hasta aquí, no te tomarías tan a la ligera mi posible descrédito profesional.»Ese pensamiento le infundió valor. Cuadró los hombros desnudos, rígidos por la tensión, y suspiró al alcanzar el picaporte que le permitiría hacer el mutis más desastroso de toda su vida. Sabía, aun sin mirarlo, que él estaba sonriendo.
CAPÍTULO 2
Dos meses después...
Marina Miralles colgó el teléfono. La mano con la que había sujetado el auricular todavía le temblaba y no podía evitarlo. Una sensación extraña se había colado en su interior al mismo tiempo que las palabras de Chavi alcanzaban su cerebro. Algo parecido a la sensación de un puño invisible que le apresaba el corazón e intentaba exprimirlo como un limón partido por la mitad.Se levantó lentamente del sillón y se acercó al amplio ventanal que daba al jardincillo delantero de la casa. La noche desdibujaba las siluetas de las plantas que crecían en las macetas y del único árbol plantado en aquel reducido espacio. Más allá, tras la verja, sólo alcanzaba a ver los techos de los coches aparcados en la acera y los tejados de las casas de enfrente. Preocupada, apoyó la frente contra el cristal y cerró los ojos, dejando que la frialdad de la noche traspasara la superficie y calara en su interior. Un intento inútil por refrescar las enloquecidas imágenes que habían acudido a su mente y el nudo de aprensión que se le había alojado en el estómago. Últimamente su estructurada y sistemática vida parecía una montaña rusa. Nada encajaba como debiera y empezaba a pensar que estaba volviéndose loca.Tal vez debería de ir a un neurólogo y hacerse las pruebas para averiguar si había heredado la devastadora enfermedad que hizo papilla el cerebro de su abuela. Todavía era joven, pero a veces el Alzheimer se manifestaba a edades muy tempranas.Aunque, la verdad, no sabía de ningún caso en que esa maldita dolencia hubiera empezado a dar la cara a los veintiocho años y, por otra parte, tenía una memoria fantástica. Pero, sin duda, algo raro le estaba ocurriendo en la cabeza.Hacía poco más de diez meses que su abuela había muerto. Fue un largo padecimiento, a juzgar por las quejas de todos los que la conocieron, aunque ella no lo recordaba como tal. Su yaya había sido siempre una mujer maravillosa y, sólo en el último año de vida, la anciana se había recluido en sí misma y dejado de hablar. Parecía no reconocer a nadie, aunque ella siempre sospechó que estaba más lúcida de lo que hacía creer a los médicos. Sin embargo, estos no dudaron en diagnosticarle una enfermedad con la que, salvo por el detalle de la memoria perdida, tenía pocos puntos en común. Si se esforzaba un poco, incluso todavía podía percibir su olor. Un aroma embriagador a mandarinas y cítricos calentados por los tímidos rayos del sol primaveral. Tras su muerte, había buscado la fragancia que suponía que había usado la anciana, pero ninguna de las nuevas creaciones se acercaba, siquiera, al olor de su niñez.No cambiaría su infancia por ninguna otra. Ambas habían pasado largas tardes junto a la misma chimenea que ahora crepitaba frente a ella, jugando al parchís mientras su abuela le relataba inquietantes historias de un mundo que sólo existía en su imaginación. Cuentos susurrados en los que ella siempre era la protagonista. Aventuras que jamás podría olvidar por muchos años que viviera.En aquellos tiempos ella era una niña fea y desgarbada llena de complejos. No tenía muchos amigos, pero su abuela era la única que sabía cómo levantarle el ánimo.«Cariño —le decía, con la voz repleta de amor—, crecerás y serás una mujer impresionante y guapísima. Esas piernas que hoy te parecen largas y delgaduchas harán que los hombres vuelvan la cara para admirarte.» Sintió cómo la añoranza se apoderaba de todo su ser al recordarla y empezaron a picarle los ojos.Y lo cierto es que aquellas palabras habían resultado premonitorias, porque ahora tenía un éxito arrollador cada vez que se ponía minifalda.Pero seguía sin considerase la mujer «guapísima» que su abuela había vaticinado. Mentiría si dijera que no tenía más conquistas masculinas de las que a veces deseaba, pero no conseguía entender qué era lo que veían en ella. Era una chica del montón con una fisonomía de lo más impersonal: un rostro anguloso y un tanto alargado para su gusto; una nariz recta, sin ningún rasgo distintivo y de un tamaño acorde al resto de su fisonomía; unos labios marcados, pero carentes de la voluptuosidad que tanto se lleva en estos tiempos, y unas arqueadas cejas oscuras que, aunque tenían una bonita forma, resultaban demasiado discordantes sobre aquellos claros ojos verdes. El único rasgo realmente destacable.¡Si incluso parecía una cría! Una chiquilla con el semblante de alguien sacado de una fotografía del siglo pasado, con toda aquella mata de pelo rebelde y oscuro, recogido en un riguroso moño bajo a fin de hacerse pasar por alguien más mayor de lo que aparentaba.Aprovechó para arreglarse los mechones que se le habían escapado y que veía reflejados contra la oscuridad exterior, que hacía efecto espejo sobre el cristal de la ventana, a la que aún permanecía asomada. Tenía que hacer algo urgente con el cabello. Aquel peinado tan rígido y trasnochado le daba el aspecto de alguien demasiado segura de sí misma y, aunque tenía que reconocer que a veces le venía de perlas, a menudo le cerraba más puertas de las que abría.Cambió de opinión y se soltó las horquillas al tiempo que sacudía la cabeza enérgicamente. La melena cayó espesa y pesada sobre los hombros en gruesos bucles. Estaba harta de tantas barreras.Respiró profundamente. El agotamiento empezaba a hacerle mella; la jornada laboral había sido de lo más estresante. Ese día había tenido que dirigir una rueda de prensa, acompañar a su jefe durante una entrevista para el periódico El País y hacer interminables gestiones para la preparación de la exposición que organizaría su empresa el mes próximo sobre ajedreces del mundo en todas las épocas. Debería de irse a la cama, pero el sueño la evitaba. Y tampoco tenía ganas de escribir esa noche, estaba atravesando una etapa de sequía creativa. Además, si se acostaba y no conciliaba el sueño rápidamente, volvería a tener aquellas inquietantes pesadillas. Además, no podía dejar de pensar en la última conversación telefónica, lo que, estaba segura, todavía las propiciaría más.En realidad no sabía si podía catalogar aquellos sueños como pesadillas, pero eran una alucinación recurrente que había tenido desde que podía recordar. De pequeña siempre había pensado que se debía a la insistencia de su abuela en aquellos cuentos tan raros —mitad intrigantes y mitad espeluznantes—, pero incluso cuando la yaya Carmen murió y dejó de escucharlos, sus compañeros nocturnos continuaron visitándola. Había épocas en que lo hacían ocasionalmente, pero en los últimos meses se habían convertido prácticamente en una constante compañía.Lo peor era que, desde hacía dos años, habían tomado un cariz preocupante y se despertaba alterada. Además, no conseguía conciliar el hecho de que su salvador anónimo, aquél al que nunca había logrado ver la cara, al final también tenía colmillos.No pudo reprimir la sonrisa que asomó a sus labios. Si su abuela levantara la cabeza, se sentiría orgullosa de ella. Muy orgullosa. Al fin y al cabo, sus historietas sobre vampiros no habían caído en saco roto. Precisamente para dar gusto a su abuela materna escribió en su día aquella primera novela, hacía ya tres años. Y a ella se la había dedicado cuando, contra todo pronóstico, ganó el premio más valorado de novela fantástica del panorama literario español. Jamás se hubiera presentado al certamen si no hubiera sido porque ella había insistido tanto que, prácticamente, la había obligadoa hacerlo.La yaya Carmen siempre había tenido una visión un tanto original y romántica de los vampiros. Nada que ver con Nosferatu y sus poderes ancestrales y, por supuesto, tampoco con los protagonistas de las novelas que ella escribía. Los de su abuela eran bastante menos siniestros que los imaginados por el folklore popular pero, vampiros al fin y al cabo; seres maléficos y sin posibilidad de redención. Jamás hubiera podido dar vida a sus personajes si no hubiera sido por los relatos de la «vieja descerebrada», como la apodaban los vecinos.Y ahora Chavi la había llamado por teléfono y le había complicado la existencia dando un giro de tuerca a aquel descabellado laberinto y haciendo que se planteara muchas cosas. Sabía que no podría pasar por alto esa información sin explorarla en profundidad.Un escalofrío le recorrió la columna vertebral como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Respirando hondo, se restregó los brazos con fuerza, intentando deshacerse de la sensación de hormigueo, y se acercó a la chimenea.Chavi era un friki y un excéntrico pero, desde luego, no estaba loco. ¿O sí?
Marina sonrió cuando observó la reacción de Belén Peláez. No hacía demasiado tiempo que se conocían, pero se habían hecho amigas casi desde el primer día. Cuando Chavi las presentó, hacía ya un año, jamás hubiera pensado que pudieran llegar a conectar tan bien y tan rápidamente como lo habían hecho, pero lo cierto era que enseguida se dieron cuenta de que eran almas gemelas, a pesar de que sus formas de vida eran tan dispares que apenas si tenían un solo punto en común.Ella necesitaba información de primera mano de alguien que estuviera al corriente de cómo actuaba la Policía Nacional. Precisaba material de calidad para documentar la novela que estaba escribiendo; ya que aquel tercer libro, un thriller de género fantástico que finalmente había visto la luz hacía apenas un par de meses bajo el título de El placer de la sangre, planteaba muchas dudas y no podía permitirse el lujo de dejar cabos sueltos.Por eso, cuando expuso su problema en su foro, El batir de las Alas de Sellyllon, como siempre, Chavi acudió al rescate. Él conocía a una inspectora de la Brigada de la Policía Científica que, casualmente, era una asidua lectora del género: Belén.La misma Belén que ahora la miraba desde la otra esquina del confortable sofá del salón, con los ojos abiertos como platos, a punto de escapársele de las órbitas.—Marina, ¿te has vuelto loca?Soltó una alegre carcajada en respuesta, y no porque le hiciera gracia el tema, sino porque sabía que ésas iban a ser, exactamente, las palabras de Belén.—No lo sé, quizá. A veces creo que sí y que estoy perdiendo la chaveta por momentos, pero otras lo veo tan claro que no puedo dejar de pensarlo.—No entiendo por qué no te centras en tu trabajo y dedicas el tiempo libre a divertirte en vez de pasarte las horas muertas escribiendo historietas descabelladas —siguió sermoneándola la policía—. Creo que el tema se te está yendo un poco de las manos y, como al Quijote, se te va a derretir el cerebro de tanto dar rienda suelta a tus fantasías—Puede, pero la verdad es que cada vez estoy más obsesionada. Llevo meses sin poder dormir de tirón ni un solo día. Cada noche me despierta la misma pesadilla, pero cada vez recuerdo el sueño más nítidamente y los detalles son más claros.—Creo que deberías ir…—¡No se te ocurra decirme que vaya a un psiquiatra! —la interrumpió Marina.—No, no iba a enviarte a un psiquiatra, sino de vacaciones. Te vendría bien pedir unos días libres en la oficina y largarte a la playa o a algún sitio alegre y divertido. Creo que estás agotada física y mentalmente. No puedes seguir trabajando todo el día y escribiendo casi toda la noche. ¡Vas a caer enferma!—Pero, Belén, tengo que averiguarlo. Chavi dice que tiene un amigo…—¿Vas a hacer caso a ese colgado? ¡Chavi está loco!—No, no lo está. Y voy a llamarle para decirle que, en cuanto tenga oportunidad, quede con su amigo. Posiblemente sea una tontería, pero no pienso dejar pasar esta ocasión.Belén resopló. Era un gesto muy poco femenino, pero no tenía el ánimo para sutilezas. Su paciencia, bastante escasa en condiciones normales, había llegado al límite. Nerviosa, se levantó del sofá que compartía con su amiga para dar un rápido e inquieto paseo por el salón, mientras pensaba. —¿No creerás que voy a permitírtelo, Marina? —dijo dando media vuelta—. Ni a ti ni a Chavi. Llevo demasiado tiempo en las calles y he visto lo suficiente como para saber que vais a meteros en un lío. Algunas personas parece que os precipitáis derechas al desastre y, en este caso, no podréis echar la culpa a nadie. Os estáis buscando vosotros mismos los problemas.—Belén, necesito saberlo…—¿Saber qué? ¿No te das cuenta de que es todo una locura? Marina, los vampiros no existen.—Lo sé, Belén. Mi sentido común me dice que son sólo leyendas pero, por otro lado, no puedo dejar pasar esta oportunidad. La intuición me dice que lo que me ha contado Chavi tiene visos de realidad. Entiéndeme, tengo que comprobarloNo podía dejar, de ninguna de las maneras, que dos de sus más queridos amigos cometieran la estupidez que estaban planeando. Belén llevaba los suficientes años en el Cuerpo, codeándose con la escoria de los bajos fondos y viendo hasta dónde podía llegar la miseria del ser humano, como para permitir que Chavi y Marina se metieran en aquella descabellada aventura. Tenía que detenerlos, pero no se le ocurría cómo. Marina podía llegar a ser muy insistente cuando se lo proponía.Impotente, bajó la mirada hasta las bien cuidadas uñas pintadas de rojo, clavadas como garras sobre la carne de sus brazos, que tenía cruzados a la altura del pecho. —¿De verdad crees que vas a encontrar alguna respuesta en esa maldita discoteca? —cuestionó, volviendo a retomar el paseo hasta colocarse frente a la ventana y humedeciendo el cristal con el vaho de la respiración. —Si no encuentro respuestas, Belén, como mínimo encontraré material para mi próxima novela.—¿No has pensado nunca que si los vampiros existieran, alguien habría dado ya la voz de alarma? Mira, estamos en el siglo XXI, el siglo de la comunicación y la información. Ya no es posible mantener secretos de ese tipo.Marina no respondió. En su lugar, se sumió en el mutismo y se perdió en sus cavilaciones. Ella, por su parte, no se movió de donde estaba y dejó que su amiga recapacitara sobre las últimas palabras.El silencio se prolongó durante unos segundos, que parecieron demasiados largos, hasta convertir el ambiente en una atmósfera espesa y difícil de respirar.De pronto, desde el teléfono móvil que descansaba sobre la mesita baja de la zona de estar, la sintonía de la película Psicosis, chillona y estridente, rompió el clímax.Ambas dieron un respingo al unísono.—¡No me lo puedo creer! —explotó Belén—. Es de la Unidad. Había reconocido el tono de llamada. Atravesó a paso ligero el salón para responder a la insistente demanda.Marina miró con disgusto hacia el aparato, que zumbaba y giraba sobre sí mismo a causa de la vibración, y no pudo dejar de compararlo con un moscardón gigantesco abatido por el insecticida. Resultaba igual de molesto. Aquella interrupción significaba que, como tantas otras veces, Belén tendría que acudir de inmediato a algún servicio y la cena quedaría, una vez más, intacta.Sin mediar palabra, descruzó las piernas que tenía colocadas como un indio sobre el sofá y, sin pararse a buscar las zapatillas, se levantó y abandonó la sala para ir a apagar el horno mientras su amiga respondía al teléfono.Cuando trajinaba con los cacharros y guardaba en la nevera los filetes que más tarde hubieran puesto sobre la plancha, escuchó en la lejanía la conversación que la inspectora mantenía con alguno de sus compañeros.—¿Otra vez...? ¿Y presenta los mismos indicios que los del caso del mes pasado...? ¿Ha salido ya algún equipo para hacer una I.O...? Bien… Sí… Vale, procuraré llegar cuanto antes… Sí… No, no pasa nada. Prefiero que me hayáis avisado… Gracias… Ah, envía un equipo con el Crimescope para que esté allí cuando yo llegue… De acuerdo. —Luego colgó.Se asomó a la puerta que comunicaba la cocina con el salón para darse de bruces con la imagen de una Belén abatida y preocupada. Estaba de espaldas, apoyada sobre el respaldo del sofá situado en medio de la habitación a modo de limitador de espacios, peinándose con los dedos la trigueña y larga melena sin descanso. Siempre hacía ese gesto cuando se ponía nerviosa.Era una mujer alta, por encima de la media femenina. Ambas tenían prácticamente la misma estatura, pero ahí se acababan las semejanzas físicas entre las dos. Belén era delgada, pero no había nada en su porte que hiciera pensar que pudiera pasar por una florecilla indefensa. Exudaba vigor y seguridad por todos los poros. Quizá alguien pudiera especular que había conseguido el puesto de inspectora, a pesar de su juventud, gracias a las impresionantes curvas que lucía o a sus raciales rasgos andaluces —con aquellos vivarachos ojos, su gracejo natural y una luminosa sonrisa—, pero nada más alejado de la realidad. La joven había superado con éxito dos oposiciones internas y era de las mejores policías de la Unidad. Jamás se arredraba ante ningún caso.Se acercó despacio a ella y la tomó por la cintura en un cariñoso gesto, para colocarse a su lado.—¿Qué pasa, niña? ¿Tienes que irte? —La última frase en realidad no era una pregunta. No era la primera vez que ocurría algo similar—. Pareces preocupada.Y lo estaba.—¿Recuerdas el caso del chico que apareció muerto por sobredosis en un callejón el mes pasado?—¿Ése que había tomado metan-no-sé-qué-leches en mal estado y que te tuvo loca durante varios días porque, además presentaba señales de maltrato? —respondió con otra pregunta.—Sí, ése. Pues ha aparecido otro que presenta los mismos indicios en el parque de La Fuente del Berro. Tengo que irme. Siento dejarte con todo preparado.A Marina se le iluminaron los ojos.—Voy contigo—Ah, no, de ninguna manera.—No tienes coche, recuerda que he ido a buscarte. —Forzó la situación, en su empeño por meter las narices en un caso policial.—No importa, llamaré a un taxi—De eso nada, te llevo yo. Ya te dije que me parecía un caso excelente para incluir en mi novela. No os molestaré, me limitaré a tomar datos desde lejos.Belén movió de nuevo la melena de un lado a otro con la mano extendida y prácticamente bufó antes de enfrentarse a Marina.—Escúchame, estamos hablando de un caso en el que hay un cadáver implicado, Marina. Esto no es un juego. Tú eres una civil y no puedes estar en medio de una investigación policial. Yo no podré ocuparme de ti, estaré muy liada.—No necesito que lo hagas. Sólo quiero acompañarte. No te molestaré. Miraré el panorama y tomaré algunas notas.—¡No!—Voy a ponerme unos pantalones. Enseguida bajo y nos vamos —insistió, haciendo oídos sordos a la negativa de su amiga al tiempo que salía corriendo hacia las escaleras que llevaban a la planta donde se encontraban los dormitorios.Belén pensó en escapar y desaparecer antes de que la dueña de la casa regresase, dispuesta a comerse el mundo como policía amateur; pero luego se lo pensó mejor. Sabía que Marina había escuchado parte de la conversación y ella le había dicho dónde estaba el cadáver recién descubierto. No podía arriesgarse a que se presentara sola en el lugar de los hechos.Dio otro de sus antiestéticos resoplidos y volvió a sacar el móvil del bolsillo trasero de los pantalones para hacer otra llamada mientras esperaba.«En fin, mejor eso que seguir manteniendo la absurda discusión sobre la veracidad o no de los vampiros», se auto consoló con resignación.
El reloj del salpicadero del coche marcaba las nueve y media de la noche cuando abandonaron la casa. No era demasiado tarde y aún había mucho tráfico en las calles de Madrid, pero las aceras estaban prácticamente desiertas. Hacía frío y el ambiente era de lo más desapacible aunque, afortunadamente, no llovía y el cielo estaba despejado; si bien era negro como boca de lobo y ni una tímida estrella lo iluminaba. Parecía un manto mortuorio. Nada incitaba al paseo, como corresponde a cualquier noche de un día de diario del mes de febrero. Marina tomó la M-30 en silencio, manteniendo la velocidad al máximo permitido para evitar los radares, con la adrenalina bullendo en las venas. Por fin había conseguido convencer a Belén para que la dejara acompañarla a algún servicio. Estaba segura que en esa ocasión iba a poder hacerse con información privilegiada para documentar su próxima novela.Miró de refilón a su acompañante, sin apartar la atención de la carretera, observando el rictus de preocupación que empañaba el alegre semblante de Belén. Sabía que su amiga no estaba nada emocionada con su compañía, así que prefirió no entablar ninguna conversación para evitar que se arrepintiera de haberla llevado consigo. Aunque tampoco hubieran tenido muchas oportunidades de ponerse a charlar, ya que el móvil de la agente sonaba incansable cada pocos minutos. Ella escuchaba el intercambio de información, por lo que, a tenor de las preguntas y respuestas de Belén, podía adivinar con cierto grado de seguridad los términos completos de las diferentes conversaciones. No podía tomar notas, pero ya lo haría cuando regresara a casa; tenía una buena retentiva.—Déjame aquí —le dijo Belén cuando llegaron a la entrada del parque por la calle Sancho Dávila—. Aparca el coche y únete a nosotros después.Marina hubiera preferido no tener que alejarse demasiado. Aquella zona era demasiado solitaria, si bien había allí dos coches y una furgoneta de policía, con las características luces azules sobre el techo que giraban incansables iluminando la escena y que, a su parecer, resultaban elementos suficientemente disuasorios contra eventuales ladrones o atacantes. Además, un poco más allá, hacia el interior del parque, sólo iluminado por el resplandor de las farolas, había un cordón policial y varios funcionarios a su alrededor, todos vestidos de paisano con chalecos reflectantes.Belén se apeó del coche sin despedirse, casi corriendo, y se unió a ellos con la seguridad que da la experiencia. Marina se quedó un momento más contemplando la maniobra con el motor encendido y, acto seguido, reanudó la marcha en busca del primer aparcamiento libre. No tardó demasiado en encontrarlo. Por suerte, un poco más adelante, después de doblar la primera esquina, había un vado de un taller mecánico que no dudó en ocupar.Hacía un frío pelón. Ni siquiera el grueso chaquetón de plumas y los pantalones ajustados de pana paliaban por completo la sensación de entumecimiento de sus huesos, que se acrecentó tan pronto desconectó el contacto y, con ello, la calefacción del coche. Rebuscó los guantes de piel en la guantera y se subió el cuello del plumífero antes de salir al exterior. Luego cerró con el mando a distancia y hundió las manos en los bolsillos.No se veía ni un alma en las calles y la iluminación era tan pobre como para acicatearla a apremiar el paso. Ni siquiera había escaparates con los fluorescentes encendidos. El silencio era casi sepulcral. Nunca había sido una persona temerosa, pero desde luego no estaba nada cómoda deambulando sola por aquellas calles. Abandonó la acera y continuó caminando por la calzada; si venía algún coche de frente, lo escucharía mucho antes de poder verlo. ¡Qué lugar más desagradable para encontrar a un muerto! Aceleró la marcha. La coleta alta con la que se había recogido el pelo golpeaba contra su espalda al mismo ritmo que el eco de sus pisadas. Prácticamente estaba corriendo.Ya casi estaba al final de la calle. Podía ver en la distancia a los policías en la escena del crimen y el trasiego de personas llegando al lugar de la investigación, lo que tranquilizó el descompasado latir de su corazón. Iba tan enfrascada, pensando cómo abordar a los policías que cercaban la zona acordonada —ahora había más y muchos de ellos estaban uniformados—, que no se fijó en que el coche que llegaba en esos momentos no tenía ninguna intención de detenerse, tal y como supuso en un principio.Era un todoterreno grande y oscuro, pero lo ignoró por completo. Grave error. El coche salió de la curva y se abalanzó sobre ella en lo que dura un parpadeo.Lo único que escuchó fue el chirriar de las ruedas al frenar en el gélido asfalto. Demasiado tarde se percató de que iba a ser arrollada por un mastodonte de un par de toneladas. Lo tenía encima. Cerró los ojos y se preparó para el impacto. No tuvo tiempo de pensar en nada.Un segundo más tarde, seguía paralizada en mitad de la calle, con el cuerpo apoyado sobre el capó del todoterreno, temblando como una hoja zarandeada por el viento. Estaba ilesa. Lo lógico hubiera sido desmayarse del susto, pero su irracional orgullo se lo impidió. No obstante, sus reflejos habían quedado totalmente mermados, por lo que no se dio cuenta de que el conductor había bajado del vehículo y se acercaba rápidamente.Estaba tan aliviada de saberse viva, después de lo cerca que había estado de ser la acompañante en el furgón mortuorio del pobre drogata que ya dormía el sueño eterno sobre el césped del parque, que no reparó en el intimidante aspecto del hombre que había estado a punto de ser su asesino, ni en el del compañero de éste, que también se apeó del asiento del copiloto y se dirigió hacia ella.Si se hubiera fijado, en vez de dedicar una prematura plegaria de agradecimiento a los dioses, hubiera chillado para alertar al numeroso contingente policial que, ajenos a todo lo ocurrido, estaban inmersos en su tarea en el interior del parque; aunque para los efectos, bien podrían encontrarse en la China. No habían escuchado el frenazo y el tamaño del coche, que bloqueaba prácticamente la calle, les impedía la visión de lo que ocurría delante.Ella seguía en estado de shock.Sintió la presión de unos dedos fuertes y poderosos que, a la altura de los bíceps, la zarandeaban con pocas contemplaciones.—Señorita, ¿se encuentra bien? —escuchó por fin. Era una voz grave y tranquila. Su cerebro, por fin, hilvanó las ideas. No era la voz de alguien que pudiera estar tan nervioso como ella, que hubiera sido lo normal, aunque sólo fuera por el hecho de haber estado a punto de atropellar a una persona. Inmediatamente el terror se apoderó de todo su ser. Debería de haber chillado entonces, pero tampoco lo hizo. El pánico había paralizado su capacidad de hacerlo.Abrió los ojos y, todavía volcada sobre la chapa del ronroneante motor que permanecía en marcha, miró a su izquierda. Un tipo alto y amenazante, con una fuerte mandíbula cuadrada y unos ojos negros como la pez, tan aviesos como su aspecto, la miraba mortalmente serio y silencioso. Tenía los brazos colgando a lo largo del cuerpo, en posición firme, por lo que dedujo que las manos que aún la zarandeaban no le pertenecían. Se quedó sin respiración; seguía sin poder gritar.Gesticulando en busca de la voz, que había perdido en algún lugar de la garganta, se giró bruscamente hacia la derecha, incorporándose al mismo tiempo, para poner cara a la persona que insistía en saber si había sufrido algún percance. Unos refulgentes ojos grises, fríos como la noche que los envolvía, le devolvieron la mirada. Unos ojos que ella reconoció de inmediato. La furia y el miedo la invadieron de golpe, devolviéndole el habla y la movilidad.Una nube roja nubló su visión. La ira se adueñó de sus actos y, subiendo las manos hasta las solapas de la cazadora negra de cuero del hombre que todavía la sujetaba, empezó a sacudirle con fuerza y a golpearle en el pecho sin tregua.—Usted... Usted... ¿En qué iba pensando, imbécil? ¿No ve que ha estado a punto de matarme? —chilló con histrionismo.Seguía insultándole y vapuleándole con fuerza mientras hablaba. Sin duda había recobrado la voz y la libertad de movimientos, pero la razón la había abandonado por completo.Aquella mole de músculos y fuerza bruta de casi metro noventa no se movió ni un ápice a pesar del aporreo constante al que la sometía.—¿Señorita Miralles? —preguntó indeciso—. ¿Es usted, verdad? ¿Qué co…, narices, hace deambulando a estas horas por mitad de la calle? Podría haberla matado… —Se quejó al tiempo que, harto del amago de paliza, le sujetaba las manos, inmovilizándoselas bajo el firme agarre de las suyas— ¡Estése quieta, por Dios! —ordenó.—¡Suélteme! —exigió—. ¡Suélteme de una vez! Voy a denunciarle por conducción temeraria e intento de homicidio, señor Pessaro.El ejecutivo se permitió el lujo de dejar escapar una corta carcajada.—Vamos, vamos, señorita Miralles. Usted no va a denunciarme por ningún motivo, le recuerdo que era usted quien iba por mitad de la calle en lugar de utilizar la acera, que para eso está, ¿sabe?, para que paseen los peatones. La calzada está hecha para los coches.Ella no contestó. En lugar de eso, empezó a mirarse la ropa, a sacudirse y a tocarse las piernas y brazos en busca de algún hueso roto, a parpadear con fuerza. Todavía no podía creer que hubiera salido ilesa.—¿Está bien? —insistió de nuevo él.—Creo que sí—¿Seguro?—Seguro—En ese caso, suba al coche. Si está segura de que no tengo que trasladarla a un hospital para que la examinen, la llevaré a una cafetería para que se tome una tila o algo más fuerte. Está hecha un manojo de nervios, aunque he de reconocer que razón no le falta.—Ah, no. De ninguna de las maneras…—Ah, sí —replicó, imitando su tono—. Vamos, suba al coche. —La voz no dejaba lugar a dudas; aquello era una orden.—Muchas gracias, señor Pessaro, pero siga su camino. Estoy bien. Tengo cosas que hacer.—Por favor, suba al coche y déjeme que la lleve a tomar algo que la tranquilice. Y aunque la frase iba precedida por la palabra «por favor», el énfasis que imprimió a la misma continuaba asemejándose a cualquier cosa menos a un ruego.—¡Déjeme en paz! Márchese o llamaré la atención de toda esa policía que hay ahí delante.Marcos Pessaro elevó la mirada entre los cristales del coche y sonrió, arqueando una ceja.—¿Y…? ¿Me va a obligar a mentir? —Ella le miró horrorizada—. Porque estoy dispuesto a hacerlo si es necesario. Les diré que hemos tenido una discusión pero que no hay ningún problema. ¿A quién supone usted que van a creer? —remató con una seguridad absoluta en el poder que emanaba.—Escúcheme. Ahí hay una inspectora de policía que me está esperando. Precisamente iba a encontrarme con ella cuando…—Fenomenal —la interrumpió—. Entonces, llámela y dígale que se ha encontrado con un amigo y que va a tomar un café con él, pero que regresará en un rato. —No pienso montarme en su coche —repuso con voz cortante, mirándole a los ojos.—Perfecto, entonces iremos andando hasta el bar más próximo. ¡Lucas! —dijo dirigiéndose a su compañero—. Hazte cargo del coche, yo tomaré un taxi cuando deje a la señorita Miralles con su amiga, la policía, después de asegurarme que está en perfectas condiciones.Y acto seguido, la tomó por la parte superior del brazo y la empujó a la acera, suavemente, a fin de dejar la calzada libre.Ella se sintió impotente.Lo cierto era que, realmente, necesitaba sentarse unos minutos, fumarse un cigarrillo y tomarse una tila o algo que la serenara. Y lo último que deseaba en aquellos momentos era enfrentarse a un cadáver con sobredosis de váyase usted a saber qué porquería que se hubiera metido en el cuerpo. Por otra parte, pasear hasta la calle Marqués de Zafra en compañía de semejante armario ropero era mucho más seguro que hacerlo sola. Él tenía negocios importantes, no se iba a complicar la vida con una don nadie como ella.—Está bien —aceptó por fin—. Dejaré que me lleve a tomar algo con la condición de que me acompañe de regreso después.—De acuerdo. Le doy mi palabra que la dejaré aquí tan pronto esté repuesta.—En ese caso, espere a que llame a mi amiga y le avise de que voy a tardar un rato, para que no se preocupe.Marina buscó su móvil en el bolsillo interior del chaquetón y marcó el teléfono de Belén. Ella respondió al segundo tono.—¿Sí?—Belén, escucha, estoy bien pero me he encontrado con un conocido —no quiso alarmarla—. Un amigo de mi jefe. Marcos Pessaro, el empresario —aclaró, para asegurarse de que ella sabía con quién estaba—. Vamos a ir a tomar un café aquí cerquita. Estaré ahí en cuanto pueda.—Ah, vale, reina. Mejor, esto es un lío. Y tenemos para rato, así que tómate tu tiempo. Si tardas, te esperaré.—No tardaré. —Y colgó—. Adelante, señor Pessaro —dijo dirigiéndose a su agresor—. Vamos a tomar esa tila antes de que me arrepienta.Cuando finalmente Marcos Pessaro se despedía de ella con un apretón de manos en la misma esquina donde había estado a punto de atropellarla, el furgón con el cadáver del yonqui abandonaba el escenario del siniestro.
Marina quería chillar de impotencia. Se habían demorado menos de una hora, pero ella había perdido una ocasión de oro que posiblemente tardaría mucho tiempo en presentársele de nuevo.